Por Cristian Ascencio*
A mediados de septiembre el presidente de Colombia, Gustavo Petro, volvió a repetir que existe un complot en su contra. Lo llamó un “golpe de las corbatas” e invitó a sus bases a una Asamblea Nacional Popular para defender la democracia. Aunque afirmó que el supuesto golpe comenzaría el lunes 16 de septiembre, nada ocurrió. Este mismo mes la presidenta de Honduras, Xiomara Castro, dijo durante un discurso frente a sus simpatizantes que no permitirá un golpe de estado en su país.
Ambos jefes de estado atraviesan problemas: en el caso de Petro el Consejo Nacional Electoral debe decidir si levanta cargos por un posible financiamiento ilegal de su campaña a la presidencia. En el de Castro, el medio Insight Crime publicó un video en que su cuñado aparece reunido con poderosos narcotraficantes que le ofrecen 650 mil dólares para la campaña del partido de la presidenta (Libre).
No son los únicos discursos sobre poderes oscuros que conspiran contra mandatarios en ejercicio. También circulan en países como Nicaragua, Venezuela, El Salvador e incluso Costa Rica y México, con diversos niveles de intensidad. ¿Hay realmente golpes de estado o planes en ciernes contra estos mandatarios, como ya ha pasado antes en la historia latinoamericana, o simplemente están jugando la carta de la victimización?
En el caso de Petro, en una entrevista en 2023, el coronel retirado John Marulanda, habló de la necesidad de “defenestrar” al presidente colombiano y puso como ejemplo lo ocurrido en Perú con Pedro Castillo. Petro aprovechó esa declaración, –proveniente de un exmilitar desconocido fuera del ámbito castrense, que se retractó poco después–, para demostrar que había planes para derrocarlo.
Hace poco el presidente sostuvo además que la DEA (la agencia de control de estupefacientes estadounidense) le informó sobre un plan para asesinarlo con explosivos o veneno. Después se supo que la fuente de esta información es en realidad un controvertido pastor evangélico, cercano amigo del presidente, Alfredo Saade, quien afirmó esta teoría en una entrevista con un periodista afín en el canal público RTVC.
En el caso de Honduras, el antecedente de la salida del poder en 2009 de Manuel Zelaya, justamente el esposo de la actual mandataria, Xiomara Castro, (y su actual asesor) hace que entre sus seguidores sea más creíble la narrativa del golpe de estado contra ellos.
Para la socióloga y economista hondureña Leticia Salomón, “la posibilidad de un nuevo golpe de Estado es real por el atraso cultural de los dirigentes políticos, la desesperación de los grupos empresariales desplazados del poder, la incomodidad de algunos pastores religiosos y de dueños de medios igualmente desplazados, y el elevado nivel de confrontación y polarización social”.
Pero periodistas y miembros de la sociedad civil cuestionan esta teoría y la asocian más bien a la necesidad de la presidenta de responder las acusaciones que pesan sobre su cuñado, Carlos Zelaya, por el video en que aparece con narcotraficantes que le habrían ofrecido dinero para una campaña política. “Después del escándalo por el ‘narcovideo’, acá muy pocos creen que haya un golpe de estado armándose contra el gobierno”, dice Raquel Lazo, periodista y editora de noticias en un canal hondureño.
Para el politólogo e historiador Armando Chaguaceda, tanto en el caso de Xiomara Castro como de Gustavo Petro, estas teorías se deben más a la búsqueda del apoyo popular perdido. “Surgen después de profundas crisis políticas, de críticas de sectores de las clases medias e incluso de antiguos votantes. Y en este panorama, tanto Petro como Castro tienen un enfrentamiento no sólo contra las élites tradicionales del sistema político (como quieren hacer creer), sino también contra organizaciones de la sociedad civil, periodistas y movimientos disidentes”.
Según Chaguaceda, sectores académicos y políticos afines al Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla han fomentado esas narrativas del “golpe blando” y el “lawfare” (guerra jurídica). “El sistema democrático permitió que tanto Gustavo Petro como Xiomara Castro llegaran al poder, pero cuando llegan al poder acusan que hay un desgaste y acuden a estas narrativas de golpes o lawfare, llaman a usar las calles, presionan a otros poderes del estado y generan una polarización. Esto ya lo vimos en etapas tempranas del bolivarianismo”, recalca Chaguaceda.
El experto se refiere a los casos de Venezuela y Nicaragua, donde el argumento de la conspiración contra el gobierno desde fuerzas extranjeras o élites internas ha sido usado para impulsar leyes cada vez más restrictivas contra la oposición.
En algunas ocasiones estas conspiraciones han sido reales. Por ejemplo está el caso del exmilitar venezolano Ronald Ojeda, quien intentó volver de Chile a Venezuela para organizar una insurrección contra el régimen de Maduro, pero falló y tuvo que huir. Un mes después cayó asesinado en Santiago.
Algunos gobiernos han aprovechado casos como estos para perseguir opositores políticos y miembros de la sociedad civil. Un informe de la misión en Venezuela de la ONU, dado a conocer por El País, sostiene que el régimen intensificó sus “acciones encaminadas a desmovilizar a la oposición política organizada; a inhibir la difusión de información independiente y opiniones críticas al Gobierno y a impedir la protesta ciudadana pacífica. La brutalidad de la represión sigue generando un clima de miedo generalizado en la población”. Es que la Fiscalía venezolana ha detenido a más de dos mil personas por ‘terrorismo’, sin mayores pruebas. Entre ellos a la activista Rocío San Miguel, a quien el fiscal Tarek William Saab acusó de participar en una conspiración contra la vida de Nicolás Maduro.
Zair Mundaray, exfiscal del Ministerio Público venezolano, actualmente fuera de su país, sostiene que el régimen repite frecuentemente que está en una lucha contra el fascismo internacional que quiere derrocarlo, y que la oposición es golpista. “Esto es muy cubano: una de las formas de desprestigiar, de perseguir, es catalogar a todo aquel que piense de manera distinta como fascista. Pero no hay nada más fascista que la revolución chavista, que marca casas, persigue gente, crea normas que persiguen a la disidencia, que impiden la libre expresión de ideas, que fiscalizan hasta las obras de arte”.
Mundaray sostiene que justamente una de las herramientas para perseguir opositores es la llamada Ley Antifascista, porque “dada su ambigüedad, cualquier cosa puede ser catalogada como fascista, cualquier expresión contraria al régimen, cualquier fórmula de protesta, o cualquier mecanismo de organización a favor del reclamo de un derecho”.
El régimen de Nicaragua ha usado estos mismos argumentos para exiliar y quitarle la nacionalidad a opositores, además de ilegalizar organizaciones no gubernamentales. Como dice la socióloga nicaragüense Elvira Cuadra, esto viene desde 2008. “Hicieron campañas de estigmatización en contra organizaciones sociales, medios de comunicación, para justificar todo ese discurso de conspiración y de supuesta desestabilización contra el gobierno. Lo que decían en ese momento es que había una serie de organizaciones de Estados Unidos que financiaban personas y grupos dentro de Nicaragua para eso. Esto se profundiza en las protestas sociales de 2018. Desde ahí, cualquiera que no opine como ellos, es considerado como un traidor a la patria”.
Para Cuadra, es preocupante ver que este tipo de discursos, en que se tilda al adversario de traidor, golpista o conspirador, está ganando fuerza en toda Centroamérica, más allá de las ideologías. “Hemos escuchado discursos similares en Honduras, El Salvador, Costa Rica y Panamá”, explica.
De hecho, en El Salvador el presidente Nayib Bukele acusó en 2021 al parlamento de estar intentando un golpe de estado. “No tienen el poder de detenernos, aunque lo intentan a través de los medios de comunicación, a través de sus ONG de fachada, a través de sus amigos en la comunidad internacional, hasta están pidiendo un golpe de Estado”, dijo ese año.
Ilka Treminio, coordinadora de la Cátedra Centroamérica de la Universidad de Costa Rica, coincide en que en esa región ha ganado fuerza el discurso conspiracionista y parece concluir el tema con una frase contundente: “Los presidentes más autoritarios se admiran unos a otros, se hacen guiños en los discursos, se copian determinadas palabras o conceptos. Se puede ver como un efecto de bola de nieve. Son el reflejo de la coyuntura de la época y de un proceso en el cual la democracia está en crisis”.
*Fuente: Connectas.org