24 marzo, 2023
¿Como puede alguien participar en la muerte de millones de personas y no sentir culpa o arrepentimiento? La filósofa Hannah Arendt atestiguó este fenómeno durante el juicio de Adolf Eichmann, acusado de crímenes de lesa humanidad por sus actos durante la Segunda Guerra Mundial.
Por Juan Pablo Carrillo Hernández*
En febrero de 1963, la revista The New Yorker publicó un reportaje en dos partes signado a la filósofa Hannah Arendt, quien para entonces ya había dado a la prensa dos de la obras más importantes tanto de su trayectoria como de la disciplina en general: Los orígenes del totalitarismo, de 1951, y La condición humana, de 1958, ambas publicadas originalmente en inglés, pues Arendt, alemana y judía, además de notablemente activa políticamente, dejó su país desde 1933, cuando el Partido Nacionalsocialista Alemán comenzó a tener cada vez mayor presencia en el país y la persecución a disidentes y diferentes minorías ya se vislumbraba. Arendt se exilió forzadamente primero en Francia, en París, y hacia 1941 emigró a Estados Unidos, donde obtuvo la nacionalidad y trabajó y residió hasta su fallecimiento en 1975; de ahí que la mayoría de sus obras hayan aparecido primero en lengua inglesa.
El reportaje tuvo como motivo la captura y posterior juicio de Adolf Eichmann, un prominente miembro del nazismo que, entre otras acciones durante la Segunda Guerra Mundial, fue uno de los principales ejecutores de la llamada “solución final”, esto es, el genocidio de millones de personas de origen judío que fueron detenidas por el régimen nazi y cuya aprehensión se volvió insostenible por la causa misma de su número desmesurado, por lo cual se determinó matarlas masivamente. En distintos puntos de Europa, Eichmann estuvo a cargo de operaciones que condujeron tanto a la captura de dichas personas como a su asesinato.
Tras la derrota del régimen nazi en 1945, Eichmann logró escapar de Alemania y de Europa usando distintas identidades falsas, e incluso llegó a conseguir un pasaporte humanitario gracias a la ayuda de un par de religiosos católicos que simpatizaban con el nazismo, con lo cual evitó enfrentar las acusaciones de crímenes de guerra y de lesa humanidad que se le imputaron.
Gracias a dicho salvoconducto se asentó en Argentina, adonde llegó en 1950. Como resultado de una serie de coincidencias –entre las que estuvo involucrado un vecino ciego, judío alemán exiliado en Buenos Aires que descifró su verdadera identidad sólo con las historias que le contaba su hija sobre “el señor Klement” (apellido del pseudónimo que adoptó Eichmann, “Ricardo Klement”)–, Eichmann fue capturado por agentes del Mossad (el servicio secreto del gobierno de Israel) en mayo de 1960 y finalmente fue llevado a juicio, simbólicamente en Jerusalén, donde se llevó a cabo el que sin duda es uno de los procesos más célebres de la historia.
El juicio a Eichmann comenzó el 11 de abril de 1961 y, después de cincuenta y seis días durante los cuales se realizó una presentación no sólo de los actos puntuales que demostraban la participación de Eichmann en el exterminio del pueblo judío sino también del proceder del nazismo en general, el acusado fue sentenciado a morir en la horca, medida que se ejecutó el 31 de mayo de 1962.
Como decíamos al inicio de este artículo, Hannah Arendt asistió al juicio de Eichmann enviada por The New Yorker. De su presencia a lo largo del proceso resultó un texto a medio camino entre el reportaje, la crónica y el ensayo filosófico que se tituló Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil, y que en español se conoce como Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal.
Ya en el título se incluyó el que a la postre sería el concepto que hizo destacar el texto entero: la idea de la “banalidad del mal”. Como una de sus principales conclusiones al observar el comportamiento de Eichmann, sus respuestas frente a las acusaciones que se le hicieron, su reacción de cara a los actos infames que cometió y que se le mostraron durante el juicio, Arendt se dio cuenta de que toda esa “maldad” que, a ojos del mundo, era el rasgo principal de las decisiones tomadas por el nazi, para él era una realidad trivial, cosa de todos los días, pues simplemente estaba «haciendo su trabajo”. De hecho, ese fue uno de los puntos centrales de la defensa de Eichmann: que en última instancia, él únicamente seguía las reglas y los procedimientos del régimen al cual pertenecía.
Al margen, cabe anotar que los filósofos Theodor Adorno y Marx Horkheimer, en su Dialéctica de la Ilustración, señalan que el nazismo podría entenderse como la expresión extrema del “espíritu” de la modernidad precisamente porque mucho de lo que se hizo durante el régimen nazi es, de hecho, consistente con los mismos procedimientos que se llevan a cabo en otros ámbitos de la vida social moderna como la industria, el mundo del trabajo o el modo de producción capitalista.
La primera parte del reportaje de Arendt se publicó en páginas de The New Yorker el 8 de febrero de 1963 y la segunda el 23 de febrero. El ensayo se editó en forma de libro poco después y apareció en Estados Unidos bajo el sello de Viking Press ese mismo año.
De manera general, Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal se considera uno de los análisis fundamentales sobre esa compleja cualidad del ser humano: la capacidad de hacer daño a otros, a veces hasta niveles verdaderamente increíbles, como ocurrió durante el régimen nazi –y como sigue ocurriendo hasta nuestros días–, sin que ello genere algún tipo de arrepentimiento en las personas que perpetran dicho mal.