2 octubre, 2020
Por Carlos Leiva
En nuestra sociedad y economía, enfermas desde mucho antes de la pandemia, los efectos serán peores que en otras partes, los contabilicemos o no.
En el segundo semestre de 2019 la pobreza rondaba 36% de la población. Al principio de las medidas de excepción, dijo el Presidente: “Prefiero tener 10% más de pobres y no 100.000 muertos en Argentina” (Perfil). Lamentablemente acertó. La pobreza alcanzó en el primer semestre de 2020 a 41% y la indigencia a 10% de la población.
Entre ambos semestres de 2019 y 2020, la economía cayó 19%, la desocupación alcanzó 13,1% y la inflación (en pandemia, con algunos controles de precios y freno de tarifas) tocó 43%. En el segundo trimestre de 2020 la pobreza tocó 47%.
El fracaso de las sociedades se mide por el tamaño de la exclusión social: fonteras sociales internas que desnaturalizan el concepto de Nación bajo el mismo Estado.
La vigorosa y acogedora sociedad argentina de final del Siglo XIX y principios del XX recibió millones de inmigrantes pobres y poco calificados. Aquella pobreza fue transitoria hacia un ascenso social que hoy recordamos evidente.
También lo hicimos en la mitad del Siglo XX cuando del interior migraban hacia las ciudades en busca de mejores condiciones de vida.
Hasta entonces nadie encontró una frontera para su progreso personal: existía progreso colectivo. Se ganaban derechos porque se generaba acumulación de capital físico, social y humano.
Haber perdido aquella capacidad de acumulación está en el origen de nuestros males.
Se instaló una frontera dificil de traspasar para los que sufren y eso resulta en una acumulación vertiginosa de pobreza que hace, paradojicamente, más frágil esa frontera.
La pobreza es un indicio de la exclusión. Como dice el Papa Francisco, el riesgo de este tiempo es la diabólica mecánica de la exclusión que traza una frontera contra la que se estrella el esfuerzo y en torno de la cuál se acumulan enormes riesgos de violencia. Es la contra cara de la perdida de acumulación de capital físico, social y humano. Zygmun Bauman, entre otros, lo anunció hace 30 años.
El crecimiento de la pobreza, de la desigualdad, la migración en busca de lo esencial es la matriz de la exclusión.
En la posguerra europea, cuando asomaba el Estado de Bienestar, Vittorio De Sica filmó “Milagro en Milán” que, en rodaje, se llamaba “Los pobres están de sobra”. La vimos en 1955 en cine debate del Colegio (que no es el Buenos Aires). Occidente vivía los avances colectivos del Estado de Bienestar. También nosotros.
Entre 1945 y 1955, el PIB de Argentina creció 48% y el PIB per capita (“proxy” de productividad y de bienestar sustentable), 19%.
A esa década le sucedió otra (1955-1965) en que el PIB creció 43% y el per capita, 21%. Menos crecimiento, pero más productividad. Buenos tiempos.
Finalmente, ya verá, 1965-1975: crecimiento de 42 % y 22% del per capita: menos crecimiento, pero más productividad.
¿Qué pasó? Décadas perdidas. Destrucción de la industria. Desempleo. Multiplicación del empleo público y de los servicios. Caída del salario real y, como señaló Julio H.G. Olivera, “una reducción de la oferta de bienes públicos”. De 1975 a 2020, el PIB creció sólo 87%. Fueron 46 años para lograr lo que en la “vieja economía” se había logrado en menos de la mitad de tiempo y el PIB per capita sólo creció 10% de punta a punta. A este ritmo anualizado necesitaríamos 460 años para duplicar el PIB. En 2480 estaríamos muy lejos del PIB per capita que hoy tienen Suecia, Dinamarca o Finlandia.
Los datos surgen de la monumental base estadística que compiló Orlando Ferreres.
Rebobinando la cinta de la historia encontramos el punto de partida en que se hicieron problema las cosas que hoy nos atormentan.
La picardía de nuestra historia es que el decurso de estos males ha sido lento (¡teníamos tanto!), pero siempre acumulativo. Ocurrió como una enfermedad silenciosa a la que la generalidad de los mortales no le prestamos atención. Nos despabila lo que hace ruido de manera súbita.
Para lo silencioso generamos una peligrosa capacidad de adaptación: el estancamiento de la economía y el deterioro de la cultura social, de un lado y, del otro lado, la frontera de exclusión que se acumulaba silenciosamente.
El silencio acumulado, lo dice la historia, finalmente se desmorona y se nos hace tarde. Un reloj que sólo atrasa un segundo, insensible, sea por minuto, por hora o por día, finalmente nos hará perder el tren del progreso. Estamos ahí.
Rebobinemos con honestidad estadística para terminar con las patrañas con las que se construye la historia para justificar los reiterados fracasos de las mismas omisiones que constituyen la matriz de las políticas de los últimos 46 años.
Lo que hoy estamos viviendo comenzó cuando decidimos destruir un modo de gestar la economía que, con falencias, nos había brindado el primer lugar en América del Sur.
La bandera “reformista” fue, y sigue siendo a pesar de las evidencias en contrario, el “agotamiento de la industrialización por sustitución de importaciones”.
No fueron capaces de sustituirla por algo que generara el bienestar social que la industria había generado, y que estaba en condiciones de seguir generando, y que la desindustrialización destruyó.
Comenzó con el “Rodrigazo”. Pero frente a la imposibilidad de imponerlo en el marco del Estado de Derecho, los mismos que lo alentaron, lanzaron la máquina infernal de la Dictadura Genocida para clausurar toda resistencia y dar lugar a la apertura económica y financiera sostenida por la deuda externa.
Sería injusto ignorar el papel provocador que le cupo, en este desastre, a los “estúpidos imberbes”, como los llamó el líder que invocaban, que agitando la bandera del socialismo sembraron violencia y muerte, asesinaron a los líderes sindicales que, como José Rucci, militaban en defensa del trabajo y la industria nacional.
Los que aún hoy hablan, que los evocan con increíble orgullo, hasta reivindican su responsabilidad en la violencia. Muchos de ellos han sido parte política activa de la destrucción de estos 46 años. Formaron parte de los gobiernos que se invocaron peronistas y hasta algunos y algunas, de los gobiernos que se invocaron antiperonistas. Además del protagonismo de la violencia fueron parte de la ejecución del industricidio.
La pobreza escandalosa, que hoy se asombra como un mal recién llegado, condena a más de la mitad de nuestros niños. Deriva de la parálisis de la economía del industricidio.
¿Qué tienen en común todas las políticas públicas ejecutadas desde 1975 en adelante?
Escuchemos a J. J. Ortega y Gasset: “Para definir una época no basta con saber lo que en ella se ha hecho. Es menester además que sepamos lo que no se ha hecho”.
¿Que tienen en común, por lo no hecho, estos 46 años? Años que gobernaron “peronistas” que contradijeron el ABC del Estado de Bienestar (bien común, industrialización, empleo, distribución, servicio público) desde María Estela Martínez hasta Cristina Fernández, pasando por Carlos Menem, Chacho Alvarez, Néstor Kirchner y radicales, que ignoraron la tradición de Don Hipólito y la modernidad de Arturo Frondizi o la fidelidad de Arturo Illia. Y, además, en la misma comunión económica, los que formaron parte de la Dictadura.
Respuesta: lo que todos ellos tuvieron en común es carecer de rumbo explícito con el consenso que va más allá de las mayorías ocasionales. Ni plan ni consenso durante 46 años que profundizaron la destrucción de la industria, del trabajo de alta productividad y de la diversificación productiva. OK.
Finalmente, el 80% del empleo está en el sector servicios, con la bajísima productividad que nos retrotrae a la de 1974 y una restricción externa que provoca la deuda externa y se convierte en una horca cuando la incapacidad de pago, a causa de no producir bienes transables, genera la huída de los dólares.
No tenemos moneda: es cierto. Pero la causa última es que no producimos bienes transables para poder darle respaldo a la moneda que emitimos.
En 1974, la pobreza en Argentina se estimaba en 4% de la población, es decir, 1 millón de personas. En estos 46 años nunca dejó de crecer y lo hizo a la tasa anual acumulativo del 7%: nuestra única tasa china.
La inflación, otro de los viejos males que entonces castigaba infinitamente menos, encareció la vida, la baja de la productividad redujo el nivel real de las remuneraciones de todo tipo, la falta de inversiones aumentó el desempleo, una parte creciente de los ingresos se obtuvieron de trabajos en negro, cuenta propismo, changas, rebusques.
Todos esos males originantes se concentraron en las periferias de las ciudades porque la actividad agropecuaria y forestal, expulsaba mano de obra a causa de la mecanización, de las dificiles condiciones de la vida rural y la enorme, gigantesca, estúpida catilinaria que desprestigia la vida en pequeños pueblos, en el campo, exaltando las bondades de la vida urbana y sin las políticas de desarrollo regional que la hubieran contenido.
Expulsión, por falta de contención y atracción, con la sola vocación de generar “clientes” de consumos urbanos masivos o “clientes” de la peor versión de la política.
El reloj se puso en hora. No hay demasiado tiempo para lograr un consenso mayúsculo que deje atrás los problemas personales, por encumbrados o poderosos sean los que buscan derogarlos.
El consenso urgente es la condición necesaria para fijar un rumbo colectivo y un plan que nos vuelva a convertir en la sociedad de productores.
La sociedad que fuimos hasta que la mala digestión de ideas publicitarias, en lenguaje económico, nos provocó el alzamiento sistémico de la frontera que hoy excluye al 50% del futuro que son los niños.
Si no nos conmueve la Justicia y los valores, hagámoslo porque esa frontera es insostenible.
“Un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo”. Mateo, 15.
*El Economista https://eleconomista.com.ar/2020-10-parabola-ciegos/