11 julio, 2023
La sociedad francesa está indignada y lo demuestra en manifestaciones multitudinarias y disturbios no sólo en la capital, sino también en otras grandes ciudades. La detención del acusado de homicidio no es suficiente. Artistas, intelectuales y ciudadanía reclaman justicia para una parte de la población francesa que denuncia desde hace décadas el acoso policial a través de los controles, la discriminación y el racismo.
Por Ana María Iglesias Botrán, Universidad de Valladolid*
En estos días, el Alto Comisariado de las Naciones Unidas ha instado a Francia a abordar el racismo en el seno de la policía y de las fuerzas del orden. Hace unas semanas, el Consejo de los Derechos Humanos de la ONU también acusó a Francia de discriminaciones raciales y violencia policial.
El cine francés no ha parado de relatar esta historia. Sin ir más lejos,Atenea (2022) cuenta cómo, a partir del asesinato de un adolescente, el conflicto se lleva hasta casi una guerra civil.
Podría parecer una película premonitoria, pero no. Hay precedentes, el más grave nada menos que de 2005.
La noche del 27 de octubre de ese año, en Clichy-sous-bois, al este de París, tres jóvenes se escondieron en un transformador eléctrico para no tener que responder a la interpelación de la policía. Dos de ellos murieron electrocutados, y el tercero sobrevivió a graves quemaduras tras permanecer en el hospital en estado muy grave.
La reacción fue una enorme y violenta revuelta popular que duró tres semanas. Los motines se extendieron por toda Francia y afectaron a barrios periféricos de 200 localidades. No ayudaron a calmar los ánimos las palabras del entonces ministro del Interior, Nicolás Sarkozy, que se refirió a los jóvenes de los suburbios como racaille, escoria, durante una visita al barrio Val d’argent, en Argenteuil. Ante la imposibilidad de controlar la situación, el primer ministro Dominique de Villepin declaró el estado de alarma. Se destruyeron nueve mil vehículos y se atacaron edificios institucionales, sin contar los heridos y detenidos. En total, los daños se valoraron en más de ciento cincuenta millones de euros.
Lo que está pasando ahora se asemeja y no es un hecho aislado ni nuevo en Francia. Estos incidentes llegan a los medios de comunicación europeos sólo en ocasiones, pero la realidad es que suceden continuamente. Así lo testimonia el cine de las últimas décadas, denunciando una fractura social cotidiana, la difícil relación con la policía, la frustración de no poder salir del círculo del barrio, y una escuela que pretende ser la redentora de un problema que no parece que tenga solución temprana.
La película Retour à Reims (2021), creada a partir de fragmentos documentales del repositorio del Instituto Nacional de Audiovisuales francés (INA), relata con precisión el fenómeno de la llegada masiva de la inmigración gracias a las leyes que lo favorecieron tras la Segunda Guerra Mundial. El paisaje social de las ciudades se fue transformando, originando una convivencia no siempre fácil.
Durante los años 40 y 50, los barcos procedentes de Argelia y Marruecos llegaban a las costas francesas con miles de personas cada día. Eran recibidos y acogidos por las instituciones y las empresas con unas medidas que ya en su origen fueron discriminatorias en salarios y derechos.
También en la película Las chicas de la sexta planta (2010) se relata la vida cotidiana de un grupo de españolas emigradas para ser trabajadoras del hogar. Entre la ternura de la nostalgia y el humor, se cuentan también el acoso, el abuso y las penurias a las que tuvieron que hacer frente muchas mujeres extranjeras.
¿Y qué tiene que ver todo esto con el reciente asesinato del joven y los disturbios? Pues todo, porque los años pasaron y los hijos y nietos de estas primeras generaciones de emigrantes nacieron en Francia, se educaron bajo el lema de “libertad, igualdad y fraternidad”, pero pronto descubrieron que a ellos no se les aplicaba.
Por eso, en los años 80 comenzaron las primeras manifestaciones contra el racismo y la discriminación por ser de origen extranjero, cuando esa condición en Francia legalmente no se hereda, pero socialmente sí.
Los barrios de las grandes ciudades se configuraron para recibir a toda la población trabajadora, extranjera o no, construyendo los mastodónticos HLM (de habitation à loyer modéré, algo así como alojamiento de precio moderado) en las ZUP (de zone d’urbanisation en priorité). Se erigieron en muy poco tiempo, con materiales de mala calidad, para alojar a las miles de personas que recibían ciudades como París, Toulouse o Marsella. Hoy en día, muchos son espacios urbanos de marginación y precariedad, llamados quartier sensible para referirse a los problemas continuos que allí habitan.
En la película El odio (1995) se muestra la vida de unos jóvenes que viven en un suburbio, sin ir a clase, sin trabajo, huyendo de los controles de la policía, intentando sin éxito esquivar la droga y la delincuencia. No acaba bien. Sin desvelarlo, uno puede hacerse una idea con solo ver estos días los informativos.
Tres décadas después, Les Misérables (2019), que obtuvo numerosos premios, se convirtió en un reflejo actualizado del mismo tema: el abandono de los barrios, la banlieue convertida en espacio de segregación, la complicada relación de la multiculturalidad y el trabajo de la policía, que se muestra como interferencia continua y molesta de la vida cotidiana de los suburbios franceses, con controles más intensos desde los atentados terroristas de París, especialmente en las personas de apariencia magrebí, musulmanes y negros de origen africano.
La realidad es tozuda, pero el cine crea espacios, reales o ficticios, crudos o idílicos, en los que se busca otra mirada constructiva para la convivencia y la ruptura de clichés. Pero sobre todo, con un espíritu muy profundamente francés se presenta a la escuela como una solución al problema. De hecho, son numerosas las películas que tratan el tema de la educación y la escuela.
Es el caso de la también premiada La clase (2008), cuyo título en francés Entre les murs (entre las paredes) hace referencia directa al aparente oasis que suponen las aulas, que aun así no dejan de reproducir lo que hay en el exterior. Un mosaico diverso que expone la delicada complejidad de una sociedad, poniendo en tela de juicio la generalización, los estereotipos y los prejuicios.
El ámbito universitario se refleja en Le brio o Una razón brillante (2017). En esta película, un profesor de literatura muestra a través del filósofo Schopenhauer –y su El arte de tener razón– cómo la palabra puede crear un nuevo universo cordial de convivencia. La alumna salva al profesor de ser expulsado de la universidad, y ella consigue sus propósitos académicos. Sin embargo, el entendimiento surge en el proceso de descubrimiento de sus aparentes diferencias irreconciliables.
La literatura francesa se utiliza como elemento salvador: los personajes, las historias y los autores son referencias protagonistas. En la película El buen maestro (2017) el libro clave es Los Miserables, de Víctor Hugo, que se analiza desde cada uno de los personajes como si fuera uno más de los símbolos de la marginación y problemática actual. Por otro lado, el docente blanco de ojos azules de clase burguesa, cargado de prejuicios, se descubre a sí mismo a través del otro que menospreciaba.
El conocimiento y la escuela son instrumentos que salen al rescate una y otra vez en el cine francés. Con ayuda, con obstáculos, y siempre –y necesariamente– al adentrarse en la empatía, consiguen crear nuevas relaciones afectivas que, en el espacio fílmico, serán las que resuelvan el conflicto. En la vida real, aún queda mucho por solucionar.
Ana María Iglesias Botrán, Profesora del Departamento de Filología Francesa en la Facultad de Filosofía y Letras. Doctora especialista en estudios culturales franceses y Análisis del Discurso, Universidad de Valladolid
*Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation