El derecho a la protesta, reconocido en varias constituciones, garantiza que la ciudadanía pueda levantar su voz y de hecho estos escenarios se han vuelto más frecuentes. Según el Institute for Economics and Peace, la última década (2011-2021) ha estado marcada por un incremento del grado de conflictividad, fundamentalmente por la recesión “derivada de la crisis económica global de 2008 y del impacto de las políticas de austeridad impuestas por los gobiernos”. Pero también y en gran medida por las consecuencias de la pandemia.
Al cumplir su primer año al frente de Ecuador, Guillermo Lasso encara no solo el clamor popular desbordado por demandas no resueltas, sino también una crisis de gobierno profunda, amenazada por alianzas rotas y la sombra del correísmo, que desde la Asamblea busca sacarlo del poder. Aunque tal vez, el problema es que nunca lo tuvo del todo.
En efecto, Lasso recibió un país fracturado y con varios problemas atravesados por la crisis de la pandemia, pero también por la corrupción e impunidad sostenidas desde hace años. Lo explica Ruth Hidalgo, directora de la Corporación Participación Ciudadana de Ecuador: “Descuidó construir una agenda social mientras recuperaba la reserva monetaria y eso le está pasando factura (…) El Gobierno ha estado desconectado un poco de la realidad y al no tener una agenda social, no ha estado mirando las peticiones de las organizaciones sociales de base del sector indígena que está bastante golpeado. Todo se ha configurado en una tormenta perfecta para que hoy estemos viviendo esto”.
Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), la pobreza multidimensional, que abarca indicadores de salud, educación, vivienda, ingresos y trabajo, afecta al 39,2 % de la población, y en 2021 aumentó en la ruralidad con respecto a 2020. Es decir, la reactivación y mejora en la calidad de vida no llegó a las poblaciones más vulnerables.
Nadie cuestiona que los pedidos de la Conaie y otros sectores sean legítimos, aunque hay matices. Como dice Isabela Ponce, reconocida periodista y directora del medio GK, que sigue de cerca la historia de los pueblos indígenas, “son décadas de abandono”. Pero también reconoce que no todas las demandas planteadas ahora responden a la potestad del Gobierno, porque hay varios factores externos.
“Las exigencias son poco técnicas y con poco estudio de factibilidad porque se pide, por ejemplo, que se baje el precio de la gasolina, pero al mismo tiempo que se detenga la expansión petrolera y minera, es un contexto muy complejo. Hay protesta social legítima, sí; hay gente violenta que se está aprovechando, sí; hay represión policial desmedida, sí”.
Entonces, ¿qué pasa cuando desde las calles se transgrede la libertad de los otros? El conflicto escala a otro nivel y comienzan a aparecer intereses políticos. Factores que claramente buscan afectar la gobernabilidad y la figura presidencial.
Vulnerables a las protestas
En Ecuador el pedido para sacar al presidente Lasso comenzó a cobrar fuerza en los últimos días, pero frenó en la Asamblea Nacional al no conseguir los dos tercios de los votos, equivalente a 92 de los 137 miembros. La denominada “muerte cruzada” por la que se pretendía anticipar una convocatoria a elecciones generales quedó paralizada, al menos por ahora. De esa forma se alejó el fantasma de la destitución, pero lejos de haberse anotado una victoria, el Gobierno de Lasso quedó evidentemente debilitado.
Que las protestas sociales en Ecuador, un país regido por un presidente elegido en las urnas, ponga al Gobierno al borde del colapso, contrasta con la fuerza con la que suelen salir de situaciones semejantes los regímenes autoritarios. “Las democracias son más vulnerables a las protestas que los gobiernos autoritarios, esa es una triste realidad”, dice Guillermo Tell Aveledo, doctor en Ciencias Políticas y profesor en Estudios Políticos de la Universidad Metropolitana de Caracas.
“Si son gobiernos constitucionales democráticos ya están inhibidos por sus valores, por la delimitación de poderes, por la cultura política y por el talante particular del gobernante a ejercer una represión muy fuerte, pero a su vez se les carga un precio mayor por reprimir. En el caso de los gobiernos autoritarios justamente porque se espera que sean violentos el costo de reprimir es, de entrada, menor”, explica.
Se vivió en Chile el 2019 cuando la furia estudiantil reprimida por el despliegue militar puso contra las cuerdas al presidente Sebastán Piñera, quien no tuvo otro camino que suspender el alza de tarifa del metro de Santiago en medio de una situación insostenible.
Colombia fue otro ejemplo en el que la fuerza policial se midió con los cacerolazos de la gente en un caos público que casi le cuesta el cargo al presidente Iván Duque, porque las reivindicaciones no hacían eco en su gobierno.
Aunque en Bolivia la situación tiene connotaciones muy particulares, hace tres años la calle midió el poder popular en una crisis política sin precedente que derivó en la renuncia y posterior salida del país del expresidente Evo Morales. El uso de las fuerzas del orden tuvieron un papel protagónico y las acciones represivas de los gobiernos saliente y transitorio han dejado como secuela una profunda polarización.
Pero si de inestabilidad se habla, no se puede dejar de lado a Perú, un país que no logra consolidar su institucionalidad a pesar de que tiene un presidente elegido democráticamente, aunque siempre en la cuerda floja. A las presiones políticas internas, se suma el hartazgo de varios sectores que toman las calles para expresar su descontento.
En todos estos escenarios los daños son muchas veces incalculables porque, a pesar de los intentos, las salidas consensuadas nunca han sido fáciles.
Sin embargo el panorama es muy diferente a las revueltas de Nicaragua, Venezuela e incluso Cuba, donde los regímenes autoritarios tienen una sola forma de gobernar: la represión.
Esto pone de presente una realidad: no es lo mismo protestar contra un régimen autoritario e ilegítimo que hacerlo contra un gobierno elegido democráticamente. En la primera modalidad, la gente sale a manifestar su rebeldía porque carece de otros medios para expresar su voluntad. En la segunda, lo hace para poner de presente realidades que los gobiernos, desde su cúpula, a veces no perciben. Como añade el experto, “en América Latina, la protesta puede ser una victoria de las sociedades con efectos en los cambios políticos y en las transiciones a la democracia”.
Salir victorioso en la urnas ya no garantiza la permanencia en el poder. Como queda claro en Ecuador, la urgencia de reformas, la lucha contra las desigualdades, los ajustes económicos y todas esas promesas de campaña tienen un plazo cada vez más corto y mayor vigilancia social. No respetar esa realidad puede abrir camino a unas protestas sociales que, con banderas justificables, lleguen a vulnerar a su vez los derechos de las mayorías que se expresaron en las urnas.
Las calles tienen memoria, guardan historias, gritan verdades. Pero también son la prueba de que sin importar los esfuerzos por lograr consensos hay un precio alto por pagar. Vidas que se apagan, alianzas que se rompen o gobiernos que quedan a medio camino en detrimento del sistema democrático.
*editora de CONNECTAS.ORG