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1 octubre, 2024

«El corazón del asunto», sale la profunda biografía de la poeta argentina Irene Gruss

Se distribuye en estos días El corazón del asunto, una exhaustiva biografía de la poeta argentina Irene Gruss (1950–2018), escrita por Daniela Pasik y publicada por la editorial Gog & Magog.

Se trata de un retrato alimentado con piezas extraídas de oscuros yacimientos que dilatan los límites de la belleza y el terror por vivir, y llegan hasta el lector en senderos insospechados de asociación, para la creación del universo de analogías personales. Del útero a la tumba, la existencia en su totalidad. A manera de adelanto, reproducimos pasajes del libro.

Por Omar Genovese/Perfil

Acaba de publicarse El corazón del asunto (Gog & Magog), de Daniel Pasik, un exhaustivo retrato biográfico de la poeta argentina Irene Gruss (1950-2018). La referencia pictórica no es casual. La simbología de su obra, así como los trazos de su existencia, no solo cargaron con una singularidad distintiva entre sus pares. Irene tenía un tono ético, su presencia imponía respeto, había ahí un oído en tránsito, un juicio crítico indolente en la puja por escribir, contra todo, contra sí misma.

El lector inadvertido, al iniciar la lectura de este libro, puede pensar: era una punk adelantada. Y no. Acaso, o también, era una mujer en épocas de todo tipo de violencias. La de la figura materna que anteponía su militancia política, la de la ilusión de un flower power entre contradicciones emocionales, la de rincones de poder agazapados en los más sutiles contactos con pares. Luego la soledad, el qué hacer ante el mundo con dos hijos pequeños, más que trabajar, escribir en posición incómoda, siempre.

Desentendida del feminismo avant la lettre, si algo cuestiona la figura de Gruss es la clasificación crítica indulgente. Pasik lleva al límite la oportunidad del biógrafo. ¿Alcanza el testimonio de sus contemporáneos? ¿Hasta qué punto la evidencia de la impronta poética es transmisible? Tallerista, correctora de oficio y estilo, la actividad literaria de Gruss la llevó a conocer los vericuetos del periodismo, las tramas subcutáneas de la celebridad literaria en ciernes, bajezas y efímeras glorias de la condición humana.

Y escribió. Y publicó. Tal vez así, con todo y pese a todo. Con su propio cuerpo en juego. Con el estigma del desgaste que es: trabajar, reitero, y escribir. Queda la sensación amarga, no de la lectura, sino del fantasma que plantea esta trayectoria. Se trata del lugar que ocupa la poesía en la cultura argentina. Su dimensión actual tras el acoso por el arribo insolente de especuladores del lenguaje. Malabaristas. Luego, subsiguiente, el drama de la circulación, de la lectura de los libros de poesía.

Si una mujer ocurre poeta, si una mujer escribe, lee, abraza una lengua y la encarna, entonces loca. Solución para las sirenas: hacerlas amenaza de la profundidad con oídos sordos. Pero Gruss rompió esas fronteras temerosas. Dejó una obra. En el acierto, este retrato lleva a buscar ciertos elementos indispensables en su poesía, acaso para sobrevivir al naufragio íntimo.

Hubo un caso, casi infidencia pública. Ante el poeta chileno Raúl Zurita declamando sobre el taburete del reconocimiento, durante el Festival Internacional de Poesía, año 2001, sin tapujos gritó: “Zurita, cortá con la demagogia”. Un grito a la oscuridad de la hipocresía consensuada. A Gruss toda fama le es pequeña. Ni muñeca ni brava. Poeta.

A la sombra del final*

Ante la posibilidad de la muerte, el mundo se divide, a grandes rasgos, en dos grupos antagónicos. Están los que viven pensando que ya les llega la hora y, en la vereda de enfrente, los que niegan a rajatabla el tema. Irene era un poco de ambos. No debe haber sido fácil encontrarse a sí misma derruida mientras todo aún resultaba novedoso, repleta de proyectos y curiosidad. El último tiempo tenía EPOC, lo sabía, ya no fumaba, pero a la vez no se hacía cargo de eso en público, no lo hablaba. Iba igual a todas partes, aunque tuviera que volver en taxi por dos cuadras. Combatió su decadencia física con humor, mordaz, como solo ella sabía hacerlo. En su libro póstumo hay un poema que es de pocos años antes de morir, cercano en el tiempo en el que empezó a sentir fatiga al andar, que se llama Vejez. Dice:

¿Has empequeñecido porque fuiste poco

o ensanchado tu abdomen como Buda

a fuerza de creer saber más?

¿Desalmada o, sencillamente,

renunciaste a la forma?

Irene era pura forma. La depresión, los intentos de matarse, estaban muy atrás en su cronología. Igual, siempre sobrevolaron su presente. El primero en hablar de eso es Jorge. Es un tema delicado que nadie podría querer tocar. Pero no es así en el caso de su hijo, que cuenta lo que recuerda casi sin que exista una pregunta. Es algo que le surge al pensar en su madre. La primera vez fue de joven, antes de casarse, dice. Igual, no está seguro del momento exacto. Después, cuando él y su hermana eran chicos. Hubo una carta que les dejó, donde ella contaba los intentos anteriores, explica. Así y todo, no cree que haya sido tan cierto, comenta, y de pronto desdice toda la información. No hay misterio. Es su modo de transitar ese claroscuro.

Lucina también es la que trae el tema a la charla. Dice que está segura de que su mamá se fue a la playa para morirse, o matarse, pero al final se “cagó en las patas”. Una versión más bestial, pero igual a la de Estela. Después acota que no sabe, realmente, si habrá sido así. Quiere que no haya sido así. Cambia de tema. El tema le vuelve.

—¿Qué imagen te viene si pensás en tu mamá?

—Era muy de buscar la provocación. No le importaba un carajo nada. Era todo como ella quería y si no, metía el dedo en la llaga. ¿Te molesta mucho? Mirá cómo te lo refriego en la cara.

—¿Hablás de su modo de escribir poesía o de su forma de relacionarse?

—Era así un poco en todo. Igual, esa cosa de bajarse de lo sacro y provocar con referencias no eruditas, por ejemplo, que hacía en sus poemas o con citas o epígrafes, en casa era medio distinto.

—¿Cómo?

—Había cosas que no ibas a poder ver en la tele, por ejemplo, porque era tilingo. Después, como que un día dio una vuelta de 180 grados. Creo que era porque ella estaba contenta. Yo no lo entendí al principio, pero al final sí, claro. Se quería divertir, mi vieja.

—Qué lindo.

—Esa cosa de la alegría… también… ella siempre… Su intento de suicidio es algo que estuvo muy presente, muy presente para mí, siempre. (…) De chica, por ejemplo, no lavaba la taza y la respuesta era: “¿Vos querés que yo me vaya a suicidar al mar?”. A mí me daba terror. No lo iba a hacer. Pero cuando decía eso, así, “el mar”, ya todos sabíamos lo que implicaba, sabíamos que no lo iba a hacer, pero para un pendejo que te digan eso es como… (…)

”Fue muy heavy eso durante una época. Todo, o cualquier problema, se resolvía así en casa. Era muy pesado. Cuando yo tenía 7 años se intentó suicidar en el mar. No, debería tener 10. No sé bien. Me cuesta mucho la cronología familiar, pero mis viejos ya estaban separados, eso seguro. Nos habíamos ido de visita a lo de mis abuelos por el día, nos llevó mi papá, y cuando volvimos a casa mi mamá no estaba. Había una carta con dos paquetes de caramelos Sugus. (…) A partir de ahí vivimos con mi papá. Un día, él me dijo: “No te asustes, la vas a ver a tu mamá, está golpeada”. Dijo algo que había pasado, no sé qué. No sé. Eso me acuerdo. (…)

Yo no podía entender por qué, después, ella siempre sacaba eso a colación. Ahora pienso que era que se estaba hablando a sí misma. Porque al final, pero desde mucho tiempo antes, ante una pelea, una diferencia, que siempre era con altos decibeles, ella decía: “Yo ya cambié, no soy la misma, no pienso matarme, quiero divertirme”. Y creo que eso también se lo decía a sí misma. Efectivamente había cambiado. De verdad disfrutaba. (…) Todo fue tan denso con ella cuando éramos chicos, que a mí siempre me quedó, incluso en medio de la felicidad, un sentimiento de… (…) Hay un poema de mi vieja en el que habla del tono. Eso que cuenta ahí surgía todo el tiempo. El tono en el que nos decimos las cosas. Ese poema es fundamental, creo. Esa es mi mamá. Eso pasaba siempre. Nos decíamos algo, se malinterpretaba como reproche, y se armaba el quilombo.

Hay muchas cosas que no me acuerdo. Una vez hablamos de esto cuando yo ya era grande. Le dije que tenía un registro muy pesado de la infancia. Mi mamá me contestó que no había sido su intención, que hizo lo que pudo. Estuvo bien poder hablar de eso. También me dijo que ella me recordaba a mí feliz, bailan- do y cantando Charly García, corriendo por la casa. Y sí, es muy probable que haya sido así. Sé que fuimos felices en mi infancia. Pero yo tengo todo bloqueado, lamentablemente. Me vendría bien recordar. Nos faltó un poco más de tiempo, de charla. (…) Igual, de a poco, voy recuperando las memorias. Por ejemplo, me acuerdo mucho de ella sonriendo. Antes no, solo me venía la imagen de la cara de furia de Irene Gruss. Pero ahora, de a poco, va volviendo la dicha.

Proyecciones Gruss*

Sobre el cuerpo en la escritura y contra la catarsis. “Creo que al momento de escribir intervienen mi cabeza, la mano y el diafragma. Cuando estoy inspirada o tengo ganas de escribir, siento un hormigueo en la mano; cierto calorcito que va desde la cabeza hasta la punta de los dedos. Esto no pasa cuando estoy frente a la computadora. El ‘contacto’ al escribir a mano es importante. Cuando termino el poema, siento que ‘encaja’ en el diafragma o en la boca del estómago, ‘ahí donde creo que está el alma’ (esto es cita de un viejo poema); esto sucede también cuando se me ocurre alguna serie, y no para hasta que la termino”, escribió Irene a propósito de su proceso creativo.

Es una explicación que dio mil veces, de modos diferentes, con el corazón del asunto siempre intacto. “Escribo porque sí, por necesidad, contra mi voluntad. Porque a veces llueve”, dijo en 2004 en una mesa durante el Primer Encuentro Nacional de Escritores, realizado en el Pasaje Dardo Rocha en la Ciudad de La Plata. Pero esa necesidad no era purgante. Su escritura siempre fue premeditada. “Para la catarsis yo uso una libretita negra. Ahí pongo ‘hoy vence el gas’, ‘tengo bronca porque el plomero no vino’, ‘sigue el calor’, ‘hoy quiero escribir pero no sé qué’, ‘murió Alfredo Alcón y me dio pena’. Cuento miserias mías, pero es para mí. Llevo un diario desde muy chica, pero no es un objeto estético. No es un estilo”, le explicó a Aguirre.

A Irene siempre le interesó hablar sobre la ficción. En la charla de café después de criticar a alguien, recomendando películas al paso y también en sus poemas. Escarba, con esa insistencia Gruss, en la diferencia, a veces enorme, otras difusa, siempre hermosa, entre el objeto estético que crea y el “yo” literal. Eso lo pone a pleno en Solo de contralto, pero está desparramado por toda su obra. Sin ir más lejos, es el motor de Una letra familiar.

Sobre Alejandra Pizarnik. La influencia de Pizarnik está presente en la poesía de Irene. Creo que hace contrapeso con Bignozzi. Con nihilismo político y sentimental, discutiéndole a los dos extremos, se planta Gruss. “Conozco mi retórica./ Es un aullido/ delicado”, escribe en Antiars poética, un poema de La calma. Le dijo a Aguirre, sacudiendo sacralidad: “Con ese poema me pasó que cuando lo escribí y lo publiqué pensé ‘este es un golazo’. Después me arrepentí, en el sentido de pensar ‘¿de qué te la das, qué sos, la Pizarnik?’. Seguramente es cierto lo que digo ahí pero no me lo creo, ahora me parece una actuación demasiado impostada”.

Es una discusión que arranca desde siempre. Y como todo en Gruss, si se discute, es porque importa. Está el poema largo que es el libro La pared, y la referencia tácita a ese muro que era una recurrencia en Pizarnik. Genovese cuenta, en una entrevista para Página/12, sobre cuando publicó por primera vez: “Estábamos con Irene Gruss, pero no conseguíamos los libros de Pizarnik. Irene me pasaba fotocopias de libros de Pizarnik. Lo que pasa es que Alejandra fue importante, pero después la tenés que dejar porque es una voz que te contagia y que te deja en un sitio de escritura”.

Hay un poema de 1972, que está inédito y al final es parte de su Poesía completa, que se llama A Alejandra Pizarnik, a su silencio. Ahí, una Irene de 22 años dice: “Yo no conozco las lilas./ Conozco un espejo parecido al tuyo” y se pregunta “qué color va a matar/ tu enorme silencio”. Pienso en La dicha y una probable respuesta, desde los 54 ya cumplidos, con tanta vida en medio: los colores primarios, “dichosos/ el rojo, el azul y el amarillo”, que les dedicó a sus hijos.

Sobre Juana Bignozzi, desmarcarse de la ironía y buscar la ternura. “Yo la había leído, y la conocí una sola vez en una de esas fiestas de los 60. Ella estaba absolutamente borracha y yo la miraba como si fuera la Estatua de la Libertad. Ni me acerqué, era un modelo para mí. Mujer de cierto orden, me dio vuelta. Fijate que la virilidad de Gelman no te deja entrar. Szpunberg, sí; a mí me gustaba más que Gelman. O Paco Urondo. Y en Juana hay una fuerza, tiene un punto de vista de mujer fundamental. Eso, por supuesto, me marcó, y ese reírse de sí misma. Ella también usa eso de ‘mirá cómo sufro pero no me la creo, no te voy a mostrar la lágrima”, le dijo a Aguirre para responder sobre esa influencia, con la que también, por supuesto, discute, pero desde otro lugar. Más adulto.

“La ironía viene como autodefensa. Y también viene por Juana Bignozzi. Esa mina me marcó hasta el caracú”, siguió. Era más consciente del abandono de ese gesto y fue una búsqueda. Dijo: “El tono de la ironía te aleja de la gente y te encierra en una retórica. Yo quiero ser más tierna, estoy tratando de escribir de otra manera, más en comunión con el otro, con las cosas, pero ya tengo esa marca, y todo el mundo me habla de la ironía como si fuera el absoluto en mi escritura”.

La ironía, para Irene, era un exabrupto, no un procedimiento. Algo que no podía evitar al principio y que buscó dejar atrás después. “Es linda la ironía, a mí me gustan los autores irónicos”, dijo también y nombró a Oscar Wilde, Jonathan Swift, Virginia Woolf y Susana Thénon como paradigmas. Una vez que salió de aquel tono se quedó con lo de reírse de sí misma sin la muleta irónica pero con nada de autocompasión.

Mirta Rosenberg, en la reseña que hizo sobre Humo, dice: “Enemiga de la dilatación, de la dilación, la sintaxis poética se va haciendo cada vez más compleja, dada a la repetición enfática y exitosa, a citas de poemas anteriores, de ideas anteriores que ahora se desdicen pero nunca del todo, porque Gruss sabe qué hacer con la ironía tanto como con la emoción”. Yo me atrevería a sumar que lo que sucede es una posironía.

*Extraído de El corazón del asunto

(Gog & Magog,2024).

Dos poemas de Gruss

“Era la tarde y la hora”

Esteban Echeverría

A la hora de palabras patéticas

me tiento de risa; es nervioso, es nervioso

dice la madre

y yo le creo.

La desesperación, el

desespero,

él es un desesperado: –Ay, es cierto

y me tiento:

son palabras patéticas.

“La falta de mística”, es fatal que

“todo sea cultura”, las aceitunas

vos y yo: es patético,

el sonido,

¡quién tuviera un oboe!

Arder, “Vas a arder”:

es cierto.

Era la hora en que mi vida sexual pagó

¿por qué no?

consecuencias

lúgubres. Las palabras

huelgan:

¿Qué voy a hacer ahora?

Y a la hora de hechos patéticos,

a la hora de una falta de hechos

no puedo reír

no me acurruco, no me cubro

ni siquiera muero:

escucho el viento

y aplasto terribles,

tiernas mariposas que

(hablo de palabras vagas, cuasipatéticas)

seducen el aire

a respirar:

es cierto, preciso el aire.

Vuelan

coloridas

y duran –ay de mí, ¿es que la rima es débil, así

de mortecina?–

una noche de gusanos, las palabras vagas,

y solamente un día.

(De La calma, Buenos Aires,

Libros de Tierra Firme, 1991).

Autorretrato

Ah, si pudiera recostarme,

ser así, la mosquita muerta que inclina su cuello, lánguida;

si borrara el rictus de una Callas desahuciada, Magnani en

/batón,

así me veo,

dulces musas de la debilidad, dónde estáis, denme la brisa,

/dénmela,

no la ventolina a orillas del mar, siempre a orillas del mar, ay me,

mandolina y no viola da gamba,

quién me miraría si él observa el culo

de la que pasa, ay me, cuántas uñas delicadas habrán rasguñado

/el hombro, la nuez,

su espalda, oh, su espalda, y engalanar lo que no tengo,

un aspecto sutil, ese gesto de no haber sufrido hambre, menos

/ansia

de saber, una sor Juana cortejada por virreyes y virreinas, la

/suavidad

del papiro, y el vientre sin estrías, ay me,

si hubiese usado aquel pote, si no supiera que el tiempo no es el

/Teatro No,

máscara que cubre el savoir faire y otras minucias, oh, gatitas, si

/pudiera lagrimear,

las he visto contonearse sinuosas hacia mi objeto incólume,

han conseguido lo que apenas logré encaramar, robar, gozar

como Dios manda, ah, Dios, si estuvieras aquí, mándame un

/rayo, algún fulgor,

esa luz que oculta la vejez, la insensatez,

y vuélveme buena, modosa, bella y paciente,

Ingrid en Casablanca, un lirio en flor, el sonido

de la música.

(De Entre la pena y la nada,

Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2015).