5 enero, 2024
No es casual, no puede haberlo sido. A Jorge Luis Borges –todos lo sabemos– le fascinaban los espejos, el ajedrez, la sustancia del tiempo, el enigma del destino. Por eso, no puede haber sido casualidad que, entre todos los poemas que escribió, haya uno dedicado al I Ching:
“El porvenir es tan irrevocable/ Como el rígido ayer. No hay una cosa/ Que no sea una letra silenciosa/ De la eterna escritura indescifrable/ Cuyo libro es el tiempo”. J.L.Borges
Por Diana Fernández Irusta*
La semana pasada, últimos días de diciembre, me encontré con unas amigas. Despedíamos el año. Andrea, una de ellas, contó que el primer sueldo de su vida –es de las que empezaron a trabajar bien temprano– lo usó para comprar una linda edición del I Ching. Lo leyó de corrido, de la primera a la última hoja: nada de oráculo, ni de monedas, ni de preguntas; el hechizo de lo que estaba allí escrito la capturó. Una magia hecha de palabras lejanas, no siempre comprensibles, abiertas a un misterio universal.
«El hechizo de lo que estaba allí escrito la capturó. Una magia hecha de palabras lejanas, no siempre comprensibles, abiertas a un misterio universal»
Por el tiempo en que ella hacía esa compra, yo frecuentaba la casa de una amiga lejana –refugios de la adolescencia– en cuya biblioteca el I Ching ocupaba un lugar estelar. No le dedicábamos lecturas devotas, sino voraces. La dueña de casa era experta en la famosa tirada de monedas y lectura de los hexagramas. Nos sentábamos frente al libro y preguntábamos lo mismo que le podríamos preguntar a cualquier otro método adivinatorio: penas de amor, ante todo. Pero como el I Ching es oráculo y no horóscopo, las respuestas eran lo suficientemente crípticas como para redoblar nuestra ansiedad. Recuerdo una tarde de tiradas compulsivas de monedas que terminó con el hexagrama “La necedad juvenil”. Nos miramos, creo que ni siquiera nos reímos. El mensaje fue escuchado: total respeto a quien sea que hubiera escrito esas palabras en el comienzo de los tiempos, regreso del libro al anaquel de la biblioteca, a otra cosa mariposa (al menos por un tiempito).
“¿Y si nos tiramos el I Ching?”, propuse en la cena de la semana pasada. Exhibí mi tesoro: la traducción de la versión del alemán Richard Wilhem que publicó hace añares Sudamericana, con prólogo, entre otros, de C.G.Jung. Y con el poema de Borges. Una adquisición relativamente reciente. En el primer o segundo año de la pandemia, cuando la cuarentena imponía breves salidas dedicadas exclusivamente a hacer compras, descubrí el “libro de las mutaciones” –inconfundible esa tapa negra con los caracteres chinos en dorado y la palabra I Ching en rojo– entre unos cuantos volúmenes usados que un quiosquero del barrio había decidido ofrecer. Por supuesto que regresé a casa con el libro a cuestas. Y lo guardé como quien guarda las reliquias de un tiempo definitivamente superado, casi sin volver a dedicarle una mirada. Hasta la semana que pasó.
“¿Qué le querés preguntar?”, me dice Andrea, experta. Me abatato, son tantos los interrogantes que no puedo decir ninguno. Largo al voleo: “¿Qué me espera el año que viene?”. Sale el Hexagrama 13. La Comunidad. Como corresponde, Andrea lo lee. Vuelvo a tener 17 años, no entiendo nada. El I Ching es oráculo; su sustancia es universal, misteriosa, críptica. Simbólica. Difícil de asir.
Casi no puedo asociar nada de lo que lee mi amiga con alguna cuestión personal concreta. Pero esa palabra, “comunidad”. El hexagrama, en su particular lenguaje, habla de la posibilidad del lazo con los otros. Habla de eso que estamos haciendo en esta cena, que no es jugar con un libro sino estrechar lazos. Comunidad entre cercanos, comunidad entre desconocidos. Me digo que si algo hará falta en 2024, es acunar, abrazar, sostener, fortalecer toda posible red de lazos.
“La firme trama es de incesante hierro,/Pero en algún recodo de tu encierro/Puede haber una luz, una hendidura./ El camino es fatal como la flecha./Pero en las grietas está Dios, que acecha”, escribió Borges. Y, sí, Leonard Cohen también lo supo decir.