28 agosto, 2024
La fragancia tiene una historia de ser usada para conectar con lo divino a través de lo sutil, pero también de la sensualidad
Por Luis Hara*
A la divinidad, por encima de todo, le agrada el aroma agradable, fresco, sutil. Esto es algo que las diversas religiones constatan, a través de las ofrendas con inciensos, flores y demás.Y, podemos decir, con Borges -quien nos dice que el amor es una religión fundada con un dios falible- que al amor también le agradan las fragancias. Algo que se puede constatar por la gran popularidad de los perfumes, particularmente orientados a la seducción. Esta es una breve reseña sobre cómo los olores han sido utilizados para agradar a los dioses y reconocer su presencia entre los seres humanos.
En la búsqueda de lo divino, el ser humano ha asociado lo sagrado con lo invisible, lo etéreo y lo fragante. Se percibe a la divinidad como una esencia, un espíritu o incluso un aroma que va más allá de la materia y conecta con lo celestial. Los dioses disfrutan del humo de los sacrificios, del perfume de las flores y otras fragancias. Ellos mismos, o aquellos seres cercanos a ellos, pueden identificarse porque llegan con una brisa fresca, con un aroma dulce y eterno.
San Pablo, en sus cartas a los Corintios, menciona la fragancia del Espíritu Santo, asociándolo con el viento y un perfume fresco que simboliza la vida misma. Compara el Evangelio con un dulce aroma que se extiende. Ese «dulce olor», explica, «es el Espíritu de Dios fructificando en la vida de los creyentes». Desde los primeros días del cristianismo, los Padres de la Iglesia relacionaron la fragancia que acompañaba a una persona pura o santa, incluso después de su muerte, con la presencia del Espíritu Santo.
Un caso más reciente es el del Padre Pío, cuyo aroma a violetas se convirtió en símbolo de su santidad. Este monje capuchino, quien aparentemente sufrió estigmas similares a las heridas de Cristo desde 1918, inspiró tal devoción que sus seguidores defendieron su permanencia en San Giovanni Rotondo ante intentos de la Iglesia de trasladarlo. Aunque la Iglesia fue escéptica respecto a sus milagros y estigmas, no pudo ignorar el intenso aroma a violetas que lo acompañaba, conocido como el «olor de santidad». Finalmente, en 2002, el Padre Pío fue canonizado, consolidando su legado espiritual y convirtiéndose en uno de los santos más venerados en Italia.
Desde el inicio del cristianismo, los olores inusuales han sido un distintivo de la santidad. Ejemplos históricos incluyen a San Policarpo de Esmirna, cuya carne, al ser quemada, despedía un aroma a incienso, y a San Simeón Estilita, cuyo cuerpo desprendía un aroma celestial a pesar de su descomposición. Esta fascinación por el aroma de los mártires llevó a los cristianos primitivos a venerar los restos mortales de santos como San Nicolás de Myra, cuyos huesos exudaban un aceite fragante, considerado un remedio universal y objeto de peregrinación. Incluso se han hallado frascos del siglo VII con aceite del sepulcro de San Menas en lugares tan lejanos como Gran Bretaña y la actual Uzbekistán.
En la Edad Media, el «olor de santidad» se consideraba una evidencia clara de la santidad de una persona. Circulaban historias sobre el aroma celestial de los santos, como Santa Teresa de Ávila, quien llenó su convento con olor a rosas. Otros, como San Pío, cultivaron esta reputación en vida. San Liduina de Schiedam exudaba un olor a jengibre, clavo y canela, a pesar de sufrir constantes vómitos y sangrados.
La asociación entre los olores agradables y las cosas positivas es una inclinación natural del ser humano, profundamente arraigada en nuestras prácticas de culto y en la búsqueda de una conexión con lo divino. Desde tiempos antiguos, como muestran los Vedas del segundo milenio a.C., la humanidad ha utilizado plantas aromáticas en rituales, considerándolas manifestaciones de prāṇa, aliento vital o energía, o de la cualidad de sattva, lo puro y luminoso, ofreciéndolas a los dioses. La madera de sándalo, en particular, era vista como poseedora de una cualidad espiritual que complacía a los devas o dioses y a los gandharvas, seres celestiales que se alimentan únicamente de sustancias sutiles como el incienso. Las sustancias aromáticas, a menudo quemadas como ofrenda, eran percibidas como alimento para las deidades, una práctica reflejada también en el mito de la creación babilónico y en la narrativa bíblica de Noé, cuyas ofrendas quemadas aplacaron a Dios tras el diluvio.
El incienso, extraído de la savia de los árboles de Boswellia, ha sido recolectado durante miles de años en África y alrededor del Golfo de Omán. En el antiguo Egipto, el lugar de recolección era conocido como la «tierra divina». En varias culturas antiguas, el olor del incienso era más que un complemento ritual; era una señal de la presencia de una deidad. Los egipcios, griegos y romanos empleaban incienso para purificar templos y cuerpos, y para elevar almas y oraciones hacia los dioses.
Entre los cristianos, se cree que el uso del incienso comenzó con Moisés, quien recibió una receta específica para su uso exclusivo en el templo, cuyo humo protegía al sumo sacerdote de la manifestación de Dios. Esta práctica distinguía al templo como un espacio único, cuyo aroma no se replicaba en ningún otro lugar.
Esta fe en el olor como indicador de santidad contrasta con la teología moderna, que pone énfasis en la inmaterialidad e inefabilidad de Dios, distanciándose de la esfera terrenal, a diferencia de una tradición histórica que busca comprender a Dios a través de la experiencia sensorial del mundo. No obstante, en muchas culturas, hay ciertos aromas intrínsecamente ligados al plano espiritual, que de alguna manera siempre permanecen cerca de Dios.
Un ejemplo claro es México, donde durante la temporada de Día de Muertos se vive una experiencia olfativa que resuena con la misma búsqueda de lo sagrado. El aroma del copal, utilizado en rituales prehispánicos y aún presente en las ofrendas, se mezcla con el aroma de la flor de cempasúchil, el dulce olor del piloncillo y el azahar impregnado en el pan de muerto. Estos olores impregnan los hogares y cementerios, honrando a los difuntos y sirviendo como un recordatorio de la presencia continua de lo divino en la cultura mexicana.
La complejidad de estos aromas sagrados es asombrosa. Mientras que el aire era portador de enfermedades, el incienso actuaba como una barrera contra la enfermedad y la posesión demoníaca. Al mismo tiempo, los olores fuertes podían usarse para ocultar una decadencia más profunda o tentar a los piadosos con placeres mundanos. Incluso los olores desagradables tenían una cualidad ambigua, como el hedor de la boca de un asceta en ayunas, que se consideraba prueba de su profunda santidad.
Esta ambigüedad en torno al olor es lo que le otorga su poder como herramienta teológica. Al igual que Dios, el olor puede llenar espacios con su presencia invisible. Para experimentar un olor, primero debe ser inhalado, función vital y voluntaria.
Los antiguos hebreos y griegos reconocían cómo el olfato nos proporciona una experiencia directa e inefable del mundo. La manera en que el olfato influye en la memoria y la emoción contribuye a su capacidad para construir un sentido de asombro religioso. A diferencia de otras experiencias religiosas, el olfato es comunal, compartido en la iglesia y parte del entorno, conectando memorias personales con la memoria colectiva de la comunidad.
Después de la Reforma, muchas iglesias cristianas rechazaron el uso del incienso, acusando a las confesiones rivales de sensualidad, mundanalidad y pensamiento mágico. El olor se convirtió en otra herramienta retórica, utilizada tanto por católicos como por protestantes para desprestigiar a los seguidores de otras creencias. Figuras clave de la Reforma, como Martín Lutero y Erasmo, se opusieron a los sentidos, asociando los olores sagrados y signos visibles con judíos, musulmanes y papistas. Las ceremonias que más utilizaban incienso fueron gradualmente prohibidas, desacralizando el sentido del olfato. El rito latino sería luego eliminado y, con ello, progresivamente, la ritualidad, como un banquete sensorial que abría, a través de la experiencia estética, una puerta hacia la experiencia de lo sagrado.
Mientras que se produjo este rechazo teológico a la sensualidad, la modernidad abrazó los perfumes, importando algo de lo sagrado a lo secular. Los perfumes se convirtieron en signo de sofisticación y ejercieron un poder magnético. Lo que antes era una ofrenda a un dios, ahora se convertía en una invitación erótica. El amor de pareja reemplazó a la religión como eje de máxima significación y centro de nuestra devoción. Baudelaire surgió como supremo teórico: el arte supera a la naturaleza; la belleza necesita ser resaltada, adornadas, conducida a la divinidad a través del arte y la técnica. La fragancia, junto con otros cosméticos, se convierte en un artificio venusino que permite conseguir el favor divino del amor. La sensualidad misma una pasaje a lo divino a través de la pasión.
Si consideramos que de alguna manera al negar lo sagrado de lo solamente religioso, también lo extendemos por el mundo, por lo impuro; todo es un objeto de fascinación estética; y si aceptamos que una hermosa puesta de sol o una pieza de música sagrada pueden ser experiencias de lo divino, no hay razón para excluir las experiencias olfativas de tener tal significado. Así, la búsqueda del olor de la santidad, el olor de Dios, continúa en tiempos actuales en las más diversas tradiciones alrededor del mundo.