19 mayo, 2023
La meritocracia es un sistema clasificatorio que ordena a las personas según sus méritos, pero para ello es necesario la igualdad de oportunidades en todos los campos, empezando por el acceso a la educación.
Por Marc Grau-Grau*
En las últimas décadas han sido mucho los defensores políticos del argumento meritocrático. Tiene sentido pensar que una sociedad meritocrática es más deseable que una aristocrática o basada en el favoritismo.
Sin embargo, es interesante escuchar también a sus críticos. Debemos recordar que el propio Michael Young, quien popularizó el concepto de meritocracia en su novela distópica El triunfo de la meritocracia 1870–2034, estaba haciendo una sátira de una sociedad futura organizada solo según la inteligencia y el mérito.
Otro de los grandes pensadores actuales que nos invita a pensar en la meritocracia de una manera crítica es Michael Sandel, profesor de filosofía política en Harvard.
Una primera gran crítica a la meritocracia es en términos de justicia. Según Sandel, aunque el sistema meritocrático fuera perfecto y equitativo, siempre generaría perdedores y ganadores. A la meritocracia no le importa que haya perdedores, lo que le importa es que el sistema clasificatorio sea transparente. Por lo tanto, para Sandel el proyecto meritocrático en términos de justicia es relativamente pobre.
Una segunda gran crítica es relativa al mérito de los ganadores: ¿se ganan realmente los ganadores su posición? También se podría formular a la inversa: ¿se ganan realmente los perdedores su posición?
Según Sandel, no del todo. Se olvida con demasiada frecuencia la importancia de elementos como el afecto recibido (sí, el afecto), el nivel cultural y económico de los padres y madres, los mecanismos de reproducción de los que nos hablaban hace ya 50 años los sociólogos Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron o del momento histórico que valora unos talentos y no otros. Es decir, ¿hubiese sido apreciado un jugador de baloncesto en la Edad Media?
Además, según Sandel, la creencia meritocrática genera dos actitudes que no mejoran una sociedad: la soberbia meritocrática (entre los ganadores), y la frustración y el resentimiento (entre los perdedores).
Tal y como indica Sandel, para alguien que se ha esforzado y se ha quedado en la cola es quizás aún más frustrante vivir en una sociedad meritocrática que vivir en una aristocrática, ya que si antes la culpa de la no–movilidad social era del sistema, ahora la culpa es suya.
La meritocracia pura pone todo el énfasis del éxito o fracaso en el individuo, generando una autoculpabilización excesiva en unos y una autosuficiencia falsa en otros. Esta autosuficiencia nos hace narcisistas, es una enemiga del cuidado del otro. En cierta manera, nos deshumaniza.
La ilusión del mérito, entendida como una excesiva atribución real del propio esfuerzo y talento realizado a lo largo de la trayectoria vital que permite estar donde estamos, queda muy bien reflejada en una encuesta del CIS realizada en 2017 y plagada de datos interesantes: “Desigualdad y movilidad social”.
Al plantear mi investigación, quería entender cuál era el grado de percepción de esfuerzo y talento según el origen socioeconómico. Básicamente me pregunté: ¿las personas que han crecido en entornos socioeconómicos favorables atribuyen en mayor medida su propio esfuerzo y talento como razones para conseguir su trabajo actual que otras personas con otras realidades?
El estudio publicado en la Revista Española de Sociología, con motivo de los 50 años de la publicación de La Reproducción de Bourdieu y Passeron, realiza dos ejercicios analíticos para contestar a la pregunta, usando unos mapas visuales, a partir de una técnica muy querida por Bourdieu: el análisis de correspondencias múltiples.
El primer ejercicio analítico fue comprender la relación entre el capital cultural del participante y el capital económico de la familia del participante cuando éste tenía 16 años.
El mapa visual nos muestra una importante cercanía entre ambos elementos. Obviamente, hay excepciones, y todos conocemos estudiantes brillantes que no lo tuvieron fácil, pero el análisis nos indica que aquellos que crecieron en un ambiente económico y cultural favorable pueden gozar hoy en mayor medida de estudios superiores comparados con participantes criados en otros entornos.
Por otro lado, el segundo ejercicio analítico fue comprender la relación entre el capital cultural actual y la percepción del esfuerzo y talento en la obtención del último trabajo.
Los participantes con un mayor capital cultural son los que reportaron con mayor ímpetu que su último trabajo se debía a su talento y a su esfuerzo. Con los datos que disponemos no podemos saber quién se esforzó más, sino sencillamente qué grupo atribuyó un mayor peso a su esfuerzo y talento en la obtención de su puesto actual y estos fueron aquellos educados en entornos socioeconómicos altos.
Este resultado nos obliga a pensar si tal relación es real o ilusoria. Es cierto que un mayor capital cultural puede conllevar intrínsecamente el desarrollo de capacidades y habilidades que a la vez permitan conseguir ciertos empleos.
Pero también podría ser cierta la tesis de que los participantes con un capital cultural alto, conscientes o no, valorasen en exceso, tal y como indica Sandel, su significación moral del esfuerzo por el simple hecho de ser los ganadores del sistema meritocrático. Sin embargo, este lugar no se ha ganado solo por el talento y el esfuerzo individual, sino también, como ya indicaban Bourdieu y Passeron, por el peso del contexto social, cultural y afectivo en que se ha crecido, así como por los mecanismos de reproducción presentes.
De ser esto cierto estaríamos generando una ilusión del mérito que lejos de humanizarnos podría tener el efecto contrario.
**Este artículo fue publicado por The Conversation
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