8 abril, 2023
La delgada línea que existe entre micología y mitología
Por Sergio Fuentes Antón, Universidad de Salamanca*
Desde la antigüedad el ser humano se ha visto fascinado por los hongos, unos organismos que se han asociado con cualidades mágicas e incluso divinas. Su presencia ya era conocida por nuestros antepasados de la Edad de Bronce, quienes dejaron constancia de ciertas setas en antiguas pinturas murales.
El término etnomicología recoge bajo su significado el uso que se ha dado a los hongos en la historia de la humanidad.
Muchos de esos usos están asociados al ámbito gastronómico, pero otros se asocian con aspectos lúdicos y religiosos. Ciertos hongos alucinógenos son considerados mediadores entre humanos y dioses. Otros están fuertemente asociados con el demonio y otros seres malignos.
No es de extrañar que, con todo ese bagaje cultural e histórico, surgieran leyendas que enriquecieron la mitología popular.
En el antiguo Egipto se creía que las setas eran regalos de los dioses. Por su rápido crecimiento, formas y tamaños tan variados parecía lógico concluir que eran obra de seres sobrenaturales. Incluso se pensaba que otorgaban la inmortalidad.
Debido a esta creencia, los faraones prohibían a sus súbditos el consumo y uso de setas, bajo la premisa de que solo ellos podían acceder a ese manjar divino.
En el pueblo indígena mexicano de los lacandones se cree que Hachäk’yum, el dios creador de todo, está íntimamente relacionado con el origen de ciertas setas.
Tras crear a los hombres, este dios se sentó a comer; de las migajas que caían de su boca surgieron las setas tal y como se conocen hoy día. Al probarlas, Hachäk’yum no pudo contener la alegría ante un sabor tan delicioso.
Los hombres que observaban la escena sintieron envidia y quisieron acceder a la comida que hacia tan feliz a su creador pero este no se lo permitió, alegando, al igual que los faraones, que eran alimentos solo para dioses.
Sin embargo, Hachäk’yum se apiadó de sus hijos y purificó algunas setas para que pudieran comerlas. Esto dio lugar a algunos tipos de setas comestibles.
Los romanos consideraban que las setas eran alimentos de lujo y el escritor y militar Plinio el Viejo denominó a los hongos “manjar de dioses”.
Solo los más ricos tenían acceso a las setas y era tal su importancia que los mismos anfitriones de los grandes banquetes se encargaban de su elaboración, cosa que no sucedía con otros alimentos.
Para los griegos, la leyenda sobre la fundación de Micenas se atribuyó a Perseo. Según el mito, tras matar a su abuelo por accidente, renunció a la corona de Argos, reino del que era su legítimo heredero, y decidió fundar su propia ciudad.
En su camino, se encontró sediento y no había agua a su alrededor. Lo único que halló fue una pequeña seta, la cual exprimió para saciar su sed. En agradecimiento, Perseo llamo a la ciudad Micenas (del griego mykes, seta).
Otras vertientes de la leyenda indican que el héroe griego fundó la ciudad allí donde una parte de su espada se desprendió, como signo favorable de los dioses. Dicha parte fue la contera (pieza de metal que servía de refuerzo en la vaina de la espada) y cuya denominación griega también era mykes. El doble significado de la palabra mykes explicaría las dos versiones de la leyenda.
Pero, como varios autores citan en la literatura, es una leyenda poco estudiada. A ello se suma que la referencia sobre la seta era de carácter oral. Por ello no se termina de confirmar si el genero Mycena pudo contribuir a la fundación de su ciudad homóloga.
A pesar de su estrecha relación con las deidades antiguas, los hongos y setas no han sido bien aceptados por el entorno religioso.
Generalmente estos organismos se asociaban con actividades demoníacas y criaturas de fantasía. Desde tiempos antiguos, se creía que los corros de brujas, creados por el particular crecimiento de los micelios de hongos, eran portales a mundos sobrenaturales.
Una leyenda de la Edad Media cuenta que, en ciertas noches, hadas, gnomos y otras criaturas de fantasía salían a danzar para divertirse. Los sapos, atraídos por esos bailes, se sentaban a admirarlos. Allí donde se sentaba un sapo salía una seta. Si el sapo era venenoso, la seta también lo sería.
Podría parecer una bonita historia infantil, pero hemos de tener en cuenta que en aquella época se creía que el demonio viajaba por la tierra bajo la forma de un sapo gigante.
En la Edad Media muchos problemas y enfermedades desconocidas entonces se asociaban con el mal. Una de las más comunes era el ergotismo, también llamado fuego de San Antonio.
Esta afección era muy frecuentemente sufrida por campesinos y gente pobre, ya que se producía al ingerir pan de centeno contaminado por un hongo llamado cornezuelo del centeno (Claviceps purpurea).
Este hongo contiene una sustancia de la que deriva el comúnmente llamado LSD. Los casos más ligeros de envenenamiento sufrían alucinaciones y convulsiones, que eran tratadas como posesiones demoniacas por la Inquisición. Aquellos casos más graves terminaban en grandes dolores, necrosis y finalmente gangrena.
La única cura conocida en aquel entonces consistía en peregrinar a Santiago de Compostela. Una de las paradas del Camino se realizaba en un monasterio de la orden de San Antonio, donde se hacían cargo de los enfermos. Muchos acababan curándose “milagrosamente” al llegar a su destino. Sin embargo, el milagro no era tal: la cura se producía al consumir buen pan y eliminar la toxina tras el viaje.
Actualmente, el mundo de los hongos sigue fascinando al ser humano como hace cientos de años. Y de igual forma, todas estas leyendas siguen entreteniendo y transmitiéndose en el acervo popular.
*Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation
Sergio Fuentes Antón, Profesor de Didáctica de las Ciencias Experimentales, Universidad de Salamanca