4 agosto, 2020
Por Julián Domínguez
Argentina se enfrenta a la oportunidad histórica de entrar en las grandes ligas mundiales de la biotecnología agrícola. En el siglo XXI, denominado el siglo del conocimiento, tenemos la posibilidad de ser artífices de nuestro destino y contribuir a la seguridad alimentaria global. En este sentido, el presidente Alberto Fernández ha dicho que la pandemia nos exige revisar las estructuras sobre las cuales se alimenta y se sostiene el sistema capitalista.
La biotecnología se erige como una de las claves para el desarrollo que el mundo demanda. La FAO la ha definido como el conjunto de técnicas que permiten al hombre aprovechar la capacidad de ciertos seres vivos para la producción de bienes y servicios que satisfagan las necesidades de la población.
Es importante acuñar correctamente el término ya que, en la percepción pública, ha habido preocupaciones en torno a él. Esto se debe no solo al desconocimiento, sino a la acción oportunista y especulativa de grupos de interés que entran en puja con el desarrollo científico nacional. En la vereda opuesta, San Juan Pablo II calificó a la biotecnología como “un precioso instrumento en la solución de los graves problemas contra el hambre, produciendo variedades de plantas más avanzadas y resistentes, además de crear medicamentos más efectivos”.
La primera experiencia argentina fue en 1991 cuando el actual canciller Felipe Solá, por ese entonces al frente de la Secretaría de Agricultura, dio un paso trascendental al desregular la primera soja y el maíz transgénico en la Argentina. Dos estratégicas decisiones que dotaron a nuestros productores de la misma competitividad que los farmers americanos.
En el año 2009 la presidenta Cristina Fernández de Kirchner me convocó para hacerme cargo del reciente Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca. Convoqué al Dr. Lorenzo Basso, decano de la Facultad de Agronomía de la UBA, convencido de dos cosas: por un lado, que ese momento de la Patria requería una persona con altísima formación académica y ascendencia intelectual sobre los actores sectoriales. Por otro, que nuestra misión institucional era poner en la misma dirección todas las energías del sector que estaban dispersas y absurdamente enfrentadas al gobierno.
Fueron dos las ideas en las que pusimos a trabajar al nuevo Ministerio. En primer lugar la actualización del marco regulatorio del año 1991, que había tenido amplio reconocimiento mundial y permitió la aprobación de numerosos eventos que favorecieron la exportación de granos. Esta conjunción de dirección política y académica-científica posibilitó impulsar un programa de innovación abierta de excelencia como fue el clúster de semillas, que permitió atraer nuevas inversiones en biotecnología.
La segunda idea fue el lanzamiento del Plan Estratégico Agroalimentario “Argentina 2020”, (llevado adelante por el exministro de Agricultura, Norberto Yauhar ) que estuvo integrado por el Consejo Federal de Ministros de 23 provincias; el Consejo Federal de Ciencia y Tecnología; 53 facultades de Agronomía públicas y privadas; diversos organismos como el INTA, el Senasa, la Cepal, la FAO, el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). También participaron el Consejo Federal del Sistema Productivo integrado, por 140 cámaras, y la Mesa de Enlace de ese entonces.
Tras muchas reflexiones y aportes de los actores nacionales de los agronegocios definimos poner el foco de atención en la relación comercial con Brasil. Le propuse al Ministro de Agricultura brasileño fijar una plataforma común frente a los Bric’s, negociar juntos con China, Unión Europea e India, y tener un desembarco común en África.
Con China firmamos en el año 2009 el Memorándum de Entendimiento con nuestra contraparte, la Administración de Granos, sobre la base del respeto a la propiedad intelectual, con quien establecimos grupo de trabajo en biotecnología y semilla.
A diez años de implementadas estas políticas, siguen latentes los objetivos que nos marcamos:
1. Crear alianzas estratégicas para la transferencia de conocimiento, como colaboraciones público-privadas o la creación de una agenda científico- tecnológica asociada a las necesidades que exijan los consumidores.
2. Las alianzas no deben ser pensadas únicamente dentro del territorio nacional, sino también vinculadas con otros actores de la región que permitan construir un portfolio diversificado de alianzas.
3. Detectar y crear nuevos nichos de mercado que protejan dos grandes pilares: la salud humana y el medio ambiente.
4. Estimular la capacidad emprendedora a nivel federal, ya que la mayoría de los proyectos de investigación en Biotecnología se encuentran localizados en Buenos Aires (600), Córdoba (259) y Santa Fe (192). Según estadísticas del Ministerio de Ciencia y Tecnología de 2015, Argentina se ubica entre los 20 primeros países del mundo en número de empresas biotecnológicas.
5. Por último, pero no menos importante, la lucha contra la desinformación.
Hoy nos encontramos frente a la oportunidad histórica de dejar de solo adoptar tecnologías desarrolladas en países centrales, para ser nosotros quienes las desarrollemos y exportemos al mundo entero. Nadie va a alcanzar soluciones para Argentina sino somos nosotros mismos. Por eso entiendo que tres desafíos nos deberán guiar en adelante: la cooperación científica público-privada; garantizar seguridad e inocuidad alimentaria y ambiental; y promover en terceros países los beneficios de la tecnología argentina.
Una nación que apueste hacia el fortalecimiento de la bioeconomía debe pensarse convocando a la unidad. Sabemos que una Argentina que produzca con valor agregado es posible. Los argentinos ya padecimos la sangría productiva e institucional que significó la fuga de cerebros. Por eso, está en nosotros la decisión de defender y capitalizar la soberanía del conocimiento nacional.
*ex Ministro de Agricultura de la Nación (2009-2011)