9 diciembre, 2022
A 20 kilómetros de la bahía, donde la arena del desierto comienza a ganarle al asfalto, existe una Doha ajena a la Copa Mundial del fútbol que, sin embargo, conserva una particularidad común en Qatar: la fascinación por Argentina.
Es una Doha periférica, profunda, inmigrante, en la que habitan y diariamente se ganan la vida personas que proceden de la India, Bangladesh, Pakistán, Nepal y otros países de la región en busca de un mejor futuro.
Está fuera del radio de alcance de las tres líneas de metro construidas por el Mundial, no rige en ella ningún beneficio de la tarjeta Hayya, no se exhibe la cartelería que embellece a la zona turística y la FIFA no llega con su mensaje de hermandad.
Por aquí no circulan Ferraris, Lamborghinis, Mercedes Benz ni Bentleys, sus caóticas calles y avenidas son ocupadas por camiones, pick ups, utilitarios, combis y autos estándar.
No hay árabes perfumados, de impecable túnica blanca, y tampoco alegres fans con la camiseta de sus respectivos países; predominan los hombres -casi ninguna mujer- con ropa de grafa, mameluco naranja, borcegos con punta de acero y chancletas.
El paisaje se compone de tierra, escombros, galpones, ferias, complejos habitacionales bajos y uniformes; muy diferente al que ofrecen los modernos edificios de West Bay o los lujosas marinas de La Perla.
En esta Doha, del área industrial, no existe la gastronomía sofisticada ni los restaurantes del Souq Waqif; aquí se come con la mano, en estrechos salones o en la calle misma, bajo el abrasador sol del mediodía qatarí.
Se venden aves desplumadas delante del consumidor desde los 25 riyales y también carne de cebú o camello a 30 por kilo, trozada directamente de la media res que tiende (sangrante) en el mostrador.
Esta zona de 30 kilómetros cuadrados, habitada por más de 360 mil trabajadores, es un motor de la economía qatarí, posicionada como una de las diez más ricas del mundo con una renta per cápita de 52.751 dólares.
Aunque la mayoría de los hombres que la transitan en cada jornada perciben salarios abismalmente alejados de ese promedio, que apenas alcanzan para vivir y a veces comprar otra moneda en algunas de las muchas casas de cambio que se intercalan entre talleres, depósitos, fábricas y comercios.
Los souvenirs y la ropa oficial de la Copa del Mundo no se consiguen, pero sí todo tipo de prendas de la industria textil, principalmente del seleccionado argentino y de Messi, la figura omnipresente en Qatar.
«¿Con quién juega Argentina?», pregunta Faruk, un joven bangladesí de 26 años que atiende una local multirrubro con una camiseta de la Selección. «Argentina, good people», refuerza tras ser consultado por su fanatismo.
La presencia de cronistas argentinos en este lugar, situado a la sombra de Qatar 2022, genera una curiosidad extrema. Desde una carnicería próxima, un hombre invita a pasar y, entre grandes piezas de animales, muestra una bandera «albiceleste» fijada en la pared.
«Acá somos todos fanáticos de Argentina por Maradona y Messi», cuenta con la aprobación de sus compañeros, salvo de uno que se gana el repudio general cuando expresa su preferencia por «Brasil».
La bandera celeste y blanca cuelga en casi todos los locales de Al Attiyah, la gran feria que concentra a trabajadores inmigrantes de Asia Meridional. «¡Argentina!», irrumpe un vendedor indio desde una casa de accesorios para celulares. Otras cuatro personas salen de su interior a pura sonrisa, retratan el momento con sus teléfonos y comparten datos sobre su pasión. «Estamos seguros que ganarán esta copa», coinciden.
Metros más adelante ocurre lo mismo en un local de hilados. «Mi hijo es fanático de Argentina», revela Ardash, al enseñar la imagen de un niño vestido con la 10 de Messi en la pantalla de su móvil.
La escena termina con buenos deseos y la promesa de reunirse en la calle para seguir con televisores el partido de este viernes ante Países Bajos. Ese que se jugará muy cerca de aquí en la lejana y suntuosa localidad de Lusail.
*Télam/ env Qatar/Fotos: Maxi Luna