1 junio, 2023
Análisis: La ambigua relación de los políticos con el dinero
Por Francisco Nieto Guerrero*
La relación de los políticos con el dinero es ambigua. Sin embargo, el problema no es esta relación sino su lado oscuro: los recursos obtenidos de manera ilegal a través de múltiples vías. El artículo analiza las lógicas que guían esta dinámica –desde la lógica del político que recibe dinero hasta la del donante– y sus efectos sobre la democracia: la pérdida general de confianza y la sensación de que no es la sociedad, sino una minoría privilegiada, la que decide los asuntos públicos. Finalmente, propone una serie de estrategias para enfrentar el problema, desde el fortalecimiento del Poder Judicial hasta el control de los paraísos fiscales.
A pesar del aparente desapego de los políticos por el dinero, en la vida real no se puede hacer política sin dinero… ajeno. En efecto, sin recursos financieros no existirían los partidos o las agrupaciones políticas y los políticos no tendrían posibilidades de convertirse en opciones de poder a través de las vías electorales. Para atender estas necesidades económicas, la democracia ha venido afinando en las últimas décadas una serie de mecanismos legales de captación, utilización de recursos y rendición de cuentas.
Sin embargo, en América Latina el grueso de los recursos que se destinan a la intermediación política se canaliza a través de un sinnúmero de instituciones informales que se utilizan con frecuencia para violar la legalidad. Esto genera efectos devastadores para la democracia, al vaciar de sentido dos de sus principios fundamentales: el de la igualdad de oportunidades para todos los candidatos y el de la pluralidad de ideas y alternativas para los electores. El efecto sobre los políticos también es grave cuando estos traicionan la confianza de sus votantes, convirtiéndose en «vividores de la política», como paradójicamente los calificó José María Aznar.
Pero ¿qué es lo que está en el fondo de todo esto? El eterno problema de cómo controlar al poder, que con frecuencia considera que la misión superior de gobernar, la pervivencia de la democracia y la llamada «razón de Estado» están por encima de todo, incluso de la moral y de los controles.
Como si esto fuera poco, una característica particular de América Latina hace aún más confusa la relación entre los políticos y el dinero: se trata de la marcada tendencia de algunos líderes a apropiarse del poder político, deformación que les hace creer y actuar como propietarios del Estado y de sus bienes, en lugar de conducirse como delegatarios enmarcados en la temporalidad del poder, que los obliga a cumplir con un mandato específico. Es allí donde nacen esas «indelicadezas financieras» que hacen que el relacionamiento entre los políticos y el dinero genere discordia popular, alimentando de razones la desafección ciudadana por la democracia y sus operadores.
A favor de esa ilegalidad actúan, además, la preocupante laxitud moral de algunos políticos, jueces y muchos ciudadanos ávidos de dineros fáciles, los costos cada vez más altos de las campañas electorales y el importante rol que desempeña el Estado en la actividad económica de muchos países. Todo esto ha agudizado la dependencia de los políticos con respecto al dinero de los donantes, y de los donantes respecto del dinero que manejan los políticos.
Este artículo, que busca colocar en perspectiva el costado ilegal de la relación entre los políticos y el dinero en América Latina, sostiene que la actual prevaricación continuará mientras no se produzcan cambios radicales, sobre todo en la complacencia de los paraísos bancarios y fiscales y en la actitud permisiva de las autoridades financieras de los países desarrollados hacia los dineros políticamente contaminados, dineros que encuentran cobijo y fácilmente se insertan en los torrentes financieros de esos países y se diluyen, hallando, de esta manera, un refugio seguro que garantiza a los infractores el disfrute de esos beneficios.
El punto de encuentro entre los políticos y el dinero no es ilegal per se. Hay numerosos casos de políticos intachables e incluso hay algunos que se autofinancian. Sin embargo, son demasiados los escándalos originados en esta relación, escándalos incentivados por una serie de facilidades (en su sentido más amplio) que, mal interpretadas y peor aplicadas, los llevan a transgredir la línea de la legalidad normativa –que no la ética–, la mayoría de las veces sin remordimientos ni sanciones reales que los disuadan. Pero, reconociendo lo nefasto de esas irregularidades, sería un error, con negativas consecuencias para la democracia, criminalizar ab initio las relaciones entre los políticos y el dinero. Hacerlo implica arrastrarlas a la ilegalidad, estigmatizarlas y prohibirlas, condicionándolas y pervirtiéndolas sin remedio.
No es el objeto de este artículo formular comparaciones entre países, porque solo conducen a generalizaciones, ni ofrecer métodos para cuantificar montos o porcentajes de dineros legales e ilegales. Es un cálculo imposible y, por lo aventurado, irresponsable. Pero hay que reconocer que, con peligros como los dineros oportunistas y fáciles de la droga, su volumen puede ser muy significativo.
El dinero relacionado con los operadores políticos tiene dos orígenes fundamentales: el proveniente del Estado y el que proviene de las donaciones políticas –para el funcionamiento de partidos, para campañas electorales y para think tanks–.
En el caso de las donaciones políticas legales, tanto públicas como privadas, que comprenden el financiamiento de los partidos políticos y el de las campañas electorales, hay una abultada legislación y doctrina5 que las regula. Como en principio están exentas de ambigüedad, solo serán tratadas de manera referencial en este texto6. En adelante nos ocuparemos fundamentalmente del dinero ilegal de los políticos o dinero políticamente contaminado, al que podríamos definir como todo beneficio7 indebido obtenido por los políticos a través de su intermediación o gestión pública8. Es evidente que en el origen del problema que nos ocupa se encuentra el constante encuentro entre los políticos y el dinero. Hay momentos particularmente críticos para la legalidad. En primer lugar las campañas electorales, durante las cuales la urgencia por recursos de toda índole desafortunadamente deja relegada a una posición subalterna cualquier otra consideración. Las segundas vueltas o balotajes abren mayores oportunidades para la ilegalidad ya que, para ese momento, los candidatos y su maquinaria generalmente han agotado sus finanzas; ante la perspectiva de un acceso pronto al poder no hay dinero o apoyo que rechacen.
Posteriormente, bien sea en funciones de gobierno, de oposición o desde un cargo partidario permanente, los políticos se encuentran inmersos en la complicada dinámica de asignación de recursos y aprobación de políticas públicas, caracterizada por enmarañadas negociaciones que requieren del manejo de una serie de incentivos, en las que el dinero y los beneficios funcionan como ejes articuladores. Durante este periodo, algunos políticos buscan también hacer algunos «ahorros especiales» que les sirvan de «piso» para su futuro.
Finalmente, cuando están cerca de concluir sus mandatos, los políticos se vuelven a involucrar intensamente en la afanosa tarea de conseguir donaciones: para disputar una elección o reelección, para buscar otro cargo o para la elección del candidato de su partido; en fin, para continuar en la dinámica política. Durante este tiempo, como se ha visto, el dinero juega un rol medular.
Esta permanente dinámica puede dejar o no algunas secuelas financieras. Algunos dirigentes regresan a la vida normal en las mismas condiciones económicas que tenían antes de lanzarse a la política, o incluso peores. Pero no son pocos los que muestran ostentosos estilos de vida que guardan poca relación con sus salarios oficiales, como aparenta ser el caso de la última declaración jurada de patrimonio presentada por la pareja presidencial argentina ante la Oficina Anticorrupción9, que muestra un crecimiento de su fortuna de 158% en 2008, pasando de US$ 4,6 millones a US$ 12,1 millones. Si esta cifra se compara con el monto declarado en 2003, cuando llegó al poder Néstor Kirchner, el incremento ha sido de 572%10.
El objetivo de esta sección es mostrar que cada uno de los actores políticos tiene una visión diferente de su rol y que, en consecuencia, sus acciones obedecen a lógicas diferentes, cada una de las cuales trataremos de analizar a continuación. Como hemos advertido desde el inicio, nos referiremos exclusivamente a los comportamientos que puedan dar lugar a hechos ilícitos. Sin embargo, haremos una breve referencia a la lógica del financiamiento oficial y al financiamiento de los ciudadanos, ya que nos permiten deducir, por oposición, los métodos ilegales.
La lógica del financiamiento oficial. En las últimas décadas, la mayoría de los países de América Latina ha reglamentado el financiamiento público de los partidos políticos y las campañas electorales11, con el objetivo de controlar mejor el dinero privado que ingresa en la política, reducir su importancia y, sobre todo, preservar el principio de igualdad de oportunidades entre todos los candidatos y tendencias.
Este proceso, profundizado a partir de los años 90, ha producido significativos avances, aunque muy desiguales, en América Latina. Han conspirado en su contra los marcados rezagos en la aplicación de estrategias de control, posiblemente como resultado de las deficiencias institucionales que dificultan la aplicación de sanciones, particularmente a los partidos o candidatos que resultan ganadores en los comicios.
Desafortunadamente, no todo el dinero público que reciben los actores políticos ingresa por estas vías legales. Un creciente volumen de esos recursos proviene directamente del gobierno. En efecto, es cada vez más claro que los candidatos del oficialismo se benefician no solamente del aporte legal que les corresponde y las ventajas que el poder ofrece para captar dinero privado, sino de sustanciales recursos financieros especiales: desde contratos de diferente índole hasta múltiples facilidades para llevar adelante sus campañas electorales, como el uso de transportes oficiales, pagos de hoteles, giras, expertos, publicidad, etc.
Este desvío de dinero público o malversación hacia esos candidatos, que muchas veces supera con creces el financiamiento legal, constituye un serio escollo para la democracia, sobre todo para el principio fundamental de la alternancia en el poder.
La lógica del donante ciudadano. El ciudadano común vota por las opciones que se le presentan a partir de múltiples motivaciones: lo hace en uso de un derecho y/o una obligación, posiblemente entusiasmado por un plan de gobierno que más o menos conoce; otras veces vota a ciegas, pero con la expectativa de una vida mejor; en ocasiones, busca impedir que otra propuesta se convierta en ganadora; y no pocas veces vota por la opción que le indicaron. Pero, por encima de todo, vota por una esperanza o una ilusión que le han vendido y que él, como ciudadano, ha comprado en términos de confianza.
Desde esta visión, el ciudadano entrega por adelantado su único y mayor bien político, el voto, a cambio de una promesa a futuro. Si no se cumple, como sucede con relativa frecuencia, al elector solo le queda el camino de esperar hasta las próximas elecciones. Ante esa incertidumbre, no es posible sustentar la idea de que entre el ciudadano común y el político se entabla una verdadera relación de ida y vuelta con intercambio mutuo de beneficios. Este grupo de ciudadanos, mayoritario, coincide con los que se manifiestan más descontentos con la democracia. Sin embargo, no es relevante en términos de aportes financieros.
Se trata de un sector que en general establece una relación de subordinación con los líderes políticos, cumpliendo con el principio de relación gobernados-gobernantes desde la visión de democracia delegativa12 y de electores13, ciertamente preponderante en América Latina.
La lógica del donante con intereses: quid pro quo. Dentro de este tipo de donante se incluyen los denominados «poderes fácticos», divididos en dos grupos debido a sus motivaciones: aquellos cuyo interés es el dinero y quienes realizan donaciones por cuestiones de ideología. En cuanto al primer grupo, los donantes motivados por dinero, hay que señalar que la tercerización es una realidad en el financiamiento político. En efecto, lo sustancial, al menos para los candidatos de la oposición, en general proviene de un pequeño grupo, muy minoritario pero con enormes condiciones financieras o acceso a recursos, que adquiere una relevancia decisiva en términos de posibilidades de acceder al poder. Se los puede denominar «donantes con intereses financieros»14: personalidades con gran potencial económico, lobbystas, entidades, grupos, consorcios, asociaciones, multinacionales, sindicatos, países, organismos multilaterales, ONG, fundaciones. En fin, se trata de quienes ven en las elecciones una oportunidad para asegurar futuros negocios y consideran al candidato como una inversión.
En esta «alianza estratégica» se entabla una relación de ida y vuelta, de igual a igual y hasta de dependencia del candidato respecto del donante, que es totalmente diferente de la que se entabla con el ciudadano. Este tipo de relacionamiento empieza claramente con la intencionalidad del negocio (algunas veces consciente o inconscientemente): se trata de un vínculo ilícito basado en la compra de inserción en las esferas del poder para inducir decisiones que favorezcan indebidamente sus intereses. Buena parte de estas donaciones escapan a los controles debido a la ausencia de un sistema de fiscalización adecuado, porque se realizan a través de paraísos fiscales y bancarios o porque superan el tope oficial. Este dinero puede provenir de agentes nacionales e internacionales. Cuando se trata de aportes de donantes extranjeros, que la mayoría de las legislaciones vigentes en América Latina prohíben, suelen generar impactos decisivos por sus montos, ya que los donantes pueden ser empresas multinacionales, gobiernos extranjeros o grupos de narcotraficantes. En estos casos, con frecuencia se crean vínculos permanentes que trascienden el proceso comicial y se fortalecen durante la gestión de gobierno. La otra motivación del donante con intereses es ideológica. Aunque la ideología ha cedido el paso al pragmatismo en el voto ciudadano, continúa jugando un rol importante en las motivaciones de gobiernos, fundaciones o partidos políticos extranjeros. Estos aportes buscan apoyar una ideología y a menudo derivan en apoyo para la formación de candidatos y cuadros de un determinado partido. Se canalizan directamente a los candidatos, a los partidos o a diferentes fundaciones políticas y think tanks. Este tipo de donación, sin dejar de reconocer que se han presentado algunos abusos, ha sido de gran utilidad para el mejoramiento de las capacidades políticas y de gestión de los partidos.
Sin embargo, cuando se trata de donaciones realizadas por gobiernos extranjeros la situación es diferente, pues se trata de dinero difícil de controlar, de montos elevados y que suelen destinarse de manera directa a los candidatos, valiéndose de privilegios e inmunidades oficiales. Estados Unidos, por ejemplo, ha utilizado frecuentemente esta vía para apoyar a «candidatos amigos», con los resultados tristemente conocidos.
Desafortunadamente, este ejemplo es seguido hoy por otros actores políticos de la región, con resultados igualmente peligrosos para la democracia y la legalidad. Un ejemplo reciente es el conocido caso del maletín con US$ 800.000 en efectivo decomisado a un viajero venezolano a su llegada a Buenos Aires en un vuelo particular acompañado de importantes funcionarios argentinos. Ese dinero estaba supuestamente destinado a apoyar la campaña electoral de la entonces candidata Cristina Fernández de Kirchner15. Este tipo de «donaciones», a diferencia de las anteriores, no se retorna en dinero u otros bienes, sino en posiciones políticas y apoyos diplomáticos que pueden comprometer seriamente el futuro de cualquier país.
La lógica del político receptor. Por su parte, los dirigentes políticos tienden a entender las donaciones y el manejo del dinero público desde una perspectiva muchas veces errónea, que lleva directo a la ilegalidad.
Una de las primeras tareas en la agenda de los operadores políticos es captar recursos financieros. Estas donaciones pueden destinarse al funcionamiento de los partidos, las campañas electorales o los centros de pensamiento. Son administradas por la maquinaria del partido y no están exentas de ilegalidades. En efecto, al no haber mecanismos de supervisión efectivos, los líderes de los partidos manejan con bastante libertad esas donaciones. En la mayoría de los casos, las utilizan para apoyar a correligionarios sin cargos públicos. El método utilizado es el de la asignación de contratos para realizar encuestas, estudios o consultorías, en general generosamente pagados. Pero, dada la decadencia de los partidos, su importancia ha disminuido considerablemente. Por otro lado, en la región no hay una significativa costumbre de establecer cuotas por afiliación. En estas condiciones, el grueso de las donaciones que reciben los políticos proviene de particulares y se tramita a título personal, quizás como una herencia del caudillismo latinoamericano y la cada vez menor influencia de los partidos políticos en la representatividad democrática. Al identificarlos como personales, muchos líderes consideran esos aportes financieros como regalos, lo cual genera dos consecuencias trascendentales: se activa el mecanismo de reciprocidad (el que recibe retribuye) y se utiliza el «regalo» con total libertad, sin encontrar mayores razones para rendir cuentas.
Pero hay algo más. Como se trata de una relación personal que puede tener perspectivas si se cultiva bien, se esperan mayores satisfacciones en el futuro. Así, se puede prolongar sine díe esta relación, lo que puede convertir al político en un simple objeto del donante.
Como consecuencia directa de lo que se ha dicho, muchos políticos llegan a la función pública convencidos de que pueden retribuir con dineros públicos las donaciones anteriormente recibidas bajo diferentes eufemismos, así como pueden llegar a la conclusión de que sus altas responsabilidades y servicios los acreditan para solicitar una contraprestación, que no es sino la justificación del cohecho. Es lo que se conoce como «ilegalidad política de buena conciencia». Allí se encontrarán los elementos que, junto con la enorme laxitud moral de muchos políticos, conducen al delito.
La utilización indebida de dineros públicos puede generar diferentes tipos delictuales.
En primer lugar, una mención especial merecen los abusos de privilegios por parte de políticos en el ejercicio de un cargo público, una cuestión más inmoral que ilegal. En este caso, lo que se cuestiona es la necesidad y oportunidad del gasto, el derroche y la ligereza con la que se hacen esas erogaciones. El margen de ilegalidad en algunos casos es muy estrecho porque para esos dispendios existen partidas presupuestarias que los respaldan. En este rubro se incluyen gastos gravosos como viajes innecesarios o excesivamente ostentosos, uso de autos oficiales, adquisición de artículos de lujo, servicios, fiestas, tarjetas de crédito, vacaciones en medio de viajes oficiales, pago de comitivas excesivas y un etcétera bastante largo16. Una situación diferente se conforma con el uso de las partidas secretas para fines impropios o la adulteración de facturas para justificar un gasto o malversación. En esos casos, se trata de un hecho ilícito pleno. En cuanto a los delitos generados por el dinero políticamente contaminado17, pueden mencionarse los siguientes: tráfico de influencias (uso de la influencia real o supuesta para obtener de una administración pública un beneficio indebido que redunde en provecho del instigador original del acto o de cualquier otra persona, lo que se conoce en la legislación estadounidense como lobby); abuso de funciones públicas (obtención de un beneficio indebido para sí mismo o para otra persona o entidad haciendo uso de las prerrogativas de la función pública); soborno (la promesa, ofrecimiento o entrega de algo a un funcionario público para que este actúe o deje de actuar y obtener a cambio un beneficio indebido de esa actuación); cohecho (lo inverso del soborno: el agente solicitante es el funcionario público); malversación (la utilización de fondos públicos para cualquier otro fin que no sea para el cual ha sido originalmente destinado por el órgano competente); enriquecimiento ilícito (el incremento significativo del patrimonio respecto de los ingresos legítimos que no puede ser razonablemente justificado); blanqueo del producto del delito (la conversión, ocultamiento o transferencia de bienes, a sabiendas de que esos bienes son producto del delito); obstrucción de la justicia (uso de fuerza física, amenazas o intimidación, o la promesa, el ofrecimiento o la concesión de un beneficio indebido para inducir a una persona a prestar falso testimonio o a obstaculizar la prestación de testimonio o la aportación de pruebas en procesos vinculados a la comisión de delitos); y uso de información privilegiada (utilización de información obtenida en el ejercicio de sus funciones para obtener beneficios ilegales para sí o para terceras personas).
Los impactos sobre la democracia son claros. No hay popularidad de líder alguno, por muy alta que sea, que resista la embestida de un gran escándalo originado en uno de los delitos arriba tipificados. Algunos casos incluso han desembocado en la salida de jefes de Estado, como sucedió con Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Fernando Collor de Mello en Brasil y Abdalá Bucaram en Ecuador. Pero lo grave de esas irregularidades es que la ciudadanía, por una especie de efecto de vasos comunicantes, proyecta en la democracia la pérdida de confianza que experimenta cuando algún escándalo de esta naturaleza estalla. Así, muchas veces la sociedad se siente tentada a explorar, aunque sea especulativamente, sistemas más rígidos que, como en el pasado, restrinjan libertades pero eviten tanta ilicitud: un puente directo que quizás pueda dar cuenta de las actuales desviaciones autoritarias presentes en la región.Pero el daño no queda aquí. La abundancia de dinero en la política convence a la ciudadanía de que no es ella quien decide, sino una minoría privilegiada. Esto potencia el desgano y desincentiva la participación, en particular en las elecciones, lo que disminuye los niveles de legitimidad de la democracia. Pero sin duda alguna, en estos casos la que se lleva la peor parte es la confianza del ciudadano en todo lo que tiene que ver con la política. Esa confianza es precisamente el eje articulador de la democracia y la razón por la que los gobernados aceptan someterse a los gobernantes y entregarles la administración de los bienes públicos: esto da una idea del impacto negativo que esta ilegalidad genera en el sistema en su conjunto.
La primera y más importante conclusión es que el problema de fondo consiste en controlar el poder para evitar que sus operadores abusen obteniendo beneficios indebidos, teniendo en cuenta que persiste una enraizada tendencia a apropiarse del poder y compartir la idea de que la política y la democracia están por encima de cualquier otra consideración, inclusive de orden ético y legal. Asimismo, muchas veces los políticos consideran personales las donaciones y, por lo tanto, disponen de ellas como mejor les parece, creyéndose en capacidad de retribuirlas con bienes públicos. Finalmente, a menudo creen tener derecho a una «recompensa especial» por cumplir con sus «altas responsabilidades» y decidir sobre las cuestiones públicas o asignar algún «favor» a terceros. Todo esto en un contexto particular, con Estados de derecho inmaduros, instituciones débiles, democracias en construcción, controles y jueces complacientes, hábitos de rendición de cuentas todavía incipientes, presidencialismos extraordinariamente fuertes y corporativismos preponderantes y habituados al usufructo de privilegios.
En un escenario de esta complejidad, la simplificación no es la herramienta más propicia para hacer frente a los problemas mencionados. Resulta útil, en cambio, analizar algunas herramientas prácticas.
Fortalecimiento del Estado de derecho, especialmente el Poder Judicial. Como estrategia es inobjetable. De hecho, ha generado avances significativos, aunque limitados; en algunos casos los procesos de mejora se han revertido por falta de continuidad ante cambios de gobierno. Esto ha llevado a que, en la mayoría de los países de América Latina, el Estado de derecho continúe siendo débil y el Poder Judicial, inoperante. Esto se explica por el hecho de que se trata de procesos que exigen mucho tiempo, son harto complicados y crean enormes resistencias en la clase política, que siempre ha querido conservar parcelas de poder en el sistema judicial. No hay que olvidar que, para impulsar estas reformas, se recurre con frecuencia al argumento de la voluntad política, cuando lo que hace falta es voluntad de cambiar la forma de hacer política, desprendiéndose de una de las mejores herramientas: la influencia en el Poder Judicial. La segunda dificultad deriva del hecho de que, en el pasado, algunos organismos multilaterales, como el Banco Mundial, financiaron los llamados «procesos de modernización» del Poder Judicial con modelos que privilegiaban la liberalización del mercado: así, el Poder Judicial debía ser más eficiente e independiente para convertirse en garante de la inversión extranjera y motor del libre mercado. Esto llevó a privilegiar la modernización tecnológica y física de los juzgados y dejó en un segundo lugar la cuestión básica de la independencia real del Poder Judicial frente al Poder Ejecutivo.
Pero, por encima de todo, sería errado considerar el problema solamente en la dimensión institucional del Poder Judicial, sin asignar la cuota de responsabilidad que corresponde a los jueces, que al final del día son los que emiten sentencias francamente antijurídicas y evidentemente inmorales. Si bien los políticos compran jueces, muchos jueces se venden al primer postor sin el menor recato. El problema no son solo los políticos, sino también, y sobre todo, los jueces.
Fortalecimiento de controles sobre los actores políticos. Es necesario impulsar la transparencia, la rendición de cuentas, la publicación de la declaración jurada de bienes, el acceso a la información, el control fiscal, la eliminación de partidas secretas de los gobiernos, el control de los gastos políticos, la creación de organismos ad hoc y el reforzamiento de los ministerios públicos. Todas estas acciones han producido avances ciertos e innegables. Pero, como en el caso anterior, demoran mucho tiempo y deben ser impulsadas por una voluntad política no siempre evidente. En algunos países en los que se ha avanzado en el tema se siguen produciendo casos significativos. Por lo tanto, para que estas propuestas den los resultados esperados es necesario desarrollar, en paralelo, sistemas fiscales altamente eficientes, garantizar la independencia de poderes y eliminar los paraísos bancarios y fiscales.
Fortalecimiento ético de los actores políticos. Ciertamente, propuestas como crear códigos de ética son útiles para evitar confusiones y conflictos que muchas veces se presentan por ignorancia y que suelen generar irregularidades. Los códigos de ética o de buen uso de los recursos oficiales sirven como referencia. Sin embargo, muchas veces, aunque existen, no son aplicados en la práctica, porque no se acompañan de un régimen sancionatorio concreto. Como se sabe, uno de los grandes problemas de América Latina es la brecha entre las normas y su aplicación. Para lograr un fortalecimiento ético es necesario promover un cambio en la forma de hacer política, que muchas veces se estrella con viejas prácticas profundamente arraigadas. Deberá pasar mucho tiempo antes de producir resultados perceptibles.
La implementación de best practices, indicadores y comparaciones entre países. Se trata de un recurso permanente contra la ilegalidad en la gestión pública. Las llamadas best practices y los tools kits han funcionado en algunos casos. Pero muchas veces han fracasado, sobre todo cuando se ha intentado institucionalizarlos, ya que a menudo no se adaptan a las realidades locales. Los indicadores de percepción, por su parte, son muy frágiles empíricamente: su utilización ha sido excesiva y ha tenido como norte el escándalo más que la oferta de propuestas novedosas. Finalmente, las comparaciones entre países sirven para llenar titulares de prensa. Pero ¿realmente han contribuido a bajar la ilegalidad? Difícilmente se puede dar una respuesta afirmativa a esta pregunta.
La denuncia periodística y de ONG. Se trata de una de las herramientas que mejor han funcionado, ya que la exposición al escarnio es definitivamente temida por las personas públicas. De hecho, la mayoría de los ilícitos políticos se han conocido por esta vía. Existen, sin embargo, tres limitaciones: desde hace años, los medios de comunicación se han diversificado y han creado grandes consorcios con múltiples ramificaciones financieras en diferentes áreas. Los intereses de los dueños de los medios muchas veces definen la pauta noticiosa, la línea editorial y las investigaciones de los periódicos, canales o radios. En segundo lugar, el escándalo en que suelen terminar casi todas las investigaciones de ilícitos, sin responsables encausados, genera en la ciudadanía un sentimiento de impotencia que se dirige contra la democracia y el mismo sistema y que, al final del día, no produce los cambios esperados. Finalmente, hay que señalar que el reinado de la televisión parece estar llegando a su fin, que los medios escritos cada vez se encuentran en mayores dificultades y que la radio sigue la misma corriente.
Todos pierden influencia como consecuencia de la irrupción de las nuevas tecnologías, que les han arrebatado el monopolio de la información para trasladarlo a los ciudadanos, cada vez más proclives a enviar información instantánea, permanente y sin censura. Esa mayor conectividad horizontal ciudadana es una de las grandes promesas contra la ilicitud de los políticos. De hecho, ya se ha sistematizado un sinnúmero de experiencias muy afortunadas, entre las que se destacan numerosos documentos altamente comprometedores que han sido subidos de manera anónima a internet o distribuidos por redes sociales. No cabe la menor duda de que la participación ciudadana vía web se convertirá en una de las mejores herramientas contra los ilícitos políticos. Establecimiento y supervisión efectiva en los paraísos bancarios y fiscales y del ingreso de dinero políticamente contaminado en países desarrollados.
En nuestra opinión, esta es sin duda la mejor, la más disuasiva y la más eficiente alternativa para combatir la ilicitud política. Lamentablemente, a pesar de las numerosas declaraciones públicas y acuerdos internacionales, hasta ahora se ha avanzado poco en cuanto a los dineros políticamente contaminados, a pesar de los progresos indiscutibles en materia de lavado de dinero. En efecto, sin las facilidades que ofrecen los paraísos bancarios y fiscales y las autoridades financieras de los países desarrollados, ¿qué seguridad tendría un político de que podrá utilizar a su antojo ese dinero? ¿Cómo hacer abultadas donaciones ilícitas sin contar con bancas offshore? ¿Para qué «ahorrar» tanto dinero si no existe posibilidad de invertirlo? La sofisticación del conocimiento y las herramientas tecnológicas de que disponen los países desarrollados los convierten en los únicos con capacidad para actuar eficientemente en esta materia.
Para finalizar, entonces, digamos que la ambigua relación entre los políticos y el dinero es la misma de los políticos con el poder, de los ciudadanos con la democracia, de los ciudadanos con los políticos y del poder con el control. Una relación necesaria pero incómoda, plagada de abusos, satisfacciones y enormes decepciones, pero indispensable. Enfrentar esta ilegalidad es una lucha que, como la construcción de la democracia, debe ser encarada todos los días.
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