10 marzo, 2022
Comer bien es clave para reforzar el sistema inmune y, de esa manera, hacer que algunos de esos efectos negativos se alivien o desaparezcan
Entre las muchas consecuencias generadas por la pandemia de COVID-19, una de las más importantes (además, por supuesto, de las víctimas fatales) es el alto número de personas que contrajeron el virus y siguen sufriendo síntomas durante meses después de la fase aguda de la enfermedad: la llamada ‘COVID persistente’.
Las estimaciones indican que este problema afecta al menos a un 10% de las personas que han sufrido COVID, con síntomas muy variados: 36 de media por persona, y en total más de 200. Algunos de los síntomas más comunes son los mareos, dolor de cabeza, cansancio, taquicardias, pérdida de memoria y dificultades respiratorias y para concentrarse. En ciertos casos, tales efectos pueden ser incapacitantes. La mayoría de las personas que sufren estos problemas de larga duración son mujeres.
Ya en mayo del año pasado, una ‘Guía clínica para la atención al paciente – COVID persistente’, editada por la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG) en coordinación con otras casi cincuenta sociedades científicas del país, sentó unas pautas generales para la identificación y tratamiento de este problema.
Por el momento, no existe un tratamiento específico para la COVID persistente. Hay estudios y ensayos clínicos en marcha, que se enfrentan a dificultades como lo reciente de la enfermedad, la gran variedad de síntomas y de órganos afectados y el desconocimiento sobre los mecanismos precisos que originan esos síntomas.
Sin embargo, los avances que se han hecho en la investigación en los últimos meses han permitido destacar la importancia del sistema inmune en la respuesta del organismo tras la fase aguda de la enfermedad y su relación con la COVID persistente. Y en concreto, el papel que la alimentación y la dieta desempeñan en esa respuesta.
En las personas con COVID persistente se han detectado deficiencias de micronutrientes como vitaminas, minerales, ácidos grasos y aminoácidos. Y también un exceso de estrés oxidativo, un proceso que tiene lugar cuando hay demasiados radicales libres y pocos antioxidantes para contrarrestarlos.
Un estudio de científicos franceses publicado en noviembre determinó que los pacientes que han permanecido en la unidad de cuidados intensivos -así como las personas con obesidad- tienen un mayor riesgo de sufrir desnutrición o pérdida de fuerza muscular en los seis meses posteriores a la fase aguda de COVID.
Trabajos anteriores habían destacado también los efectos de largo plazo de una mala nutrición ya no en la COVID persistente, sino en la primera fase de la enfermedad. El caso es que quienes la han padecido pueden tomar medidas en relación con su dieta para intentar prevenir, o al menos aliviar, los síntomas persistentes de la acción del virus.
En concreto, la citada guía de la SEMG recomienda, como parte del plan frente al COVID persistente, un «tratamiento dirigido a sustituir déficits nutricionales», y los nutrientes cuya relevancia señala son tres: la vitamina D, la vitamina B12 y los ácidos grasos omega-3.
El documento explica que la necesidad de suplementar la vitamina D «es discutida» por algunos organismos de salud que niegan que exista evidencia suficiente para afirmarlo. Sin embargo, «más de 70 estudios muestran que los niveles más altos de vitamina D están asociados con tasas más bajas de infección y menor riesgo de hospitalización».
La principal fuente de vitamina D es la luz del sol, aunque también existen varios alimentos capaces de proporcionarla. Entre ellos se destacan los lácteos, la yema de huevo, hígado, pescados como sardinas y salmón, y también las setas, aunque estas últimas en muy bajas cantidades.
La vitamina B12 también adquiere gran importancia, sobre todo a partir del hecho de que los síntomas tendrían más tendencia a hacerse crónicos en personas que, antes de contraer el virus, tenían bajas sus reservas de este nutriente.
Algunos de los alimentos que aportan esta sustancia en mayor cantidad coinciden con los citados para la ingesta de vitamina D: leche, queso, yogur, huevo, hígado, salmón, almejas, sardinas y arenque. Por cierto, las demás vitaminas del complejo B también son aconsejables en estas circunstancias, en particular las B1, B2, B3, B5 y B6.
Y por otro lado está la necesidad de reforzar el consumo de ácidos grasos omega-3, que son «mediadores de inflamación», es decir, que pueden contribuir a que esta última disminuya o no se produzca. Este nutriente se encuentra en elevados niveles en el salmón, sardinas y anchoas, y también en aguacates, nueces, avena, rábanos, quinoa, soja y espinacas.
El caso es que, además de compensar déficits de esos nutrientes, está la necesidad de reducir el estrés oxidativo. Y en ese sentido son claves los antioxidantes, muy presentes en productos de origen vegetal.
Para citar algunos: tomates, pimientos rojos, alcachofas, brócoli, zanahorias, avena, legumbres, limón, mandarinas, plátanos, fresas y nueces. Y también en otros productos de consumo muy común en nuestra cultura, como el aceite de oliva y el café.
Un estudio publicado en septiembre en Alemania apunta precisamente en esa dirección: enfatiza el valor de un «ajuste en el estilo de vida» para aprovechar los beneficios de una dieta basada en vegetales, que posee un «importante potencial para mejorar los problemas físicos y mentales» causados por la COVID persistente.
En definitiva, como puntualiza la nutricionista María del Mar Silva Rivera, las recomendaciones para las personas con COVID persistente se pueden resumir de la siguiente forma: una dieta rica en vegetales, con lácteos sin lactosa y cereales integrales, con bajos contenidos de gluten, durante al menos tres meses.
Tal dieta se puede considerar pro-inmunitaria. «De esta manera», explica la especialista, «la alimentación facilita que el sistema inmune tenga todos los elementos necesarios para poder ejercer su función correctamente».
Por cierto, este tipo de dieta desaconseja el consumo de alimentos ultraprocesados, dulces, bollería (sobre todo la industrial, pero también la casera) y las grasas saturadas, como las presentes en la mantequilla, embutidos y fiambres grasos.
Lo que sí propone priorizar es el consumo de grasas insaturadas como el ácido oleico, en especial el aceite de oliva extra virgen. Y sugiere reducir en lo posible el consumo de alcohol y, desde luego, evitar el tabaco.
«En realidad», concluye Silva Rivera «es muy similar a una dieta mediterránea bien hecha, con control en la ingesta de lácteos y priorizando pescados frente a carnes, con porciones pequeñas de cereales integrales y aceite de oliva».
*EDE/by Cristian Vázquez