9 noviembre, 2023
Estamos tan deprimidos porque interiorizamos la necesidad de ser exitosos para ser felices, y rechazamos todo lo negativo, que en realidad es parte de lo que somos.
Por Luis Alberto Hara*
Vivimos en una cultura enteramente positiva. Las redes sociales, como última manifestación de las ideas del capitalismo de éxito, productividad y búsqueda del placer y el automejoramiento, han creado un entorno público que no admite negatividad. Todos somos constantemente presionados para mostrar nuestra mejor cara o para producirla para poder mostrarla. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lo dice con enorme lucidez:
El actual sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo, al éxito. Los éxitos llevan consigo una confirmación del uno por el otro […]. Con ello se desarrolla una depresión del éxito. El sujeto depresivo del rendimiento se hunde y ahoga en sí mismo.
En la época contemporánea, la sociedad se encuentra atrapada en la red del logro, un paradigma donde el valor del individuo se mide por sus éxitos. En su obra seminal, La sociedad del cansancio, Han aclara esta noción.
Saturada con el encanto de la perfección, nuestra era está definida por lo que se ha denominado «la sociedad del logro». En este contexto, se desestima la negatividad, que es sustituida por apariencias refinadas y visiones sesgadas. Vivimos en un tiempo donde mostramos más de lo que somos, frecuentemente con un enfoque ampliado y, de manera contradictoria, vemos menos del prójimo. Este incesante anhelo de triunfo, satisfacción personal y realización nos ha llevado a sentirnos solos, mentalmente agobiados y alejados de la vida en su más pura esencia, es decir, del juego y el amor.
Han traza un fuerte contraste entre la «sociedad disciplinaria» del siglo XX y la «sociedad del logro» del siglo XXI. Hemos pasado de ser «sujetos de obediencia» a «sujetos de logro», o como expone elocuentemente, «emprendedores de nosotros mismos». La presión de producir, de lograr, sigue siendo constante. Sin embargo, el léxico ha cambiado. El «deber» de antaño ha sido reemplazado por el «poder» de hoy.
Esta transición de obligación a potencial ha acelerado nuestro ritmo, haciendo que el sujeto de logro sea más productivo, pero más susceptible al agotamiento autoinfligido. Alain Ehrenberg, citado por Han, encapsula este sentimiento: «El individuo deprimido no puede estar a la altura; está cansado de convertirse en él mismo». El viaje hacia la autorrealización se ha convertido en una tarea sisífica, un ciclo interminable de esforzarse por más, llegando a la extenuación. Nuestros logros, ahora performativos, nos han distanciado de las conexiones humanas genuinas, empujándonos hacia el narcisismo.
Este imperativo social de alcanzar el éxito, al cual vemos reflejado en todo momento en las redes sociales que premian a aquellos que juegan religiosamente este juego, nos somete a una tensión mental incesante. Se convierte en una voz interna que permanentemente nos compara con lo que las imágenes de la sociedad del éxito nos arrojan. El resultado es la ansiedad y sobre todo la depresión, que es la distancia entre la forma en la que nos percibimos y la imagen del exitoso con el que nos comparamos. No hay descanso, pues siempre estamos conectados a este modo de concebir el rol del ser humano en el mundo.
En esta era digital, el mundo se ha vuelto un panóptico, un estado de vigilancia donde las fronteras entre lo interno y lo externo se desdibujan. Bajo la apariencia de libertad, plataformas como Google y las redes sociales son instrumentos de vigilancia. Han argumenta que la vigilancia de hoy no es una infracción a la libertad; más bien, los individuos se someten voluntariamente a esta mirada, convirtiéndose tanto en observador como en observado.
Esta dualidad, donde la libertad se transforma en control, refuerza el argumento anterior de Han sobre el sujeto de logro. Nos mercantilizamos, comercializando nuestras personalidades, convirtiéndonos tanto en el producto como en el emprendedor. Para escritores y artistas, el viaje a menudo implica sufrimiento voluntario.
El filósofo sostiene que nuestra sociedad impulsada por el logro ha confundido la pasión con el juego, a pesar de que se sitúan en espectros opuestos. Añora un retorno al juego genuino, desprovisto de las presiones de la producción. En un mundo obsesionado con la mercantilización, incluso el arte parece carente de pasión, como si estuviéramos creando algo simplemente para alcanzar un logro.
Si hay que aprender algo de Han, es que no necesitamos perfección –mediada socialmente– para sentirnos completos. Necesitamos la autenticidad que proviene de la negatividad, la imperfección, lo oculto y la belleza que dan sentido a la vida. En lugar de enamorarnos de nosotros mismos deberíamos abrazar el amor por el mundo y los demás, no como un reflejo de nosotros, sino para apreciar su esencia única.
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