El último libro que dio a conocer Tamara Kamenszain fue «Chicas suspendidas».
Poeta, ensayista y docente, Tamara Kamenszain fue una autora singular que tomó riesgos en su escritura siempre apostando al ejercicio de la memoria y a transformar lo íntimo en literatura, cultivando una obra que supo condensar la fuerza de la ficción para narrar la vida pero también para cicatrizar duelos.
Nacida en Buenos Aires en 1947, Kamenszain fue una formadora de escritores, tarea que desempeñaba como docente y fundadora de la primera carrera universitaria de escritura del país que se dictaba en la Universidad Nacional de las Artes (UNA) pero esa faceta de guía, una especie de armadora de lazos lectores, también atravesaba sus libros, ya que siempre estaban los autores o autoras que la habían inspirado, conmovido para iniciar su escritura.
«Leer y escribir es una dupla que solo puede separarse cuando se levanta la cabeza de las páginas ajenas para volver a inclinarla en las propias», escribió en «Libros chiquitos», el trabajo que formó parte de la colección Lector&s de la editorial Ampersand en el que contó su encuentro con obras que la impulsaron a escribir, clases que le mostraron nuevas formas de lectura y colegas que la ayudaron a ampliar los sentidos de su oficio como periodista o bibliotecaria en distintos momentos de su vida.
Estudiante de filosofía, periodista cultural y bibliotecaria, Kamenszain es autora de potentes libros de poemas como «La novela de la poesía» -que reúne en un solo tomo sus diez libros dedicados al género y ensayos como «El texto silencioso», «La edad de la poesía» y «La boca del testimonio» y por estos días había editado por Eterna Cadencia, «Chicas en tiempos suspendidos», la que se convirtió en su última publicación.
Dividido en cinco capítulos: «Poetisas», «Abuelas», «Chicas», «Antivates» y «Fin de la historia», el libro indaga en los universos de Delmira Agustini, Juana Bignozzi, Cecilia Pavón o Celeste Diéguez pero también en sus nietas, en el grupo musical Los Abuelos de la Nada o en Abuelas de Plaza de Mayo.
La autora fue Fue fundadora y asesora general de la Licenciatura en Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes (UNA).
Identificada como parte de la generación de los poetas barrocos junto a Arturo Carrera y Néstor Perlongher, desplegó sus reflexiones sobre los géneros y el ejercicio de la escritura en los ensayos «El texto silencioso. Tradición y vanguardia en la literatura sudamericana», «La edad de la poesía», «La boca del testimonio» y «Una intimidad inofensiva. Los que escriben con lo que hay».
Justamente su reflexión sobre las formas está en «El libro de Tamar», una obra difícil de definir, en la que la riqueza está en la transformación constante que propone para pensar las palabras, su sonido y la diversidad de su alcance.
Publicado en 2018, este cruce de ensayo y diario, comienza cuando encuentra un poema escrito y dedicado por su exmarido Héctor Libertella durante el proceso de separación. El papel había pasado por debajo de la puerta de su departamento pero ella lo encontraba después de la muerte de quien fue padre de sus hijos: Malena y Mauro.
Lectores sagaces de sus obras, compañeros en el exilio en México, socios de muchas y variadas cotidianeidades, Kamenszain y Libertella aparecen en «El libro de Tamar» como los protagonistas de una historia de amor que asume el desencuentro como parte del cuento.
A partir de ese papel, en el que el escritor jugaba con las seis letras de su nombre, «Tamara», «Tamar amar», «Trama mar», la escritora recupera fragmentos, retazos de esa vida compartida en la que relee también a otros escritores: Ricardo Piglia, Josefina Ludmer o María Moreno.
Ella lo reconocía como impulsor de su obra, ya que fue quien la convenció de llevar su libro «Los No» a Enrique Pezzoni, editor de Sudamericana en ese entonces y que luego se convirtió en el editor y «maestro» de Kamenszain, como lo llamaba ella.
Entre los lectores de «El libro de Tamar» estuvo el productor Diego Dubcovsky, que convocó a la autora para llevar la historia al cine y fue ella la que propuso a Analía Couceyro para la adaptación y el guion de la película. «Adaptar algo ya escrito es volver a escribirlo, lo mismo que pasa con las traducciones», contó a Télam cuando se supo que su libro sería llevado al cine. Ella que siempre respetaba mucho las versiones que hacen los traductores de mismos libros.
Sus textos fueron traducidos al inglés, francés, portugués, alemán e italiano y entre los reconocimientos que cosechó están el Premio Municipal de Ensayo, la beca John Simon Guggenheim, el Konex de Platino y la Medalla de Honor Pablo Neruda. Por «La novela de la poesía. Poesía reunida» había ganado el premio de la Feria del Libro de Buenos Aires al mejor libro publicado en 2012 y el Premio Lezama Lima de Cuba.
«En mi adolescencia cuando terminaba con algún noviecito alternativamente descubría algún nuevo libro que me consolaba con sus poemas llorones de amor. Eso me hace pensar que la poesía trabaja más con el objeto ausente que con la presencia. La gente en general suele acercarse a leer poesía cuando tiene que digerir alguna situación límite, si no, le suelen huir y dicen que no la entienden. Lo mismo para quien escribe poesía: se dice que los mejores poemas suelen tener que ver con muertes cercanas, grandes pérdidas, como si uno encontrara en el reservorio del género algo más directo para decir. Ahí las metáforas caen, dejan de ser artificios y se pliegan a lo real», dijo en una entrevista con esta agencia.
Reconocía al periodismo como «una verdadera escuela de escritura», lo había ejercido en la sección Internacionales del diario La Opinión, donde un jefe le había dicho: «hay que ir a los bifes». Entonces tomó esa consigna como premisa para poner en marcha su escritura.
«El hecho de tener que pensar en un lector definido y no poder delirarse con cualquier libertinaje estético o gramatical, o el hecho de estar obligado a un poder de síntesis, son herramientas invalorables para después poner en práctica cuando uno escribe», destacaba.
En La Agenda, donde su hijo -el escritor Mauro Libertella- era uno de los editores, Kamenszain conjugaba sus oficios: como lectora, como docente y también como periodista escribía sobre sus lecturas recientes, sobre las formas de escrituras de poetas o autoras que admiraba pero también sobre sus artificios, los que descubría en otros y la llevaban a repensar lo que ella ponía en práctica como escritora.
En esos textos se detuvo en Aurora Venturini, Karl Ove Knausgård, Mariana Eva Pérez o Cecilia Pavón pero también en repasar su rol como gestora en el Centro Cultural Rojas donde llegó convocada por Lucio Schwarzberg, que era director de cultura de la Universidad de Buenos Aires, y la llamó en 1984 para hacerse cargo de la función de directora de Actividades Extracurriculares.
Y entonces reunió a duplas integradas por Enrique Pezzoni-Alberto Girri, Fogwill-César Aira o José Bianco-Gustavo Cobo Borda para formar parte de un ciclo llamado Conversaciones. Entre las iniciativas de esos días, motorizó unos homenajes que tomaban forma de performances y se titularon: «Los que conocieron a…». La consigna se iba completando con nombres como los de Masotta, Gino Germani, Marechal, Macedonio, María Rosa Lida, Osvaldo Lamborghini, Alejandra Pizarnik y así sucesivamente. Por ese espacio pasó un jovencísimo Batato Barea que según recordaba con su presentación «se instaló en el Rojas para siempre y la literatura quedó felizmente desvirgada por el teatro, la performance, la música».
Para Kamenszain, la escritura imponía lectura pero también juego con el que podía recuperar del pasado, resignificarlo y descomprimirlo para proyectar nuevos textos, que siempre convocaban a esa comunidad de lectores que la empieza a extrañar desde hoy.
En su último libro, dedicado a la poeta y escritora mexicana Margo Glantz, en el capítulo final titulado «Fin de la historia» deja el interrogante como forma de escritura y convocatoria a repensar lo ya escrito.
«Lejos de los tiempos de la cronología
suspendida en una galaxia discontinua
se me presentó
como milagrosa lengua muerta
y explotando de anacronismo inclusivo
la palabra poetisa.
Me acordé que Didi-Huberman dice
que el anacronismo es fecundo
y también que vivimos un tiempo
que no es el de las fechas.
Eso me dio coraje
para ponerle de título a mi artículo
Las nuevas poetisas del siglo XXI
¿Y las chicas de mi generación?
¿Merecemos llamarnos poetisas?
¿O esa alianza vieja-nueva nos deja afuera?
me pregunto ahora que estoy terminando
este libro que escribí inspirada
en el artículo que me encargaron
No puedo saberlo
serán otras las que al dorso
de una foto del siglo XX
reconozcan nuestros nombres
me digo mientras me voy retirando.
Y sin embargo y sin embargo
como si no me perteneciera
de golpe se me cae pegada
a lo días de la pandemia».