En una era donde la economía, las finanzas y la política se encuentran integradas globalmente, unos pocos monopolios sedientos de poder maximizan ganancias en todos los ámbitos de la vida social, destruyen el clima y los recursos naturales y gestan conflictos geopolíticos que colocan a la humanidad al borde de la extinción. En su afán de dominio, estos monopolios siembran nuevas técnicas de control social para manipular la información, los deseos, las ideas y los comportamientos de la población. El resultado es un relato que oculta las raíces del poder e impulsa la fragmentación, el aislamiento y el enfrentamiento de los unos contra los otros. Las fake news, la construcción de un sentido común basado en el “sálvese quien pueda”, el miedo y el odio hacia aquellos que parecen amenazar las pertenencias y la identidad de cada uno, sustituyen a la reflexión e incitan instintos y comportamientos de manada funcionales al mantenimiento del status quo. Sin embargo, el brutal impacto social de las políticas aplicadas multiplica los conflictos sociales. El fragor de este combate expone las raíces de las injusticias, la existencia de intereses colectivos por encima de las individualidades y la vulnerabilidad de la actual estructura de poder.
Este es nuestro presente: un momento signado por agudos enfrentamientos que sacan a la intemperie las causas de los problemas que nos aquejan. Desmenuzar hasta el hueso a la estructura de poder y revelar las contradicciones entre el relato oficial y la realidad objetiva, tanto en el centro como en la periferia de este capitalismo global monopólico, constituyen pasos indispensables para la gestación de nuevas formas de organización social que den prioridad a la solidaridad social, a la cooperación y a la articulación entre distintos sectores sociales, contribuyendo así al desarrollo de transformaciones sociales y políticas.
La pandemia ha profundizado la crisis de legitimidad que asuela a las instituciones democráticas. También ha erosionado el funcionamiento de los organismos internacionales, debilitando su rol en el concierto entre naciones y exponiendo su creciente funcionalidad al avance de los monopolios. Entre estos organismos, se destaca el rol estratégico del Fondo Monetario Internacional (FMI), otorgando ayuda técnica y financiera a los países de ingresos medios y bajos con “problemas estructurales” y dificultades para acceder al financiamiento internacional. En todos los casos, la receta mágica ha sido la misma: ajuste fiscal y endeudamiento creciente. No hay en el mundo experiencia alguna que muestre cómo la receta del FMI rompe las cadenas del subdesarrollo. A un año de la catástrofe económica mundial provocada por la pandemia, la contradicción entre el relato oficial de este organismo y las políticas que aplica localmente sale a flote y expone el rol estratégico que esta institución cumple en la reproducción de la estructura de poder global.
Al estallar la pandemia, el FMI alertó a los gobiernos sobre su peligroso impacto económico y social, advirtiendo que podría provocar una rápida implosión social y económica si no se tomaban recaudos para proteger a las poblaciones más vulnerables. Para ello, aconsejó a los gobiernos gastar todo lo que fuese necesario para mitigar esta crisis [1]. Sin embargo, un análisis de los 107 préstamos otorgados por esta institución a lo largo del último año a países con severos problemas económicos y financieros y gran desigualdad económica y social muestra que el 85% contienen severas cláusulas de austeridad fiscal que deberán ser adoptadas ni bien se atenúe un poco la crisis sanitaria y empiece la post-pandemia [2]. Así, la convocatoria a un mayor gasto para suavizar el impacto de la peste se transformó, en la práctica, en el otorgamiento de préstamos que promovían restricción salarial y severos ajustes del gasto social en países cuya estructura productiva y desigualdad de ingresos auguraba un impacto de la pandemia de índole catastrófica.
En su último informe sobre el estado de la economía mundial [3], el FMI advierte a los gobiernos que la recuperación económica global ha perdido empuje, es muy heterogénea y está amenazada por una incipiente inflación internacional. Esto último implica un futuro “muy oscuro” para los países en desarrollo, los que deberán enfrentarlo con más austeridad fiscal. Así, el FMI ha encontrado una nueva excusa para promover el ajuste estructural en la periferia.
Estímulos a la demanda y concentración en Estados Unidos
Un informe reciente de la Reserva Federal de Atlanta estima que el Producto Bruto Interno (PBI) real ha caído 6% con relación al nivel que tenía dos meses atrás y un 14% respecto al valor que tenía en mayo de este año. La caída de la demanda y de la inversión privada empuja ahora a la economía norteamericana a la contracción económica [4]. Desde el inicio de la pandemia, el gobierno federal ha otorgado tres rondas sucesivas de estímulos económicos con el objetivo de mitigar el impacto del desempleo y reactivar la economía, impulsando la demanda de consumo de la población. Estas medidas de corto plazo han chocado contra una estructura económica y financiera que reproduce la desigualdad social y anula los objetivos buscados.
Un estudio reciente sobre el impacto de estos estímulos muestra que 40% de las familias enfrentan hoy severas dificultades financieras para pagar sus gastos corrientes. Más del 30% considera que su situación es hoy peor que la que tenía antes de la pandemia y 30% confiesa haber perdido todos los ahorros que tenían al inicio de la pandemia [5]. En este contexto, un informe de Morgan Stanley muestra que sólo un tercio de los billones (trillions) de dólares inyectados a la economía con los estímulos económicos recientes fueron a parar al 80% de la población con menores ingresos. El resto fue absorbido por el 20% con mayores ingresos, un sector social que no destina sus ingresos al consumo inmediato [6]. Detrás de estos resultados se oculta “la mano invisible” de las finanzas.
En efecto, los estímulos para mitigar el impacto de la pandemia se dieron en paralelo con dosis masivas de liquidez monetaria a tasas cercanas a cero que incentivaron la especulación financiera. Hoy, el valor de las acciones es un 40% superior al que tenían en enero de 2020 y los estímulos económicos y financieros fueron absorbidos por el 10% más rico de la población que posee el 89% de las acciones. El 1% de este sector acaparó, en un año, más de 6.5 billones (trillions) de dólares a partir del aumento del valor de sus acciones corporativas. Al mismo tiempo, el 90% de la población con menores ingresos perdió acciones durante la pandemia y hoy sólo posee el 11% del total de las mismas [7].
La política monetaria ha sido la principal causa de acumulación de riqueza durante la pandemia. En este contexto, los estímulos a la demanda de consumo no alcanzaron para reactivar la economía y terminaron siendo absorbidos por los sectores de mayores ingresos. Para reactivar la economía hay que desactivar el andamiaje financiero que potencia la desigualdad económica y social. Al mismo tiempo, se debe modificar la matriz productiva, sustituyendo los trabajos precarios y mal pagos que hoy predominan en la misma por empleos de calidad. Esto implica tiempo y requiere de ingentes inversiones. Más importante aún, poner fin a la política monetaria actual implica eliminar las inyecciones de liquidez y subir las tasas de interés, todo lo cual conlleva el riesgo de detonar el enorme endeudamiento que hoy existe. La fragilidad sistémica del sistema financiero, que hemos analizado en otras notas, ata las manos de la Reserva ante una posible escalada de defaults de consecuencias imprevisibles tanto para el sistema financiero global como para el valor del dólar como moneda internacional de reserva.
En paralelo con estos fenómenos, la dislocación de las cadenas de valor global ha potenciado las distorsiones que existen en el mercado de trabajo y abren la puerta a contradicciones y conflictos sociales de efectos impredecibles. El último informe del BLS (Bureau of Labor Statistics) muestra que el número de empleos ofrecidos cayó en agosto. Si bien los empleos ofertados (10.439 millones) por el momento superan al número de personas desempleadas, esta anomalía seguramente se corregirá cuando se terminen los beneficios por desempleo y muchas personas vuelvan a demandar trabajo. La tendencia importante a destacar es el creciente abandono voluntario de los puestos de trabajo (4.3 millones o 2.9% de la fuerza de trabajo empleada) y la proliferación de huelgas. Hoy, hay más de 100.000 trabajadores en huelga que demandan mejores condiciones de trabajo y aumentos salariales [8]. Confirmando estas tendencias, una encuesta reciente muestra que más de la mitad de los trabajadores en actividad quiere abandonar su empleo. Esta situación definida como “una especie de revolución de los trabajadores contra patrones malos y aprovechadores” [9] y también como “ una huelga general no oficial” [10] ocurre en forma espontánea y desorganizada en un país donde por décadas el conflicto obrero desapareció de la escena política, sólo el 12% de los trabajadores está sindicalizado, y el NBLS (National Labour Relations Board), organismo oficial a cargo de las relaciones laborales, no tiene poder para penalizar las infracciones a las leyes del trabajo por parte de las corporaciones.
Así, pareciera que la dislocación de las cadenas de valor global, con sus secuelas logísticas y de desabastecimiento, debilita a las corporaciones y genera condiciones para la movilización por demandas largamente postergadas que hacen temblar a una matriz productiva y social basada en la creciente precarización de la mano de obra y en la acumulación de riqueza a partir de la especulación financiera.
Argentina: la grieta que condena al abismo
A medida que corren los días, la oposición macrista, comandada por los jerarcas del periodismo de guerra, arrecian sus embates. Sin ponerse colorados, ahora reclaman el fin de las conquistas laborales y anuncian que la cruzada contra el gobierno es abierta: cualquiera sea el resultado electoral, no lo dejarán gobernar. Huelen sangre y creen que pueden terminar con el peronismo. Para ello aceleran la retórica violenta, plagada de todo tipo de mentiras incendiarias. En paralelo, un pequeño grupo de monopolios que controlan sectores claves de la economía se apuran a desestabilizar al gobierno remarcando aceleradamente los precios y ejerciendo presión sobre el mercado cambiario para hacer saltar las reservas del Banco Central antes de las elecciones. Estos monopolios, que han duplicado sus ganancias durante la pandemia, no dudan en aplicar la táctica que han utilizado para desestabilizar a los gobiernos en democracia: remarcación de precios y corrida cambiaria.
Frente a este teatro de operaciones, esta semana ocurrieron algunos hechos auspiciosos: la militancia del Frente de Todos se movilizó masivamente y desde las calles expresó su apoyo al gobierno y sus quejas ante la falta de cumplimiento de muchas de las promesas votadas en 2019. En paralelo, Roberto Feletti asumió como secretario de Comercio Interior y enfrentó la embestida de los formadores de precios, exigiendo que retrotraigan los precios de 1.432 productos del rubro alimentación, bebidas y productos de limpieza a los valores que tenían al 1° de octubre pasado y que los congelen hasta el 1° de enero próximo. A su vez, convocó a todas las empresas a un diálogo para acordar estos cambios, pero dejó en claro que, si no hay acuerdo, se sancionarán las infracciones con todo el peso que prescriben las leyes argentinas. La situación tensó la relación con los grandes empresarios y un pequeño núcleo ha declarado la guerra abierta. Si bien todavía se está negociando, el presidente de la Cámara Argentina de Comercio (CAC) ha formulado la amenaza consabida: si se controlan los precios, habrá desabastecimiento y por ende, caos social. Esto es lo que buscan.
Así, las líneas están trazadas, y por primera vez el país se entera de que la inflación tiene nombre y apellido: un núcleo muy pequeño de grandes empresas son las que deciden qué comen los argentinos, cuál es el precio que pagan, y lo más importante, quién come y quién pasa hambre en la Argentina. Pero aquí no termina la cosa: el nuevo secretario de Comercio Interior ha dicho que recurrirá a los intendentes, a los sindicatos, a los consumidores y a los movimientos sociales para que ayuden a controlar los precios. Si esta iniciativa se cumple, implicará un antes y un después en la utilización de la inflación como arma de guerra para la desestabilización política y un fuerte golpe contra la ofensiva macrista. Sin embargo, para que esta medida sea efectiva, debería aplicarse en las principales cadenas de valor, y no simplemente en las bocas de expendio final, y menos aún en los pequeños comercios de barrio que son los últimos orejones del tarro. Debería además institucionalizarse “de abajo hacia arriba” para asegurar el empoderamiento de la población: su participación activa en las políticas del gobierno y en el control de sus representantes. Si, en cambio, esta medida se deja librada a la voluntad de los intendentes, sindicatos y otros actores que quieran participar, se arriesga continuar con la actual fragmentación social. Esto último impedirá lograr los objetivos que se buscan y abrirá las puertas a las corruptelas y al clientelismo. Así, con las mejores intenciones, se puede pulverizar la democracia.
La historia no se detiene por una derrota electoral, ni los movimientos políticos desaparecen si sus dirigentes tienen legitimidad social y política. Lo que está en juego por estos días es el tipo de país que queremos, y las políticas que se deberían aplicar ya para concretar la inclusión social. Hoy, la economía ha vuelto al nivel de la pre-pandemia, pero los beneficios de este repunte han quedado en los bolsillos de un puñado de monopolios con nombre y apellido. Los asalariados han perdido 10 puntos de participación en la distribución de los ingresos en lo que va del año y la pobreza y la indigencia permanecen por encima del 40% y del 10% de la población, respectivamente. Esto no es lo que el pueblo votó en 2019. Es consecuencia del ajuste fiscal que, sotto voce, se aplicó este año. Los meses que vienen son decisivos, y el escenario principal donde se dirime el futuro del gobierno ya ha sido definido y no está precisamente en Washington D.C.
A no aflojar.