25 julio, 2021
Senderos. Con el cierre de listas comienza el proceso electoral que terminará en noviembre. Hay pocas expectativas para romper el virtual equilibrio en diputados que le impide gobernar al oficialismo. Preocupación en la oposición por la interna Manes-Santilli.
Por Ignacio Zuleta
Con fineza florentina, oficialismo y oposición definieron, en el cierre de listas de este sábado, el sentido real de las elecciones de noviembre. No resolverán el balance de fuerzas en el Congreso, pero sí ponen a los caciques de los dos lados en posición para discutir en 2023 una segunda oportunidad sobre la tierra. Los seniors le han dejado el protagonismo (o en la competencia) a los juniors. Han eludido disputar cargos, a la espera de que noviembre les aclare el panorama: una buena elección en la provincia de Buenos Aires inmuniza al peronismo para el virus más temido: la división.
Un mal resultado, alentará el cisma recurrente, que ya pasó una década de derrotas, y cuya métrica reguló la ida y la vuelta de Sergio Massa. En el distrito clave, Cristina y Massa, los eslabones más fuertes de la trifecta presidencial, le dejan al más débil, Alberto, que pague el costo de las elecciones en el AMBA, que ocurrirán bajo la tormenta de la peste, que ha derribado a gigantes y cabezudos en todo el mundo, de Trump a Merkel, y con el mismo clima de crisis e incertidumbre que acompañó al peronismo en las derrotas legislativas de 2009 y 2013. En esos dos turnos gobernaba el peronismo, y perdió con candidatos competitivos (Kirchner, Scioli, Massa, Insaurralde). Hoy vuelven a gobernar, y los pollsters del oficialismo adivinan otros fantasmas.
El más socorrido es la desilusión de los votantes moderados que esperaban algo más de los ganadores de 2019. Los jefazos han apartado a veteranos con votos (que podrían distraer), como Felipe Solá o Daniel Scioli. “Me consideran parte del pasado, ni me consultaron”, me dijo uno de ellos. El cierre los encontró a los dos de viaje, como Macri. En la oposición, se han retirado también del escenario todos los jefes de Cambiemos: Macri, Patricia Bullrich, Carrió, Pichetto, Posse. Le dejan a la línea generacional de Larreta, Vidal, Santilli, el resultado de un turno que enfrentan con un optimismo que se mide con la misma vara que el pesimismo del peronismo en la región metropolitana. Salen de la línea de fuego y ganan libertad, para intervenir donde y cuando quieren. Es un acierto táctico.
Alberto, como Macri, víctima de «los otros»
El tiempo electoral es de sobreactuaciones. Un resultado cantado no modificará el empate legislativo que le impide al gobierno comenzar una gestión medianamente estable. La desaniman factores externos que no ha logrado dominar: la economía heredada – deuda, cepo, recesión, desempleo, salida de capitales al refugio del dólar – y la peste Covid, que han (des)gobernado Alberto y sus socios. Lo mismo explica Macri de su propia suerte presidencial.
En el récord de sus declaraciones – y en los recuerdos que le recogieron para el libro Primer Tiempo – el derrumbe de su gestión se debió a azotes exógenos que no pudo superar: una sequía récord; el flight to quality de los emergentes atraídos por la tasa de Trump; la causa de los cuadernos, que fumigó la posibilidad de asociar empresas extranjeras en la tierra prometida que eran los PPP; y la amenaza del retorno de Cristina, (des)gobernaron por él.
Este clima de empate conceptual, difícil de modificar en lo numérico, les da a las elecciones legislativas de noviembre la oportunidad de ser el comienzo de algo distinto. Cristina emula el señalamiento a los “otros” como responsables de su malandanza. En el rap judicial por la causa Irán, llegó a decir, antes de golpear el micrófono, en un rechazo de los votantes poco explicable en un profesional de la política: “parece ser que solamente se rigen por lo que ven en los diarios, no pueden tener pensamiento propio para poder analizar un poco más profundamente de lo que sale en la televisión o de lo que sale en un diario.” Lo dijo por televisión y se publicó en los diarios. Son tentaciones frecuentes en el país de la intransigencia y el regeneracionismo.
Con el mismo desparpajo, Facundo Manes propone ahora: «Tenemos que cambiar la mentalidad colectiva». El esfuerzo de ingeniería social de las utopías del hombre nuevo le costó a la humanidad más de 230 millones de muertos en el Siglo XX, víctimas de guerras mundiales y civiles, sucias y limpias, represiones, revoluciones y genocidios. Llamar al voto con la ilusión de regenerar todo desde la intransigencia es otra frivolidad criolla. «La guerra de Troya no ocurrirá», vaticinó el dramaturgo Jean Giraudoux («La guèrre de Troie n’aura pas lieu», 1935), Tranqui, tampoco llegarán ni la revolución de Espert ni la de Grabois. Es más fácil que cambien los políticos a que cambie la sociedad, que nunca cambia.
Para el gobierno la climatología es de derrota en toda la región metropolitana, donde asientan sus reales los tres miembros de la trifecta presidencial: Alberto es CABA, Massa y Cristina son PBA. El juego de elusiones para aceptar candidaturas expresa el desánimo de los dirigentes más importantes. El aire preocupado con que se movieron en los cierres de listas recordó las sombras largas de 2009, 2013 y 2017. Para el peronismo perder es no ganar la cantidad de bancas para obtener el quórum en Diputados – 129 votos – sin tener que pagarlas para cada sesión. Ni en el pronóstico más pesimista imaginan que haya un triunfo opositor en lo numérico.
Pero pocos creen que en Buenos Aires se ganen las necesarias para tener el número propio para sesionar o aprobar leyes estructurales con 129 votos o más. Las peñas que sesionan en la Rosada, Olivos y el Congreso reciben señales viscosas de provincias en las que el peronismo ganará, pero por diferencias menores a 2019 – La Pampa, Catamarca, Tucumán, San Juan. Tampoco los gobernadores se salvan de los efectos políticos de la peste.
Desde el interior miran los movimientos en el peronismo AMBA: un resultado pobre llevará a examen el liderazgo de Cristina y de Massa, a quienes les atribuyen proyectos futuros. Pocos creen que Alberto los tenga. Un resultado bueno, en cambio, alentará al cristinismo a imponerle un sucesor y le dará oxígeno al proyecto de Massa de ser el candidato del peronismo en 2023.
Esas pruebas de liderazgo se libran también en la oposición. Larreta arriesga una incursión en Buenos Aires de la mano de Santilli. La retirada de la lista de Gustavo Posse le impone una pelea franca entre el Pro y la UCR. Presionó hasta último momento para que no se bajase, porque una PASO de tres listas le recortaba al radicalismo de Manes el apoyo en la primera sección electoral. Será una primaria entre partidos, una polarización filosa que obliga a esfuerzos para que no deje secuelas que, después, amenacen la unidad en las generales de noviembre.
Le ocurrió al peronismo en 2015 con la PASO Aníbal-Julián. La pelea fue tan fuerte, cara, hiriente y sincera en todo, que dispersó el voto peronista hacia la ventanilla disidente de Massa. Y eso que era dentro de tribus del mismo partido. La derrota en Buenos Aires arrastró al peronismo nacional.
Esta vez hay trazos gruesos. El radicalismo ha recuperado oxígeno y va con un candidato que, como definió Alfredo Cornejo en su charla del Rotary de esta semana, no estuvo en el gobierno de Macri-Vidal y está blindado a los ataques por la herencia recibida. Esa polarización moverá a Santilli a hacer una campaña para atraer al voto peronista del distrito. No le costará; es su ADN, tendrá la compañía de Miguel Pichetto y de otros referentes de esa extracción como Cristian Ritondo. Santilli muestra encuestas que hablan de que gana, a hoy, por 60% a 40% de los votos. ¿Qué hará el votante radical con su voto si Santilli queda identificado con un peronismo incompatible con el paladar radical?
El riesgo lo corre Larreta, forzado a demostrar que tiene la capacidad de contener a todas las tribus de su espacio. En la CABA le ha costado contener a los radicales antinosiglistas para que no presentasen una lista a las PASO. Hay tan pocos cargos para pagar liderazgos, que sólo habilitó la lista de Ricardo López Murphy, en la confianza de que no llegará al piso para entrar en la mezcladora, pese a que se lo bajaron para que no compitiese por afuera. Horacio trata de recuperarse del golpe de la negativa de María Eugenia Vidal a ir como candidata a Buenos Aires. Esa indisciplina le rayó la carrocería, que trataron de reparar sus negociadores, como Fernando Straface ante el grupo antinosiglista de Jesús Rodríguez, Facundo Suárez Lastra, Luis Brandoni y Adolfo Rubinstein.
Las mismas pruebas de liderazgo lo metieron en la pelea entre el PRO y la UCR en Córdoba. Interrumpió el aislamiento de Macri en Suiza para discutir con él qué hacer en esa provincia, en donde el expresidente había embalado a su partido en una alianza con Luis Juez, que dejó de lado a la UCR. Esta es el segundo partido en importancia de esa provincia, que cuenta además con el dirigente local de más prestigio, Mario Negri, también presidente del interbloque en el Diputados.
Del diálogo entre Macri y Larreta salió la misión conciliadora de Patricia Bullrich que negoció la revisión de todo lo que Macri había atornillado en el viaje de mayo pasado. El consuelo de estos avatares es el mismo que tranquiliza al oficialismo: no hay candidato ni vacuna que le saque o le agregue un solo voto al oficialismo ni a la oposición. Son tigres de papel, diría Mao.
Lo que definen estas elecciones son destinos individuales, porque los intereses del conjunto están resguardados en la solidez del sistema argentino, que sobrevive aún a la crisis de la ingeniería política demoliberal que se derrumba en todo el mundo. Con cualquier signo ideológico. Acá siguen funcionando los básicos: peronismo unido gana, peronismo dividido, pierde, No-peronismo unido, puede ganarle al peronismo dividido, No-peronismo dividido, pierde seguro.
Con ese protocolo, implacable cual artefacto de madera – para decirlo vizziottamente – desde 1983 el peronismo ha ganado en tres turnos (Menem y Kirchner y sus reelecciones, Alberto) y el No-peronismo en otros tres (Alfonsín, De la Rúa, Macri). Las dos familias políticas se alternan – bajo distintos nombres y formatos – desde 1916 en todos los procesos democrático. Sumados representan al 80% de la población en torno a una agenda moderada.
La oposición y el oficialismo tiene el mismo formato de coaliciones horizontales, que se ordenan según la relación entre los caciques que la integran. Ninguno de ellos le reconoce a los otros señorío sobre el conjunto. La ausencia de liderazgo se paga en la dificultad para acordar una estrategia.
Estar en el gobierno facilita la identificación del objetivo. Más cuando este es un gobierno que lleva dos años en funciones y todavía no arranca su gestión: 1) no arregla la economía recibida, que es un campo de ajuste a lo Macri; 2) ni cumple su plataforma de cambios para desmantelar la ingeniería política del gobierno anterior (la agenda judicial, por sintetizarlo en un campo congelado para el peronismo); 3) en la lucha contra la peste, le va lo bien o lo mal que le puede ir a cualquier gobierno del mundo.
Pero cobra la paliza que el virus le ha dado a todos los gobernantes del mundo, salvo a los dictadores, que se mantienen con lemas como los que enarbola el jefe de gabinete de Kicillof, Carlos Bianco, «acá no hay lugar para la anarquía» – ya se va a enterar El Guasón. Para cualquier gobierno, contar muertos es lo único que le queda en una guerra, y esta peste es como una guerra. Difícil que te vaya bien con esa agenda, más si se descontrola en peleas internas en el área de salud, que comenzaron con la presidencia de Alberto y que no han cesado.
En esa pelea hay que incluir la disputa entre Ginés y los cubanos de Gollán por la estatización, o no, del sistema de salud y la «cama» de Olivos a Ginés para sacarlo del puesto, hecho que dejó al ministerio sin conducción. La inquina le costó al gobierno la salida del conductor de la guerra en el peor momento. Lo sigue pagando, porque no ha remediado esa derrota. Para ilustrar la parábola: Ginés fue el redactor de la plataforma del Frente de Todos en 2019 como coordinador de los equipos técnicos del PJ nacional. Cecilia Nicolini – la dama de los mails – entró a Olivos cuando Alberto ya era presidente, de la mano del chileno Marco Enríquez-Ominami, (lobista de empresas orientales, y no del Uruguay) e hijo putativo de Cristina. Hoy Ginés está en su casa, y Nicolini hace de canciller en las sombras.