7 agosto, 2022
Por Ignacio Zuleta*
En las primeras 48 horas de su gestión, el nuevo ministro tomó las banderas tradicionales de Cambiemos.
La agenda que describió Sergio Massa en los primeros minutos de su gestión se agotó en enunciados que nadie pude contradecir. Habló de “sentido común”. Una profesión de fe que está debajo de los programas huecos de la Argentina: es creer que los problemas se basan en trivialidades que contradicen el sentido común, y que, aplicando sentido común, todo se resuelve.
1) que admite la capitulación final del gobierno en la batalla cultural con la oposición, al haber tomado todas las banderas de Cambiemos: hay que bajar la inflación, el déficit, la emisión, aliviar el cepo, bajar las retenciones, etc. «Hay una corriente neoconservadora o liberal que idolatra los mercados, que quiere que el Estado gaste menos en acción social, en educación y salud y pide aperturas de las economías, cuando los poderosos se cierran en un proteccionismo desconocido» – esto no lo dice Juan Grabois. Lo dijo Raúl Alfonsín en un discurso en Avellaneda el 25 de mayo del año 2000, cuando llamaba a «dar una batalla cultural, que estamos perdiendo»;
2) que no hará un ajuste ortodoxo, ni tampoco heterodoxo;
3) que le cuesta integrar su equipo. La viscosidad de algunos pasillos lo fuerzan a transitar por diagonales incruentas que le eviten confrontaciones y choques.
Gobernar por diagonales
Una diagonal es apelar, como Martín Guzmán, al concurso honorario de Daniel Marx, un fusible eficaz en la reacción con los mercados financieros. También es un barómetro de prestigio para medir los efectos de sus decisiones, cuando las haya.
Algo parecido intentó con Jorge Sapag, una de las figuras más importantes del país en la actividad petrolera. Hubo en la semana una corrida informativa sobre su designación como responsable de energía. Sapag negó la oferta y dejó claro que, en caso de que existiera, se negaría a aceptarla.
Era el ministro de Energía in péctore de Daniel Scioli para 2015. Admitiría, en todo caso, «poner el hombro en forma honoraria desde Neuquén, porque Neuquén será la llave de la solución no sólo al tema energético sino al tema de divisas». No le falta razón: el mes de julio marcó el récord en producción de gas de toda la historia de Neuquén, 90 millones de m3 por día.
Otra diagonal es no contar con referentes de primera marca como Martín Redrado, que se ocupó de desmarcarse en esta aventura. O de Diego Bossio, que busca un nuevo formato dentro del peronismo, con otra franja generacional. Se lo cita aquí porque fue quien acercó en su momento a Martín Guzmán al peronismo, cuando era un ayudante de trabajos prácticos y lo llevó a dar una charla el PJ de Matheu.
También Bossio, un kingmaker, trajo al ANSeS a Lisandro Cleri, hoy el hombre de confianza de Massa para el Banco Central, santuario albertista en donde Miguel Pesce se reserva el derecho de admisión.
La falta de compromiso con los socios en la trifecta presidencial le permitió a Sergio exhibir ciertas libertades. Alberto agotó el protagonismo de tomarle juramento – en medio de una jarana propia de un festejo electoral – y se bajó del estrado.
Cristina, que había prometido una foto y algún mimito, lo recibió a la distancia. Como hace Vladimir Putin, que pone a los visitantes en el otro extremo de una larga mesa.
En las mismas horas, la vicepresidenta de Colombia mereció en el Senado un cálido achuchón; para Sergio “el abrazo imposible de la Venus de Milo” del gran Rubén (“Yo persigo un estilo…”). ¿Hay que darles importancia a estas tontudeces?, pregunto. Me responde uno de los muros del despacho, que mira y escucha todo: Cristina es la que le da bola a esas peloterías.
Las fotos con Sergio y con Francia Márquez, elegidas con celo sciolista, las distribuyó la oficina de prensa del senado. La libertad que le da la distancia le permitió a Sergio prometer un bono a los jubilados sin ella facturando al lado. ¿Se le ocurría al alguien hacerlo sin la presencia se Cristina, si ella tuviera control de la situación? Como Alberto, ella llega al massazo resignada a que, si no pasa algo ante antes de fin de año, el destino del gobierno está jugado a la derrota.
La resignación ¿le hará aceptar la designación como viceministro de Economía de Gabriel Rubinstein, consultor que fue funcionario del ministerio de Roberto Lavagna? Hace pocos días Rubinstein dijo que «Cristina ha sido la gobernante argentina más irresponsable en material fiscal de la historia contemporánea» (Radio Suquía de Córdoba).
El barómetro será el calendario de elecciones desacopladas que fijarán gobernadores e intendentes del peronismo de todo el país. Pica en punta Mendoza, distrito de Juntos por el Cambio. La comuna de San Rafael, la tercera en cantidad de votantes de esa provincia – la quinta del país en cantidad de votantes – en donde gobierna el peronismo de la familia Félix, ya anunció que adelanta las elecciones municipales del año que viene, respecto de las provinciales y nacionales.
Los enunciados de la primera hora son libretos en busca de actores protagónicos, que le permitan recuperar el favor del electorado moderado de los grandes distritos.
Este le permitió construir el mejor Massa, que llegó desde 2013 a ser un precandidato competitivo y terminó en 2015 asociado con los ganadores. Estos enunciados revelan el programa del gobierno, en aras del cual se rindió en la batalla cultural. Son las tangentes por las que puede intentar recuperar la identificación con un electorado que lo tiró hace rato por la ventana.
Le interesa a él, pero también al oficialismo, que ya ha quemado el prestigio de Alberto y Cristina, dos productos para el electorado del AMBA, y al que el peronismo más fuerte, el de los gobernadores, ha abandonado a su suerte.
Lo prueba la presión que hicieron esta semana para que hubiera dictamen en el proyecto de aprobación del Consenso Fiscal. Esa norma les permite aumentar impuestos, y temen que un ajustazo massista les recorte los fondos discrecionales que les llegan por fuera de la coparticipación.
Las provincias opositoras que firmaron el Consenso (Mendoza, Jujuy y Corrientes) se comprometieron a no aumentar impuestos, pero firmaron porque les permite renegociar deudas. Cabe preguntarse si esas tangentes mantienen alguna vigencia que le ayude a recuperar oxígeno en ese electorado.
Hasta Gualeguaychú (abril de 2015) la tangente era con Gerardo Morales, con quien tenía un proyecto político que dinamitó la convención radical de aquel año.
El proyecto recicló sus escombros en las fotos con Macri en Davos y el acuerdo de gobernabilidad con María Eugenia Vidal en Buenos Aires, y con el peronismo no cristinista del Congreso.
Aquí duro poco, porque en diciembre de 2016, apenas un año después de la asunción del nuevo gobierno, Massa hizo el primer gesto de acercamiento al cristinismo. Fue cuando modificó el proyecto oficial de baja de Ganancias en Diputados, aliado al bloque cristinista.
Fue una zancadilla a Cambiemos, para arrebatarle banderas al oficialismo a costa de la tesorería. Se ganó el mote de “Ventajita” en Olivos y se diferenció de los gobernadores, que frenaron los cambios en el Senado. Fue el primer paso de su retorno al Instituto Patria dos años más tarde.
Ninguno de los afectos personales que tiene Sergio Tomás con sus pares de la oposición parece ser hoy capaz de generar algún afecto societario. Es clave ponerle un ojo a esta posibilidad, porque Massa no llega al gabinete porque lo amen Cristina o Alberto. Tampoco porque tenga un programa escondido en la manga que sirva al interés público. Lo hace para salvar su propia persona de los efectos de un gobierno malo.
Llega al penúltimo año de gobierno en el fondo de la tabla de las encuestas de prestigio, con Alberto y Cristina de compañeros de desgracia, mientras éstos no creen que sea un gobierno malo sino incomprendido – como si hubiera alguna diferencia entre una cosa y la otra.
«Si me sale bien, me quedo con el 2023», repite cuando le preguntan sobre cómo se le ocurrió dejar la presidencia de Cámara de Diputados, los fueros, la dignidad de firmar los billetes, el puesto en la línea de sucesión. ¿Qué sucesión? responden en la cúpula. Si las cosas siguen en la pendiente, no habrá sucesión para nadie. Además, sucesión es para llamar a elecciones en 48 horas y ocurriría después de un imposible: la renuncia de Cristina a la vicepresidencia.
Es preferible la aventura del primer ministro de un gobierno presidencialista, a languidecer en el calabozo de la melancolía. Como los 12 del patíbulo del filme, que preferían pelear contra la muerte antes de cumplir condenas. El riesgo es grande, y muy bonaerense: su salida de la banca evoca otra fuga, la de Carlos Ruckauf, que prefirió en 2002 los riesgos de ser Canciller y dejar de ser gobernador de Buenos Aires, el cargo más importante del país después de la presidencia. Escapaba de otro incendio.
La tangente con Morales fue más fuerte. Se renovó en 2019 para que Gerardo reeligiese en la gobernación. ¿Queda algo de eso? Tampoco aquí las relaciones personales son transferibles a algún tipo de asociación.
Como gobernador, Morales podría tener algún acercamiento amistoso con el gobierno nacional durante la pandemia, y fue a través de Alberto Fernández. Pero desde que es presidente de la UCR y precandidato presidencial no puede dar un solo paso que agravie a los seguidores de su partido. Dejó de ser un sujeto independiente. Pasó a ser función de una organización colectiva que no sólo lo monta en la cresta de la ola, sino que, además, lo vigila y juzga cada gesto. Macri, desde Cambiemos, vigila la SAS (Sociedad de Amigos de Sergio) cuando usa la ironía: no hablen con Massa, que los va a traicionar. Morales fue destinatario de esa chanza.
Desde el gobierno también han buscado blindar la división estos dos amigos. El primer gesto de Alberto Fernández para acerarse a Cristina de Kirchner ocurrió el 31 de diciembre de 2016, pocos días después del primer pacto entre Massa y el cristinismo para voltearle al macrismo el proyecto de ganancias.
Fue la visita a Milagro Sala en su lugar de detención en Jujuy. Significó una pelea con Massa, porque lo hizo sin avisarle en su condición de cuotapartista del gobierno de Morales, a través del vicegobernador Carlos Haquim.
Fue una prueba de sangre con doble destinatario: 1) a Cristina, que cultiva la prisión de la Sala como un emblema de su propio destino. La defiende y obliga a defenderla porque así se defiende a sí misma como una perseguida política; 2) el otro destinatario es Massa: mostrarse junto a la Sala es un gesto de militancia irreparable. Es la prenda para mantenerlo a Massa lejos de la tentación de reencontrarse con Morales en algún atajo.
Estos rescoldos echaron humo durante la semana que pasó. Morales hizo un brindis por la llegada de Massa al gabinete y debieron explicarle en la cámara de Diputados por qué el bloque de Cambiemos debía abstenerse en la votación de Cecilia Moreau, su delegada, como nueva presidente.
Costó esa unanimidad, porque había librepensadores del PRO y de la UCR que querían votar, algunos en contra, y otros a favor. Primó la estrategia de Mario Negri, jefe del UCR: lo último que le convenía a la oposición era un titular del tipo: “Efecto Massa: dividió el voto de Cambiemos”.
Eso lo convenció a Facundo Manes de abstenerse. Costó este voto, como le ocurrió al interbloque lavagnista del “Topo” Rodríguez. Graciela Camaño promovió el rechazo con una oratoria inspirada pero esperable: no la votó porque ella no es ni radical, ni kirchnerista ni “verde” abortista.
Ironizó, además, fuera de micrófono, sobre quién era ese ciudadano raso que presidía la sesión sin ser diputado y que además se dio el lujo de hablarle a los diputados desde la silla de presidente. Era Massa, que, en su afán por darle boato a la despedida, presidió la sesión – con claque propia en los palcos – cuando ya no era diputado.
También arrinconan a Massa algunas tangentes resbaladizas, que forman parte de su perfil. Es el premier de un gobierno que tiene como programa central una reforma judicial que, según la oposición, persigue anegar las causas judiciales de ex funcionarios del peronismo, como Cristina. Esas reformas han prosperado en el Senado de Cristina, pero han naufragado en Diputados, cámara que él debía controlar y en donde hay mayoría del peronismo.
Tiene derecho Cristina a pensar que Sergio – hábil denunciante de ella durante una década – no ha hecho mucho por mover esos cartapacios. Tiene derecho a la memoria y no olvida las relaciones privadas de Massa con otros martillos sobre ella, como el fallecido Claudio Bonadío, o el fiscal Carlos Stornelli.
Massa ha evitado, además, participar de peleas de superficie sobre temas judiciales. Con la misma memoria, ella puede quejarse de que Alberto Fernández no ha usado la lapicera para filmarle un mísero indulto que le permita normalizar su vida, y a él, para sacarse la sombra de ella de encima. Hay antecedentes: lo hizo Gerald Ford en 1974 para liquidar el último crédito que podía quedarle a Richard Nixon después de su renuncia por el Watergate.