2 febrero, 2023
El ser humano es político por naturaleza y necesita líderes políticos. Sin embargo, muchas personas que sufren distintos trastornos mentales, la mayoría trastornos de personalidad, han encontrado en la política el contexto ideal donde desarrollarse.
Por Enric Soler Labajos*
El ser humano es político por naturaleza y necesita líderes políticos. El perfil de un político debería ser el de una persona que se siente comprometida con su comunidad y que está dispuesta a ponerse al servicio de esta para mejorar su calidad de vida. Sin embargo, muchas personas que sufren distintos trastornos mentales, la mayoría trastornos de personalidad, han encontrado en la política el contexto ideal donde desarrollarse.
Cuando sus respectivas psicopatologías representarían una dificultad de adaptación en la sociedad de ciudadanos de a pie, el sistema político les brinda la posibilidad de un desarrollo personal en el que la psicopatología se nutre del microcosmos de la clase política, sin representar un problema para la persona que lo padece.
Así, el trastorno de personalidad narcisista se satisface con la notoriedad de ser político y la percepción subjetiva de poder sobre los demás. El trastorno de personalidad antisocial está encontrando un contexto muy confortable con el auge de la extrema derecha, o incluso el trastorno histriónico de la personalidad encuentra en las sedes parlamentarias el lugar ideal donde escenificar sus espectáculos. El trastorno de personalidad obsesivo-compulsiva ha encontrado su espacio en la politización de la justicia. Lo mismo ocurre con la psicopatía, la sociopatía y los déficits graves de autoestima, que encuentran en el poder el mejor antídoto.
El psiquiatra y catedrático de la Universidad Complutense de Madrid Francisco Alonso Fernández ya se preguntaba en 1978:
“¿Cuántos políticos, llevados por factores personales, han cometido errores en sus gestiones? (…) Cuando un político no disfruta de un estado de salud mental aceptable, su conducta rezuma peligrosidad”.
¿Hay determinadas enfermedades mentales que encuentran en el ruedo político un ecosistema de desarrollo? ¿Son los hemiciclos parlamentarios lo mismo que el lienzo y el pincel con el que Salvador Dalí pudo convertir su “locura” en arte? En cualquier caso, no tiene las mismas consecuencias una obra de arte surrealista que una toma de decisiones sesgada por una eventual distorsión de la realidad.
También podemos verlo en sentido contrario. ¿Es la actividad política un factor de riesgo para desarrollar la “locura”? El neurólogo David Owen estudió durante siete años el cerebro de los líderes políticos y concluyó que:
“El poder intoxica tanto que termina afectando al juicio de los dirigentes”.
La secuencia sería la siguiente: un ciudadano con factores de riesgo de determinadas psicopatologías entra en política y, abruptamente, alcanza cotas de poder inimaginables para él. Quizá al principio sienta dudas sobre su capacidad de gestionar ese poder, pero rápidamente le aparece el grupo de incondicionales que le reconocen su valía, precisamente por el poder que ostenta.
A partir de aquí empieza a creer que está ahí por mérito propio y que por lo tanto queda situado por encima de los demás mortales. En este punto se entra en el momento megalomaníaco, creyéndose infalible e insustituible (de ahí que tan pocos políticos dimitan, negando sus propios errores, y aferrándose adictivamente al poder).
El siguiente paso consiste en realizar grandes planes para los que quizás tendrá la necesidad de perpetuarse, incluso cambiando las leyes que limitan la permanencia en el poder. Y por fin se llega a la etapa paranoide, en la que percibe que todo el mundo está contra él. Ya no distingue entre diferencias ideológicas, sino que solo es capaz de entender el “si no estás conmigo, estás contra mí”.
Esto le aleja y le aísla por completo de la sociedad que le eligió. La única salida es dejar de escuchar, ir hacia adelante al precio que sea, aunque implique el sacrificio de miles de vidas humanas, tomando decisiones sin permitir recibir asesoramiento y ajeno a la pérdida de la capacidad de autocrítica ante los propios errores. Finalmente “cae” del poder y el baño de realidad implica un duelo imposible de elaborar, de modo que lo más probable es que desarrolle una clínica depresiva.
Esta sintomatología ya se observó en la Grecia clásica y se ha definido como el síndrome de Hubris. En griego antiguo, húbris (ὕϐρις) significa orgullo desmedido, arrogancia y presunción. Se caracteriza por un ego exageradamente sobredimensionado, ambición sin límite, actitud desafiante y temeraria, insolencia y un sesgo cognitivo que hace creer a quien lo padece que merece mucho más que el resto de los seres humanos, a quienes desprecia.
Síntomas del síndrome de Hubris:
* Exceso de autoconfianza.
* Conductas imprudentes.
* Gran sentimiento de superioridad. Arrogancia, soberbia y chulería.
* Preocupación exagerada por la autoimagen personal.
* Pasión por el lujo y las excentricidades.
* Convicción de que todo vale; el rival debe ser derrotado a cualquier precio.
* Creencia irracional de infalibilidad. Incapacidad de autocrítica y de asumir las responsabilidades de sus decisiones, que nunca reconocerá como erróneas.
* Desprecio por el asesoramiento profesional, que implicaría reconocer que otras personas saben más que ellos.
* Distanciamiento gradual de la realidad. Carencia de empatía, humanidad y compasión.
* Incapacidad absoluta para la elaboración del duelo por la pérdida del rol de poder, que se solventa mediante las llamadas “puertas giratorias”, o que se mitiga mediante sustanciosas pagas vitalicias.
A pesar de que el síndrome de Hubris responde más a una caracterización sociológica, la psicología y psiquiatría siempre han reconocido los efectos que el poder puede generar en la salud mental. Como dice el proverbio, “aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”.
Nos encontramos, pues, ante un problema circular que se retroalimenta. Los factores de riesgo de determinadas psicopatologías empujan al sujeto a encontrar en el ruedo político un ecosistema que tendría la función de normalizar los síntomas de la enfermedad mental.
Una vez dentro de la clase política, la actual aristocracia, el poder alimenta los factores de riesgo psicopatológico personales dentro de un gueto que los normaliza, pero el coste se paga en sintomatología de Hubris.
Sin duda, una espiral de la que resulta casi imposible salir, que cada vez aleja más al sujeto de la realidad. Y esta es, precisamente, la definición más simple de la psicopatología.