Hay novelas que se leen con el cuerpo. Que dejan cicatrices invisibles, como si alguien hubiera pasado lentamente una daga tibia por la conciencia. Mario Vargas Llosa –el autor que transgredió la ficción con la misma rabia con la que otros disparan fusiles– esculpió en su literatura el lado más oscuro del poder. No para celebrarlo, sino para diseccionarlo. Para mostrar, sin anestesia, el rostro deforme del fanatismo, la dictadura, la corrupción, el miedo.
Cada una de sus novelas políticas es un espejo astillado. En ellas no hay respuestas, sino heridas abiertas.Desde el sertón brasileño hasta las oficinas opacas de Lima, desde los palacetes tropicales del Caribe hasta las selvas explotadas por la fiebre del caucho, Vargas Llosa retrató cómo el autoritarismo se infiltra en las venas de las naciones y sobre todo en las conciencias individuales. En sus mejores novelas políticas, la historia no es memoria: es una cicatriz que aún supura.
La guerra del fin del mundo (1981)
Inspirada en la Guerra de Canudos (1896-1897), esta novela monumental se sitúa en el sertão brasileño, una tierra seca y marginal donde los ecos de la modernidad republicana no llegan… o llegan como castigo. Allí, el consejero —una figura milenarista basada en Antonio Conselheiro— predica una utopía mística que seduce a los miserables. La República reacciona como suelen hacerlo los estados cuando no comprenden lo que temen: con violencia desmedida.
Vargas Llosa transforma un episodio histórico relegado en una fábula brutal sobre cómo el poder político y el fanatismo religioso pueden crear monstruos. No hay buenos ni malos: solo el choque entre dos visiones del mundo, ambas ciegas. El ejército masacra a miles en nombre de la civilización; los fieles mueren en nombre de un paraíso que nunca existió. Una advertencia rotunda sobre lo que ocurre cuando las instituciones abandonan a los suyos… y los dioses bajan del cielo para llenar ese vacío.