5 abril, 2024
Existen obras literarias acerca de las cuales se puede afirmar que hay consenso (casi) universal sobre su relevancia histórica. Proporcionan una visión profunda de la compleja realidad humana independientemente de las épocas o culturas en las que se han escrito.
Ahí podemos encontrar la Biblia, la Divina comedia de Dante Alighieri, Don Quijote de la Mancha de Cervantes, las novelas y relatos de Dostoievski, Tolstoi, Dickens, Thomas Mann, Kafka y Borges, las obras de Shakespeare y Sófocles, la Ilíada y la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, etc.
En estos libros, y en centenares de otras obras, se exploran las profundidades del corazón humano, que no ha cambiado en lo esencial a lo largo de la historia. En ellos se atesoran sabiduría y experiencia humanas acumuladas durante milenios, consensos acerca de lo esencialmente humano, con su carga de verdad y de misterio.
Y precisamente por contribuir a revelar esa verdad intemporal del ser humano, estas obras literarias poseen una capacidad sanadora de quienes las frecuentan. Una capacidad que no pasó inadvertida para los antiguos. ¿Hasta dónde pueden llegar los efectos benéficos, terapéuticos incluso, de la gran literatura?
No era otra la función de la catarsis en la tragedia griega: con la “palabra bella” (logos kalós) se buscaba purificar al espectador de sus propias bajas pasiones. Verlas proyectadas en los personajes de la obra contribuiría a aliviar tensiones y templar la hybris, es decir, poner en su sitio los sentimientos más fundamentales.
En el diálogo platónico Cratilo se viene a decir que los bellos discursos, las palabras adecuadas y hermosas, son capaces de causar sophrosyne (es decir, serenidad) en el alma del enfermo. Así este puede quedar katharòs katá ten psykhen, limpio de alma.
Pocos decenios más tarde, Aristóteles enseñaba que el espectáculo de la tragedia es capaz de producir esa operación catártica en el alma del espectador, ese efecto purificador de los discursos bellos. Los pitagóricos, que consideraban que la música elevaba y purificaba el alma , establecieron así “una especie de farmacopea musical” para los distintos tipos de pasiones y momentos del día.
Y, dando un salto a la época contemporánea, el poeta José Hierro veía en la actividad poética “la tarea cicatrizadora / de restañar con palabras nuevas / las heridas antiguas”.
A efectos terapéuticos, el género textual sobre el que más interés ha habido es la narración. En la medida en que la enfermedad revela un bloqueo interior, el filósofo alemán Walter Benjamin se pregunta “si toda enfermedad no sería curable con tal de que se dejara llevar por la corriente de la narración lo bastante lejos… hasta la desembocadura”.
Los románticos llegaron a la conclusión de que los seres humanos no podemos vivir en un mundo totalmente “desencantado”, mudo en cuanto al sentido de la naturaleza y de los hechos, en un clima completamente inmanente, sin lugar para las “narrativas” que ofrecen consuelo, como la religión, los ritos, la conexión con el todo, con el cosmos.
En este sentido, el también filósofo alemán Martin Heidegger intuía que la naturaleza y las potencialidades del lenguaje, en concreto de la poesía, abonan el poder que tiene ésta de reconectar con el todo, con lo sobrehumano, con el cosmos. En línea con lo que creía la generación romántica de finales del XVIII, se trataría de dar “voz a los anhelos perennes del corazón del hombre”.
Y apelaban a la poesía, a las emociones que provocaba, porque la sola razón es incapaz de acceder a la totalidad de la persona, abarcarla y comprenderla.
El poeta italiano Giacomo Leopardi creía que la razón tiende a ocupar el alma entera. Apoyada en cualquier principio, lo lleva hasta sus últimas consecuencias, incluso cuando contradice a la naturaleza: “La razón es a menudo una fuente de barbarie, y en exceso, siempre lo es”. La razón destruye las ilusiones. Sin estas, los seres humanos no podemos vivir, y esto nos conduce a su contrario, la barbarie. Para Leopardi, la razón debe arrojar luz, pero no provocar un incendio.
El poeta alemán Novalis ya había advertido que “la poesía sana las heridas que la razón inflige”. Muchos poetas contemporáneos han manifestado también idéntico parecer acerca de la función integradora de las diferentes facetas del ser humano que encierra la poesía. Así lo expresa Paul Claudel en su Carta a Alexandre Cingria:
“La poesía siente que a ella le toca volver a juntar, (…) volver a encontrar al hombre todo entero en la unidad integral e indisoluble de su doble naturaleza”.
Y también Jaime Gil de Biedma:
“La poesía consiste en integrar hechos y objetos de un lado y significaciones por otro, e integrarlos en una identidad que es a la vez el hecho, el objeto y la significación”.
Igualmente, los teóricos de la expresión poética han manifestado su coincidencia acerca de la capacidad reconciliadora de la poesía:
“Lo poético de una poesía consiste en un modo coherente de sentimiento y en un modo valioso de intuición. […] La intuición consiste en una visión penetrante de la realidad, el hallazgo de un sentido de las cosas más hondo que el práctico que les da nuestro intelecto”.
Las investigaciones realizadas acerca de la lectura como psicoterapia son relativamente escasas y resultan más bien genéricas. Además, la colaboración interdisciplinar entre literatura y psicoterapia es relativamente reciente. En cambio, merece la pena echar la vista atrás, y leer y releer esas obras cumbre del lenguaje humano, para captar su virtud sanadora del alma, virtud que, sin haber sido probada científicamente, ha sido experimentada por muchos a lo largo de la historia, debido a sus efectos físicos, psicológicos o emocionales.
Valga recordar que lo que llamamos poético no es exclusivo del género literario conocido como poesía. La intuición poética se encuentra en novelas, ensayos, en obras filosóficas o de historia. Para Percy B. Shelley, por ejemplo, “Platón fue esencialmente poeta”, y “los grandes historiadores, Heródoto, Plutarco, Livio” también fueron poetas.
El poeta, así lo han entendido muchos creadores, es un gran terapeuta, porque todos estamos heridos y es él quien acierta a señalar dónde está la herida, algo indispensable para poner remedio. Y a diferencia de los medicamentos, la poesía no tiene fecha de caducidad. Como ha escrito Adam Zagajewski, “la poesía –naturalmente, sólo la grande, la excelente– es una de las artes que menos amarillean”.
¿Tan improductivo es el improductivo placer de leer poesía, que diría la premio Nobel polaca Wisława Szymborska?