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28 noviembre, 2020

Maradona, según Eduardo Galeano

“Maradona se convirtió en una suerte de Dios sucio, el más humano de los dioses. Eso quizás explica la veneración universal que él conquistó, más que ningún otro jugador. Un Dios sucio que se nos parece: mujeriego, parlanchín, borrachín, tragón, irresponsable, mentiroso, fanfarrón”, decía Galeano.

En ese mismo fragmento, el escritor uruguayo hacía referencia al precio de la fama y el éxito que debió soportar Diego, por ser el mejor de la historia del fútbol: “Pero los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero”, agregó Galeano.

“La exitoína es una droga muchísimo más devastadora que la cocaína, aunque no la delatan los análisis de sangre ni de orina”, concluyó el escritor en el conmovedor video.

En vida, cada uno de ellos era declarado fanático del otro. Los unían ideales, pensamientos que defendieron siempre.

En 2015 cuando “el 10” supo que Galeano había muerto le dedicó un cálido mensaje: “Gracias por luchar como un 5 en la mitad de la cancha y por meterles goles a los poderosos como un 10. Gracias por entenderme, también. Gracias, Eduardo Galeano: en el equipo hacen falta muchos como vos. Te voy a extrañar”.

Este 25 de noviembre pasará a la memoria de los argentinos por la muerte de Maradona. Lo que muchos creían imposible finalmente sucedió en el mediodía de este miércoles.

Por eso, es necesario recordar el día que Galeano cayó a sus pies.

 

«Maradona», por Eduardo Galeano

 

Maradona viene cometiendo desde hace años el pecado de ser el mejor, el delito de denunciar de viva voz las cosas que el poder manda callar y el crimen de jugar con la zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa “con la izquierda” y también significa “al contrario de como se debe hacer”.

Maradona nunca había usado estimulantes en vísperas de los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que estuvo metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.

Desde que la multitud gritó su nombre por primera vez, cuando él tenía dieciséis años, el peso de su propio personaje le hace crujir la espalda. Este es un hombre que lleva mucho tiempo trabajando de dios en los estadios, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones: acosado por las exigencias de sus devotos y el odio de sus ofendidos.

El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. Hace años, en España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron en andas al culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes que celebraron la caída del insolente sudaca muerto de hambre, intruso en las cumbres, charlatán estrepitoso, fanfarrón y de mal gusto.

Después, en Nápoles, Maradona fue Madonna y San Genaro se convirtió en San Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantalón corto, iluminada por el halo de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra, y también se vendían botellitas con lágrimas de Berlusconi. Hacía sesenta años que el Napoli no ganaba un campeonato, ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de fútbol; y gracias a Maradona, el sur oscuro pudo vencer al norte blanco que lo despreciaba, copa tras copa, en Italia y en Europa. Cada gol era una revancha de la historia. En Milán odiaban al culpable de tanta afrenta, lo llamaban “jamón con rulos”. No sólo en Milán: en el Mundial del ‘90, la mayoría del público castigaba a Maradona con furiosas silbatinas cada vez que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una victoria italiana.

Para entonces ya había quienes le echaban por la ventana muñecos de cera atravesados de alfileres. Y estalló el escándalo de la cocaína, que convirtió a Maradona en Maracoca, y la televisión retransmitió en directo, como si fuera un partido, el ajuste de cuentas: toda Italia vio cómo la policía se llevaba preso al delincuente que se había hecho pasar por héroe. El proceso que lo condenó fue el más rápido de la historia judicial de Nápoles.

Lo mismo ocurrió, más tarde, en Buenos Aires. Detención en vivo y en directo, para deleite de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo. “Es un enfermo”, dijeron. Dijeron: “Está acabado”. El mesías convocado para redimir la humillación de los italianos del sur había sido también el vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos por algunos años; pero a la hora de la caída, Maradona no fue más que un farsante pichicatero y putañero, que había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Y hasta un fabricante de opinión que el tiempo olvidará en un ratito, para darse el lujo de decir que el inolvidable Maradona le daba lástima. Y lo dieron por muerto.

Los mismos periodistas que lo perseguían con los micrófonos lo acusaban entonces, como ahora, de hablar demasiado. No les faltaba, ni les falta razón; pero eso no era, ni es, lo que no podían ni pueden perdonarle: en realidad, no les gusta lo que dice porque cuando habla Maradona es tan incontrolable como cuando juega.

Este petiso ha tenido y tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En México y en Estados Unidos, en el ’86 y el ’94, ha sido su voz la que más fuerte ha denunciado a la dictadura de la televisión, que ha puesto al fútbol a su servicio y obliga a jugar al mediodía, bajo un sol que derrite las piedras. Ha sido y sigue siendo Maradona el hombre de las preguntas insoportables: el jugador, ¿es el mono del circo? ¿Por qué los jugadores no conocen las cuentas secretas de la FIFA, la todopoderosa multinacional del fútbol? ¿Por qué no pueden saber cuánto dinero producen sus piernas? ¿Por qué nunca los jugadores han sido consultados por la FIFA a la hora de tomar decisiones? ¿Por qué se alteran las reglas del fútbol sin que los jugadores puedan decir ni pío? Joseph Blatter, burócrata del fútbol que jamás ha pateado una pelota, pero anda en limusinas de ocho metros y con chofer negro, se limitó a contestar: “El último astro argentino fue Di Stéfano”.

Maradona resucitó, y estaba siendo otra vez, por lejos, lo mejor de este Mundial. Pero la máquina del poder se la tenía jurada. El le cantaba las cuarenta. Eso tiene su precio, y el precio se cobra al contado y sin descuentos. El propio Maradona regaló la justificación por su tendencia suicida a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se abre en su camino.

Maradona se va. Ya el Mundial no será lo que venía siendo. Nadie se divierte y divierte tanto charlando con la pelota. Nadie da tanta alegría como este mago que baila y vuela y resuelve partidos con un pase imposible o un tiro fulminante. En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohíbe gozar, se va el hombre que nos demostraba que la fantasía puede también ser eficaz.

Nos hemos quedado todos un poquito más solos.

Publicada el 1 de julio de 1994

T/ Eduardo Galeano-Página 12

(*) Extracto. Publicado en El Fútbol a sol y sombra, de Siglo XXI.