29 marzo, 2021
Dice el escritor Robert Macfarlane que en las catacumbas de París sintió mucho miedo.
Por José Carlos Cueto
Que allí, aunque creía que había superado la claustrofobia, esta regresó y le estrujó el cuerpo hasta casi provocarle asfixia mental y fisiológica.
Le sucedió al pasar por un túnel demasiado estrecho. Para atravesarlo debía recostarse, poner la cabeza de lado, inmovilizar las extremidades, arrastrarse como gusano.
El espacio era tan estrecho que sentía sus brazos bloqueados contra su cuerpo. Luego vino la opresión en el pecho y los pulmones. Apretó su aliento con fuerza. Si el túnel se estrechaba dos pulgadas más, quedaba atrapado. Pensar en continuar era atroz. Regresar, incluso peor.
«¿Cuándo se acaba el túnel?», pensaba con angustia Macfarlane, un escritor británico que viajó literalmente al inframundo de nuestro planeta para buscarle las virtudes que, dice, hemos desdeñado como humanidad durante decenas de miles de años.
El susto que pasó en París, y del que afortunadamente salió airoso, fue solo un lunar en una aventura por el subsuelo terrestre que duró alrededor de siete años.
En ese tiempo, visitó cuevas, minas, refugios subterráneos, tumbas milenarias y subsuelos polares.
Macfarlane es miembro del prestigioso Colegio Emmanuel de la Universidad de Cambridge en Reino Unido y se especializa en escribir libros sobre paisajes y naturaleza.
Aquí una entrevista sobre su último libro Underland: A Deep Time Journey (Bajo tierra: Un viaje en el tiempo profundo), en los días previos a la edición digital del Hay Festival de Colombia 2021.
P: Tras leer tu episodio en las catacumbas parisinas pensé que tu libro, definitivamente, no es para claustrofóbicos. Pero, ¿puede ser algo claustrofóbico y fascinante al mismo tiempo?
RM: -La verdad es que mucha gente me ha confesado que tuvo que apartar el libro en ese momento. Algunos ni siquiera han sido capaces de regresar a ese fragmento. Y sí, como escritor eso es algo que me fascina: compartir el miedo, escribir algo que el lector no sea capaz de leer.
Aquella fue una de las dos veces que me sentí propiamente asustado en mi aventura por el subsuelo. Sentí el riesgo, el miedo profundo. La otra vez que me sucedió fue en Noruega, un viaje también difícil y peligroso.
Yo creía que había superado la claustrofobia, pero en esos episodios volví a sentirla. Es algo que también me interesa explorar: la forma en la que el cuerpo siente cosas que se escapan del control de la mente. Todavía sueño con los momentos de miedo bajo tierra.
Es algo paradójico. El espacio bajo tierra está lleno de inestabilidad y peligro, pero también es el lugar más seguro, donde ponemos nuestros objetos más preciados: los muertos, los tesoros, las pertenencias valiosas.
¿Cuándo surgió la idea de emprender un viaje por el subsuelo?
La idea surgió en 2010, un año en el que resultaba realmente difícil no pensar en cuántas cosas suceden bajo tierra. Ese fue el año del fatídico terremoto de Haití, la erupción volcánica en Islandia y de los 33 mineros que quedaron atrapados en Chile y se les recató uno por uno mientras se retransmitía por la televisión.
Recuerdo quedar muy impresionado por esas imágenes, por cómo salían en una cápsula que la NASA había ayudado a diseñar. Realmente me pareció que habían llegado del espacio, de otro planeta.
Conocemos tan poco el subsuelo que para mí es como si fuera, de hecho, otro planeta.
Tu primer libro sobre paisajes iba sobre las montañas. El último va sobre el subsuelo. Es un cambio considerable…
Me encanta el alpinismo y mi primer libro buscaba entender qué motiva que las personas escalen montañas. Aquello fue un rompecabezas relativamente fácil de resolver, porque realmente solo hemos estado escalando montañas durante unos 300 años.
Aquel libro se publicó hace alrededor de dos décadas, y me ha tomado todo este tiempo aplicar la lógica contraria e intentar explicar por qué a un humano le puede gustar ir bajo tierra.
Esa costumbre es mucho más antigua que escalar montañas.
Los enterramientos bajo tierra suceden desde antes del homo sapiens. Tenemos registros de la prehistoria de enterramientos y de arte rupestre en cuevas. Resulta muy antiguo y misterioso porque, aún con todo eso, el espacio subterráneo sigue siendo un reino desconocido.
Como especie tendemos a permanecer en la luz, huir de la oscuridad. Probablemente se sepa menos sobre el subsuelo que lo que conocemos sobre la Luna y parte del espacio.
Caminamos sobre secretos todo el tiempo.
Hay un fragmento del libro en que afirmas que los humanos solo entendemos la luz cuando hemos vivido en la oscuridad. Siento que esa frase tiene bastante relación con todo lo que estamos viviendo con la pandemia.
Puede que esa sea la frase del libro que ha acabado siendo más fidedigna y verídica, sobre todo desde que nos golpeó la crisis del coronavirus.
La escribí porque cada vez que emergía desde el subsuelo, ya fuese desde una cueva o desde las catacumbas de París sin poder ver el sol, salir era renacer. Probablemente sea la experiencia más poderosa que conozco. Volver a ver los colores, las aves, los cielos… por unos minutos se convertía en una experiencia psicodélica.
Solo se aprende a apreciar el poder de la luz cuando te la han arrebatado. Es una idea que desde entonces me vuelve una y otra vez. Es lo que siento desde que el covid nos impactó.
Mientras escribía el libro, nuestro mayor trauma como especie eran los peligros del cambio climático. Pero ahora la pandemia es nuestro desafío más urgente.
Las veces que los confinamientos nos han dado un respiro, que hemos vuelto a la luz, mucha gente se ha fascinado por cómo los actos más simples del mundo nos hacen felices.
La pandemia nos enseña a amar la normalidad.
«Al subsuelo se le asocia con la muerte, el peligro, el desecho. Es ahí donde con frecuencia metemos las cosas que no queremos ver».
Leyendo el libro me daba también la impresión de que hay tantas cosas por descubrir que la mayoría de nosotros moriremos completamente inadvertidos sobre todo lo que sucede bajo tierra.
Creo que la ignorancia en ese caso puede ser buena, puede incitarnos a descubrir más.
Me fascinó descubrir cómo los hongos, bajo tierra, conectan plantas y sistemas vegetales desde hace millones de años y se transfieren minerales, vitaminas y recursos, y sin embargo solo hemos aprendido suficiente sobre ello en los últimos 20 años. Aunque es verdad que algunas culturas indígenas ya intuían este sistema conocido como wood wide web.
En el capítulo en que me adentré en las profundidades para conocer más sobre la búsqueda de la materia oscura también conocí aspectos interesantes. Y es que apenas ahora es que estamos conociendo mejor la inmensa biomasa que permanece bajo la tierra, al menos a 11 kilómetros de profundidad.
Se trata de masa bacteriana fundamentalmente, pero que supera por mucho en masa a todos los seres vivos sobre la tierra. Es algo extraordinario.
Viajar al subsuelo fue un recordatorio permanente de lo poco que sabemos y lo humildes que debemos permanecer. Es lo que intento con el libro.
¿De todo lo que viste, qué fue lo que más te impactó?
Siempre es difícil elegir. Fue extraordinario estar en Groenlandia y ver los casquetes polares derretirse más rápido que nunca. Ahí tuve un gran sentido de lo volátil que se está volviendo el planeta.
Lo otro que me impactó sucedió en el último capítulo, en Finlandia, en la instalación profunda donde se alojan desechos nucleares. Esperaba encontrar el lugar más depresivo de mis viajes, y al final fue donde me animé más.
En este lugar la gente estaba tratando de ser buenos ancestros, poniendo a salvo materiales con potencial peligroso durante al menos dos generaciones por venir.
En el libro hablas con frecuencia de la forma en que nuestra especie infravalora el espacio subterráneo. Incluso pones un ejemplo de cómo lo hacemos a través de nuestro propio lenguaje.
Infravaloramos el subsuelo y, de hecho, en la literatura solemos llamarlo inframundo, algo negativo. Tenemos muy incorporada la idea de que lo de arriba es bueno y lo de abajo es malo. Son sedimentos en nuestro idioma y pensamientos.
Al subsuelo se le asocia con la muerte, el peligro, el desecho. Es ahí donde con frecuencia metemos las cosas que no queremos ver. Donde, por ejemplo, hemos explotado a mineros durante muchos años. Hay muchas connotaciones negativas sobre el espacio subterráneo que están muy extendidas.
Yo trato de emplear otra narrativa, la de que el subsuelo tiene la clave para ver el futuro y para obtener conocimientos útiles y valiosos. Por ejemplo, con la búsqueda de la materia oscura y la glaciología, donde se investiga y se trata de entender el futuro analizando lo que ocultan las capas de hielo.
Pero tú tienes el deseo incluso de que cambiemos nuestro lenguaje, que este se vuelva más fidedigno y que describa mejor la animación de lo que nos rodea.
Sí, es una idea que me interesa. Es algo que la botanista estadounidense Robin Kimmerer describe como la gramática de la animación.
Te pongo un ejemplo. El inglés es un idioma desarrollado en los últimos 500 o 600 años con una visión poco animada de lo que es el mundo vivo. Para todo lo que no es humano, lo llamamos «it», sin siquiera darle un género.
Yo creo que eso al final ha terminado vinculando a la naturaleza como un recurso para ser explotado, más que una comunidad de la que todos formamos parte.
Durante años, el colonialismo europeo capitalista ha expuesto a la naturaleza y al resto de especies como meros recursos.
Me interesa cómo el lenguaje configura lo que para mí es una ideología desastrosa y las formas en que podemos modificar el lenguaje para reconocer la vida que hay en las cosas.
«Creo que el coronavirus nos ha desviado de la conciencia de estar viviendo un tiempo crítico para la humanidad».
A lo largo del libro te preguntas continuamente si en nuestra generación estamos siendo buenos ancestros del futuro ¿Llegaste a alguna conclusión?
Sí, concluí que somos malos ancestros de nuestro futuro. Creo que el coronavirus nos ha desviado de la conciencia de estar viviendo un tiempo crítico para la humanidad.
Estamos respondiendo como gobiernos y naciones a un desafío situado en un marco temporal cortoplacista. Y por resolver algo tan inmediato nos estamos volviendo hiperreactivos como especie.
Creo que esto tendrá graves consecuencias para lo que llamamos nuestro pensamiento a largo plazo; nuestra responsabilidad con el futuro, con el clima en particular.
Nuestra posibilidad de ser buenos ancestros me parece otra de las víctimas que ha dejado la pandemia.
*BBCNM