19 febrero, 2024
La relación entre “música” y “cine” es bien conocida. Mencionar películas como Psicosis, La guerra de las galaxias y la saga Harry Potter hará que sus espectadores recuerden rápidamente las melodías icónicas de cada filme. Y, al contrario, la escucha de una banda sonora evocará en su audiencia las escenas cinematográficas.
Pero imaginemos que, en lugar de una película, hablamos de un libro. Como de los ejemplos citados, el último es la adaptación de una saga literaria –en este caso, escrita por J. K. Rowling–, asociar una melodía a ese libro resulta tarea sencilla.
Pensemos en una novela que no haya sido llevada al cine, y cuya banda sonora, por tanto, no exista. ¿Podría reproducirse una melodía en este relato? Y, en caso de que varios lectores coincidieran al imaginar una obra literaria, ¿se encontrarían también imaginando las mismas notas, la misma cadencia, el mismo tono y, en definitiva, la misma música propuesta por la narración? Para ello, el texto debería ofrecer una solución clara y única, cercana a lo que escucharían dos espectadores que asisten en la sala de cine al mismo espectáculo visual y sonoro.
Entonces ¿podemos escuchar música dentro de una novela?
A finales de los 40, la música empezó a estudiarse desde una perspectiva no limitada a las fronteras físicas de cada nación. El acercamiento e incluso la simbiosis entre ambas artes se convirtieron en una realidad. A partir de este momento, los estudios sobre la relación de la música con la literatura aumentaron, aunque su enfoque estuviese aún limitado por las formas tradicionales: ópera, odas, canciones…
Más tarde, en los 70, un concepto impulsaría una visión más aperturista: la intermedialidad. Así, el foco se ampliaba para atender la relación entre la literatura y otros medios. Bajo este paraguas teórico, la relación entre música y literatura ganaría relevancia sobre todo con la Nueva Musicología, impulsada por críticos como Fred Maus.
La referencia a lo fílmico no es baladí. El término música diegética, que usamos también en literatura, proviene precisamente de los estudios de cine. Una música diegética en la película es aquella melodía cuya fuente identificamos en escena, cuyo sonido perciben el público y también los personajes. Por ejemplo, el protagonista enamorado que canta una serenata a la protagonista, o una radio encendida en primer plano que reproduce una canción específica. Ambas aportaciones pueden ser relevantes para la trama narrativa.
Al contrario, la música no diegética es aquella que, con menor peso en la narración, solo oímos desde la audiencia, de fondo, y cuya fuente permanece oculta. Una banda sonora, por ejemplo.
Igualmente, la presencia de la música en literatura tiene diversas funciones. Entre ellas, la de contextualizar elementos de la novela. Puede hacerlo mencionándose el título de una canción o el del álbum en el que se publicó.
Así ocurre en La cúpula, de Stephen King, donde Brenda se convence a sí misma de que Howie, su esposo, es un buen cristiano. En esa escena, antes de increparle, ella apaga la radio, y King menciona que, haciéndolo, silencia «al Coro Norman Luboff en mitad de “What a Friend We Have in Jesus«», una clara referencia a ese «buen cristianismo” que Brenda presupone en Howie.
De forma similar a las bandas sonoras del cine, encontramos otros ejemplos literarios donde la mención musical dota de melodía, pero cuyo aporte narrativo es reducido. En El camino blanco, de John Connolly, por ejemplo, Charlie Parker compra «el nuevo disco de Pinetop Seven, Bringing Home the Last Great Strike», entre otros álbumes. La mención proporciona una “sensación” en el lector, pero no condiciona ninguna trama de la novela.
En otras obras no se especifica una canción pero sí su género. El objetivo es evocar un contexto musical, como en El jardín de Suldrun, de Jack Vance, donde los músicos «tocaron un acorde majestuoso y el rey Casmir condujo a Arresme a la pista para la pavana».
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando no existe una versión previa de la música porque su autor la ha inventado para la narración? ¿Pueden los lectores “escuchar” esa melodía?
En 1978, Steven P. Scher planteó que aquellos trabajos artísticos que emulan la experiencia de escuchar música, así como los efectos subjetivos y emocionales que esta pueda provocar, podían ser considerados “música verbal”.
Como he estudiado, esta idea puede llegar más allá, hasta el punto de crear espacios narrativos propios. En ellos, la música verbal condiciona la comunicación. Su comprensión no depende solo de la obra que se utiliza para “enviar” el mensaje (en este caso, el libro), sino también de las experiencias previas y sentimientos del lector que lo “recibe”.
Lo musical en literatura puede evocarse mediante la prosa sin necesidad de dibujar notas en una partitura. Pero será necesario un lenguaje distinto del empleado en el resto de la obra: el lenguaje poético, diferente –y más lírico– del lenguaje que se usa, por ejemplo, para hacer descripciones. Su objetivo será revivir determinados sentimientos en el lector, que dependerán de su propio horizonte de experiencias, esto es, aquellas vivencias que marcan la manera en que se identifica con el texto. Por ejemplo, el desengaño amoroso experimentado por el lector propiciará su acercamiento empático hacia un personaje de ficción que enfrente una situación similar.
El proceso comunicativo funcionará cuando ambas partes hayan colaborado en la creación de esta música verbal mediante la suma de instrucciones y sentimientos. Como el responsable último de otorgar significado a un texto es el lector, y siempre es único, habrá tantas melodías como lectores tenga una novela. Al mismo tiempo, un lector podrá regresar al texto tiempo después para encontrar una melodía distinta, si su horizonte de expectativas ha cambiado.
El punto de encuentro para todas estas melodías serán los sentimientos evocados por la música verbal. Esta música despertará emociones y recuerdos, y la novela también podrá nutrirse de ello; sus mitos, leyendas y cuentos populares podrán existir a través de la música verbal.
Por ejemplo, en El nombre del viento (2007), de Patrick Rothfuss, el protagonista interpreta piezas cuyo contenido el lector solo puede evocar a partir del sentimiento:
“Empecé a tocar otra cosa que no eran canciones. Cuando el sol calienta la hierba y la brisa te refresca, sientes algo especial, y yo tocaba hasta que conseguía expresar ese sentimiento. Tocaba hasta que la música sonaba a ‘Hierba tibia y brisa fresca’. […] Hacia mediados del tercer mes dejé de buscar fuera y empecé a buscar temas en mi interior. Aprendí a tocar ‘Viajar en el carromato con Ben’, ‘Cantar con padre junto al fuego’. […] Tocar esas cosas me dolía, por supuesto; pero era un dolor como el de los dedos tiernos sobre las cuerdas del laúd”.
¿Podemos escuchar, entonces, música dentro de una novela? Lo cierto es que esto no es lo más relevante en la música verbal, porque el autor no nos transmite determinadas notas musicales ni un ritmo específico. En este caso, no persigue que la escuchemos, sino que la sintamos.