20 junio, 2023
El mito del cerebro ‘masculino’ y ‘femenino’ se remonta a la interpretación sesgada de hallazgos neurocientíficos que trataban de justificar la superioridad intelectual del hombre.
Por R. Mauricio Sánche*
Dentro de la cultura popular, existen todo tipo de creencias que muchas personas consideran como hechos comprobados científicamente. Uno de los tópicos más populares en este sentido, es la idea de que los hombres y las mujeres poseen circuitos y estructuras neuronales distintas, que justifican los repertorios comportamentales asignados a cada género. Estas diferencias cerebrales predispondrían a determinadas respuestas emocionales y conductas, y los limitarían para la acción de otras; hasta el punto de estar detrás de la elección vocacional diferencial, de la manera de vestir, caminar o del gusto por determinado tipo de música. Dicho mito sobre la existencia de un cerebro masculino y uno femenino posee un peso muy especial en nuestra cultura; ya que es una noción que sobrevive incluso dentro del propio ámbito científico.
Para comprender mejor la influencia que esta creencia tiene dentro y fuera del ámbito académico, es importante comprender los puntos que la constituyen, las investigaciones que supuestamente la respaldan, así como las razones por las que en este artículo se describe el fenómeno como un mito.
El mito de que existe un cerebro masculino y uno femenino está basado en la creencia de que los hombres y las mujeres son esencialmente distintos, e incluso complementarios (Joel, Vikhanski, 2020). Esta postura es el producto de la reinterpretación de avances científicos reales y la sobre simplificación de hallazgos concretos en neurología.
De acuerdo a los seguidores de esta teoría, la diferenciación sexual entre hombres y mujeres a nivel genético, producida por la distinción entre cromosomas XY y XX, afectaría la conformación del cerebro de forma particular en cada sexo, aún antes del nacimiento. Además, proponen que el grado de exposición a los andrógenos durante la etapa embrionaria ‘feminizaría’ o ‘masculinizaría’ el cerebro en cada caso; determinando su constitución y función en el futuro. De esta manera, las hormonas perinatales organizarían el tejido del sistema nervioso central. Por lo que, en la pubertad, dichas hormonas podrían activar conductas específicas diferenciadas por el sexo (Brizendine, citada por Luján 2015; Braidot, 2020).
Esta postura implicaría no solo que el cerebro de las mujeres y el de los hombres sería diferente; sino que, además, estas estructuras estarían programadas y orientadas hacia habilidades y conductas propiamente masculinas o femeninas desde el nacimiento (Brizendine, citada por Luján, 2015). De acuerdo a estas ideas, esta sería la razón por la que los hombres y mujeres piensan, sienten y se comportan de manera distinta.
Por otro lado, los hallazgos que supuestamente confirman el mito del cerebro masculino y femenino, son interpretados a partir de dos principios. En primer lugar, se adopta la teoría de que existen áreas bien definidas en el cerebro que funcionan como centros de localización de conductas y habilidades. De igual forma, se da por hecho que el mayor tamaño de las estructuras cerebrales indica un mayor dominio de las funciones implicadas (Luján, 2015).
Basados en estos principios, los investigadores que siguen esta teoría, desarrollan estudios de todo tipo donde se pretende constatar las diferencias entre hombres y mujeres; analizando el tamaño y la actividad de zonas específicas del cerebro que se han relacionado con ciertas funciones en particular. Debido a ello, el volumen superior o un registro más notable en alguna de estas áreas, en un sexo en particular, son asociados a la superioridad de dicho cerebro sobre el del otro sexo (Ciccia, 2018). Por ejemplo, un mayor desarrollo de ciertas zonas asociadas a la agresividad en el cerebro de los hombres, ha sido tomada como evidencia de que los hombres están predeterminados al comportamiento violento o agresivo (Braidot, 2020).
De esta forma, la creencia de que existe un cerebro masculino y uno femenino que están constituidos y actúan de manera distinta, se ha traducido en un gran número de aseveraciones sin fundamento científico real. Algunas de ellas son:
El mito de la existencia de dos tipos de cerebro, uno masculino y uno femenino; suele justificarse en las diferencias anatómicas encontradas por algunos estudios entre los cerebros de ciertos hombres y mujeres. De las cuales, se infieren diferencias funcionales. Entre las más importantes tenemos las siguientes:
Es importante señalar que existen estudios que desmienten muchas de estas conclusiones. Por ejemplo, la idea de que, en el cerebro de las mujeres, el procesamiento del lenguaje -la actividad en las zonas relacionadas con él- se distribuye más uniformemente entre los hemisferios que en el de los hombres (Ciccia, 2018; Eliot, 2019).
La existencia de un cerebro masculino y uno femenino es un mito debido a que la supuesta evidencia científica que lo sostiene es débil y cuestionable, confundiendo habitualmente correlación y causalidad e ignorando un arsenal de variables socioculturales que han demostrado ser determinantes en el comportamiento diferencial de hombres y mujeres; y además porque existen investigaciones modernas en neurociencia que contradicen dicha idea (Eliot, 2019). Algunas de las críticas más importantes en este sentido son:
Como ya se ha comentado, el mito de que existe un cerebro masculino y uno femenino surge por la reinterpretación y distorsión de resultados científicos reales sobre las diferencias anatómicas entre el cerebro de las mujeres y el de los hombres (Federmeier, 2013; Eliot, 2019). Sin embargo, algunas y algunos investigadores y profesionales han destacado que esta tendencia obedece, además, a una especie de sexismo subterráneo que domina el campo de la ciencia. De esta forma, las propias investigaciones sobre el tema se encuentran sesgadas por las tendencias culturales que dominan la sociedad, que buscan de forma obcecada diferencias biológicas que justifiquen fenómenos que son explicables por el aprendizaje diferencial y por elementos socioculturales y contextuales. Generalmente, aún sin que los científicos involucrados sean conscientes del sesgo (Eliot, 2019).
Siguiendo esta corriente, los académicos suelen partir de suposiciones que no están plenamente comprobadas o dimensionadas, para después solo buscar su comprobación en una suerte de sesgo de confirmación. Esto, en lugar de partir de un punto de vista objetivo, neutral y aséptico. Un ejemplo de ello es la marcada tenencia a tomar como un hecho la superioridad de un determinado sexo en ciertas habilidades, para luego solo buscar los correlatos biológicos de dicha facultad (Ciccia, 2018).
Es así que, la teoría de la diferencia entre los cerebros de hombres y mujeres se ve nutrida por creencias como la supuesta superioridad intelectual de los hombres, la supuesta sensibilidad de las mujeres, y la complementariedad de los sexos. Partiendo de estas ideas, la investigación científica se ve comprometida, dedicándose a corroborar lo que la cultura popular sostiene (Young, Balaban, 2010).
Además, los resultados que corroboran la ideología popular se transmiten más rápido y se aceptan más fácilmente, debido a que se adecúan a los principios de la mayoría. Esta tendencia es aprovechada por los medios, quienes difunden los avances científicos que despiertan mayor interés en el público y no aquellos con mayor solidez (Eliot, 2019).
El mito del cerebro masculino y femenino, retroalimentado por el mito de la dominancia hemisférica y la funcionalidad exclusiva
Una de las manifestaciones más simplificadas en que se expresa el mito del cerebro masculino y femenino en nuestra cultura es la idea de que, en los hombres, el hemisferio izquierdo es el dominante; mientras que en las mujeres lo es el derecho. Tal afirmación nace de la creencia de que la parte izquierda del cerebro es la ‘parte racional’; y la parte derecha es la encargada de las emociones.
En primer lugar, no existe evidencia real de que exista un hemisferio cerebral con mayor especialización frente a ciertas tareas en comparación con el otro. Por el contrario, investigaciones recientes han sugerido que las distintas funciones cognitivas e intelectuales suelen manifestarse en distintas partes del cerebro, y de forma asimétrica.
Por otro lado, no hay evidencias suficientes que respalden la afirmación de que un sexo es mejor o más eficiente en un tipo de actividad que en otro. Mucho menos existe la posibilidad de clasificar estas habilidades como ‘racionales’ o ‘emocionales’.
(Romero, 2010; Federmeier, 2013).
Es posible afirmar que este malentendido dentro de la ciencia surge de confundir los conceptos de asimetría funcional y funcionalidad exclusiva. El primero es un fenómeno observado por muchos estudios, donde un mismo proceso cognitivo es llevado a cabo en distintas partes del cerebro, procesando la información de diferentes formas; mientras que la funcionalidad exclusiva es la creencia, no justificada científicamente, de que el hemisferio izquierdo del cerebro se encarga de ciertas funciones, mientras que el derecho se encarga de otras (Nielsen, 2013).
Es importante destacar que, en años recientes, la búsqueda por comprobar abiertamente la inferioridad de la mujer frente al hombre ha tomado otro rumbo; transformándose en una búsqueda por comprobar la complementariedad entre los sexos (Eliot, 2019).
Muchas investigaciones han adoptado este enfoque, incluidas aquellas ya mencionadas que sostienen la existencia de un hemisferio masculino y uno femenino. De esta manera, se busca encontrar aquellas correspondencias biológicas y conformaciones estructurales que confirmen los roles establecidos por la sociedad para cada género. Por medio de esta tendencia, la opresión y trato desigual de la que han sido objeto las mujeres por muchos siglos en muchas culturas del mundo, se justifica como la expresión de un status quo biológico dictado por la naturaleza; y no como el resultado de la cultura (Luján, 2015; Eliot, 2019).
Un ejemplo de ello, es la interpretación que se hace de los diferentes tipos de conectividad encontrados en el cerebro del hombre y en el de la mujer. En ella, la conectividad intrahemisférica vista en los hombres, es descrita como un factor que favorece la comunicación entre percepción y coordinación; mientras que la conectividad interhemisférica registrada en las mujeres es interpretada como una aptitud para la comunicación entre procesos analíticos e intuitivos (Ingalhalikar, 2013).
Cabe señalar que este tipo de estudios suele destacar las diferencias que intenta descubrir, y pasa por alto las coincidencias. Mismas que suelen ser tanto o más frecuentes que las discrepancias (Luján, 2015; Eliot, 2019).
Finalmente, vale la pena comentar las consecuencias que la prevalencia del mito del cerebro masculino y femenino tiene en la cultura, y el papel que esta misma tiene en su sobrevivencia.
La repercusión más obvia de preservar esta creencia se expresa a través del mantenimiento de prejuicios sociales; como la existencia de carreras y profesiones adecuadas para cada sexo, o la presencia de una predisposición biológica de las mujeres a la pasividad, y de los hombres a la agresión (Luján, 2015).
Al considerar que estas ideas tienen sustento científico, se abre la puerta a que las limitaciones establecidas por la cultura con respecto a los géneros se refuercen; obstaculizando que las y los individuos se expresen libremente (Eliot, 2019).
Como ya hemos mencionado, el sustento de este mito también afecta al desarrollo de la ciencia, ya que permite que muchos trabajos de investigación sobre el tema surjan de un punto de vista parcial y sesgado por la cultura (Young, Balaban, 2006; Luján, 2015). Aunado a esto, la adopción de dicha postura biologicista obstaculiza la consideración de otras teorías que involucren la influencia del medio en las diferencias observadas en la conducta de hombres y mujeres. De esta manera, se descarta la responsabilidad de la sociedad en la conformación de los roles de género y, sobre todo, se evita el abordaje de estrategias que permitan modificar estos papeles.