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21 julio, 2025

“Equilibrio fiscal o desequilibrio mental”: Cuándo el dogma reemplaza al Estado

En la semana que pasó, el Gobierno acabó por autoinfligirse una dura derrota legislativa. El Senado no sólo convirtió en ley un aumento para los jubilados, la emergencia en la discapacidad y la asistencia a Bahía Blanca. También aprobó más fondos para las provincias, que ahora deberá ser tratado por Diputados. La Casa Rosada podría haberlo evitado, pero no quiso. Impericia política o intrépida estrategia electoral.

Por Sergio Marcelo Mammarelli*

Tras la noche negra en el Senado, que sancionaron la friolera de seis proyectos opositores por unanimidad, el Presidente dijo en la Bolsa de Comercio: “adivinen qué… Voy a vetar todo”.

Milei ha hecho del equilibrio fiscal un tótem sagrado: cero déficits, aunque arda el país. Pero el déficit no es el problema. El problema es no saber para qué se gasta ni cómo se financia. Convertir un instrumento en un fin es, por definición, un acto de ignorancia política.

Mientras las potencias económicas sostienen déficits sistemáticos para financiar infraestructura, innovación o contención social, en Argentina se celebra un superávit construido sobre jubilados licuados, obras paralizadas y hospitales desabastecidos. ¿Es eso estabilidad o desidia?

Miremos el panorama internacional: OCDE (2023): déficit promedio –4,6 % del PBI. EE.UU.: déficit de - 8 % del PBI. Eurozona: promedio - 5 %. G7: deuda/PBI Japón 240 %, EE.UU. 130 %, Alemania 70 %. Argentina (2023): déficit primario –2,9 %; financiero –6,1 %; deuda pública 83 % del PBI (en su mayoría local e indexada).

De lo apuntado, surge la moraleja: el déficit, bien gestionado, es una herramienta de política económica. No es un crimen.

Pero si no hay plata, ¿por qué tampoco hay presupuesto? ¿Y por qué sí, hay deuda? ¿Y por qué se vetan leyes que implican sostener escuelas, rutas o jubilaciones mínimas? La respuesta no es técnica: es ideológica. El Presidente dice, “El que gasta más de lo que tiene, se funde”. Pero un país no es una heladería. Es una construcción colectiva que exige inversión, no solo equilibrio. Vetar leyes con alto consenso social no es buscar estabilidad: es disciplinar a la sociedad en nombre del Excel.

El truco del superávit criollo no fue por eficiencia, sino por licuación: caída del gasto real en jubilaciones, obra pública y universidades. Suspensión de transferencias discrecionales. Subejecución crónica en salud y educación. Un superávit contable pero no virtuoso.

Mientras tanto, los beneficios fiscales a los grandes jugadores siguen intactos. El ajuste no es pareja de baile para todos. Se recorta al hospital, pero no al fideicomiso bancario; se ajusta la universidad, pero no la renta minera; se suprime el comedor escolar, pero se garantiza el spread financiero. Aerolíneas privadas acceden a beneficios impositivos mientras las rutas provinciales se desmoronan. Las grandes exportadoras no ven afectada su rentabilidad, pero los comedores comunitarios cierran por falta de leche. El mercado, al parecer, no se toca: se idolatra.

Gobernar como una empresa suena tentador hasta que recordamos que un país no tiene «clientes» sino ciudadanos. Si Argentina fuera Amazon, Milei sería el CEO ideal. Despide masivamente, recorta gastos y listo. Pero no vendemos libros. Somos un país. Y un país que no invierte, se desintegra.

En este contexto, el Senado no complota: representa. Las 24 provincias. No hay Nación sin provincias. No hay gobernabilidad sin acuerdos. El federalismo no es traición. Como dijo un senador: “Votar por la gente no es populismo, es mandato constitucional”.

Pero lo que empieza como federalismo puede degenerar en feudalismo: una guerra fría entre Nación y provincias, con gobernadores caminando la cornisa entre obediencia fiscal y revuelta institucional. La caída brutal de transferencias, los vetos sistemáticos y el ninguneo político no solo tensionan el presente: incuban un conflicto mayor. Porque si el Presidente persiste en desconocer el pacto federal que nos constituye, lo que hoy es fricción puede volverse fractura. Gobernar sin gobernadores es como querer legislar sin Congreso: un salto al vacío institucional.

El verdadero déficit argentino no está en el balance, sino en la cabeza. Pensar que un país puede funcionar sin Estado es como creer que se puede operar sin bisturí: puede evitar el gasto, pero también mata al paciente.

El equilibrio fiscal no es un plan de gobierno: es un ítem contable. Si Milei hace de él su legado, dejará un país matemáticamente correcto… pero humanamente inviable. O como bien dijo Andrés Malamud hace pocos días. “No hay Estado mínimo sin consecuencias máximas.”

 

*ISEL/Abogado laboralista, especialista en negociación colectiva; ex Titular de la Catedra de Derecho del Trabajo y Seguridad Social de la UNP, autor de varios libros y Publicaciones; ex Ministro Coordinador de la Provincia del Chubut