17 julio, 2021
Corren malos tiempos para las glorias póstumas, y la de Napoleón Bonaparte no es una excepción. Incluso en Francia, políticos, periodistas e intelectuales que antaño hubieran loado las hazañas del gran corso, preferirían hoy, doscientos años después de su muerte, que la efeméride pasara inadvertida. No están los tiempos como para agitar debates sobre memorias históricas, piensan prudentes, y menos a un año de las próximas elecciones presidenciales galas. Este año, el presidente Macrón liberó en parte a Napoleón del banquillo de los acusados históricos.
Por Luis Francisco Martínez Montes*
El empeño por evitar disputas públicas sobre el pasado, sin embargo, no ha impedido que desde distintos sectores críticos se aproveche el actual bicentenario para recordar que Bonaparte, pretendido salvador y difusor de los ideales de la Revolución francesa, habría sido, bajo la máscara del héroe que dejó atrás el Antiguo Régimen, el tirano que revirtió e incluso abolió muchas de sus conquistas.
Se insiste así en que, en 1802, durante su Consulado, Francia volvió a instaurar la esclavitud en sus colonias. También, que el principio revolucionario de igualdad entre hombres y mujeres sufrió un duro retroceso con su Código Civil, promulgado en 1804, por el que las mujeres casadas eran incapacitadas jurídicamente y asemejadas a menores de edad.
Por no hablar del pillaje y de los numerosos crímenes de guerra cometidos por los ejércitos napoleónicos durante sus campañas de conquista, desde Egipto hasta Polonia y desde España hasta Rusia.
Semejantes invectivas contra la memoria de quien era hasta no hace tanto considerado uno de los intocables en el panteón de grandes héroes franceses no han de extrañarnos. Podría decirse que forman parte del espíritu de nuestra época.
Hace apenas un año, el movimiento Black Lives Matter (BLM), nacido en 2013 en Estados Unidos para protestar contra la violencia sufrida por la población afroamericana, eclosionó de nuevo tras la muerte de George Floyd a manos de varios policías en Minneapolis, transformándose en una protesta global.
En su estela, se sucedieron asaltos en diversos países contra monumentos y memoriales consagrados a figuras históricas acusadas de haber estado asociadas al racismo, la esclavitud o la discriminación en sus múltiples manifestaciones, aunque formaran parte del canon de sus respectivas naciones.
Policías británicos vigilan una estatua de Winston Churchill frente al Parlamento Británico. Wikimedia Commons
Así fueron cayendo, a ambos lados del Atlántico, efigies de Washington, Jefferson o del general confederado Andrew Jackson; de Cristóbal Colón y de fray Junípero Serra; del rey Leopoldo II de Bélgica y de Churchill, así como de otros personajes menos conocidos del pasado colonial en países como Canadá, Australia o Nueva Zelanda.
En la misma Francia, tan celosa de preservar los iconos que han contribuido a redorar su imagen, hubo protestas contra las representaciones de Voltaire, acusado de enriquecerse con la trata de esclavos, y contra la memoria de Jean-Baptiste Colbert, ministro de finanzas de Luis XIV, artífice, cierto es, de la moderna industria y hacienda francesas, pero inspirador del infame Código Negro que regía la práctica de la esclavitud en las Antillas galas.
Ajeno a tales vaivenes de la opinión pública, el presidente Macron, tantas veces tachado de bonapartista por admiradores y detractores, ha pronunciado una medida declaración institucional este mismo 5 de mayo, día del fallecimiento de Napoleón, en el Instituto de Francia. Lo ha hecho ante la flor y nata de las Academias galas, antes de depositar una corona en Los Inválidos, donde se encuentra la ornada tumba del emperador.
Ha sido el primer discurso solemne realizado por un presidente en ejercicio sobre el personaje y su controvertido legado desde tiempos de Pompidou, hace más de medio siglo. Entonces, una verdadera “fiebre patriótica” recorrió el hexágono coincidiendo con el bicentenario del nacimiento de Bonaparte, encumbrado por entonces como el fundador de las instituciones que han vertebrado la Francia moderna: las prefecturas como forma de organización y administración territorial, el Consejo de Estado, los liceos y las grandes Escuelas, la Legión de Honor como símbolo de un sistema meritocrático de ascenso social abierto a todos los estamentos y genios individuales…
Napoleón, en suma, fue erigido como encarnación de la grandeur y, al tiempo, como símbolo de la unificación nacional en un período en el que Francia, agitada por los eventos de mayo del 68, supurando por las heridas todavía abiertas de la independencia de Argelia, golpeada por una crisis económica que puso fin a las décadas de crecimiento de la postguerra y enfrentada al traumático final del gobierno de De Gaulle, estaba sumida en una profunda sima y al borde de la confrontación civil, como tantas otras veces en su atribulada historia.
Son en efecto, otros tiempos. Acostumbrado a enfrentar temas controvertidos, desde las atrocidades cometidas por las tropas francesas en la guerra de Argelia a la supuesta complicidad de París en el genocidio ruandés, el actual inquilino del Eliseo ha optado esta vez para su disertación conmemorativa un ambiente académico más proclive, se supone, al debate sosegado y ajeno a las exaltaciones emotivas.
Con ello, ha pretendido alejar la figura de Napoleón tanto del panegírico como de la damnatio memoriae, situándola en sus justas proporciones históricas.
En la misma línea de prudencia didáctica, no faltarán durante el año en curso, con permiso de la pandemia, las exposiciones de rigor dirigidas al gran público.
La más atractiva, albergada en el Museo del Ejército parisino, estará dedicada a explicar las circunstancias de la muerte de Napoleón en la isla de Santa Elena. Se centrará en la difusión de la noticia Urbi et Orbi, gracias a las incipientes tecnologías de la información de la época y a los esfuerzos de los gobiernos británico y francés. El interés de estos era evitar que el deceso del héroe en el exilio fuera explotado por los nostálgicos del Imperio, deseosos de minar la monarquía restaurada en la persona de Luis XVIII y de alterar el orden geopolítico impuesto en Europa por el Congreso de Viena de 1815.
Finalmente, para acompañar los eventos más notables del bicentenario ya reseñados, en las vitrinas de las librerías han aparecido desde principios de año nuevos ensayos destinados a iluminar aspectos parciales o poco conocidos, si acaso quedara alguno, de la epopeya napoleónica.
Entre los más recomendables, todavía no traducidos al español, cabe destacar dos.
El primero, obra de Alexander Mikaberidze, un historiador georgiano afincado en Estados Unidos, se titula Las guerras napoleónicas. Una historia global, y es un loable intento por narrar el impacto de la expansión imperial francesa bajo Napoleón más allá de las fronteras europeas y de la conocida campaña de Egipto. En sus páginas nos encontramos, por ejemplo, con las repercusiones de la entente franco-rusa de Tilsit sobre las fronteras orientales del Imperio Otomano, el Cáucaso y Persia; con las reverberaciones del bloqueo continental impuesto a Gran Bretaña en las lejanas costas del Golfo Pérsico y en el océano Índico o con el dramático efecto, más conocido entre nosotros, de la invasión de España sobre las emancipaciones de América Latina.
El segundo libro, Napoleón, el último romano, más breve, pero igualmente enjundioso, es obra de Jacques-Olivier Boudon y trata sobre la obsesión del emperador por los grandes héroes de la Antigüedad Clásica, desde Alejando Magno a Julio César o Augusto, a quienes pretendió emular tanto en sus obras como en la imagen que legaron a la posteridad.
No en vano, ya David, pintor primero afecto a la causa revolucionaria y más tarde devoto de la epopeya imperial, supo ensalzar esa dimensión del personaje en cuadros famosos. Uno es Napoleón cruzando los Alpes, en donde es asemejado a Aníbal.
Otro, La consagración de Napoleón y la coronación de Josefina, óleo monumental en el que la imagen de la transmisión del poder imperial está destinada a imprimir en el ánimo del espectador tanto la legitimidad de la aventura napoleónica, inscrita en la línea sucesoria que en Francia remonta a Clovis y Carlomagno, como la profunda ruptura que supuso con el pasado.
Precisamente es esa doble faz de Napoleón, a la vez heraldo y sepulturero de la Revolución francesa, la que hace de su trayectoria vital y política un ejemplo único de héroe no tornado hacia el pasado, sino al porvenir, en el que su figura habría de ser una y otra vez encumbrada y vilipendiada, según el ánimo de las sucesivas generaciones.
Así le vio el más dotado literariamente de sus admiradores, Henry Beyle, conocido como Stendhal, quien todavía en vida del general publicó una semblanza de su fugaz estrella con ánimo de contradecir a quienes, como Madame de Stäel, su enemiga íntima, ya se complacían en hacer leña del árbol caído.
A Stendhal, en efecto, debemos el que sea quizá mejor resumen del carácter de Napoleón, de sus virtudes y sus defectos, resumidos en una sola frase: todo lo que ganó con la espada, no supo mantenerlo con la pluma.
Es la pluma, y no la espada, la que hace y deshace la memoria de los grandes hombres y mujeres. Afortunadamente para Napoleón, a pesar de sus crecientes detractores, todavía tiene quien le escriba. Mientras así sea, perdurará su nombre.