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24 marzo, 2021

La autoexigencia doliente, la madre de todas las depresiones

«No necesitamos un batallón de psicólogos, psicoanalistas, psiquiatras, especialistas en síntomas. Necesitamos mucha gente que esté atenta al sufrimiento», dice el psicoanalista Christian Dunker.

¿Qué nombre tiene el sufrimiento de nuestra época? Conversaciones del día a día, diagnósticos y análisis mundiales afirman que ese nombre es la depresión.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 300 millones de personas en el mundo conviven con este trastorno mental, cuya incidencia aumentó más del 18% entre 2005 y 2015.

La depresión da nombre a una serie de formas, descripciones y vivencias distintas, pero no siempre fue así.

Hubo un tiempo en que se sufría con otros términos, pero la propia recurrencia del diagnóstico de depresión ofrece pistas de cómo está nuestro sistema de deseos y elecciones en los últimos 40 años, explica el psicoanalista Christian Dunker.

Profesor titular en el Instituto de Psicología de la Universidad de Sao Paulo (USP), Dunker acaba de publicar el libro «Una biografía de la depresión» (Ed. Paidós).

En él, la depresión cobra voz para documentar su historia y presentar a sus familiares, narrando su existencia y sus relaciones con el trabajo, la cultura y la economía.

El psicoanalista, que es coordinador del Laboratorio de Teoría Social, Filosofía y Psicoanálisis de la USP, donde investiga las formas del sufrimiento en el neoliberalismo, afirma que poner el foco en los deberes y los resultados ha inhibido las preguntas sobre los anhelos de cada uno.

Las causas de aquello que nos hace sufrir dejaron de importar y una lista de síntomas pasó a dar respuestas donde debería haber más preguntas, alega.

«La depresión y la ansiedad acaban siendo dos formas de sufrimiento que van compactando la narrativa, hasta el punto de que el tema termina reduciéndose a ‘soy un depresivo’. Parte de la depresión es esa renuncia a contar tu propia historia y compartirla con el otro», afirma Dunker.

Eso tiene consecuencias.

«Durante 40 años, la gente miró la depresión simplemente como un efecto del déficit de neurotransmisores. Por tanto, no importaba cómo hablaras de tu vida, a quién, cómo te entendieras a ti mismo. Ahora estamos pagando la factura de esos años en los que, entre otras cosas, no se invirtió en lo que podemos llamar instancias protectoras».

Si hay una profilaxis para la depresión, debe pasar por el cuidado de uno mismo y de los propios límites, explica el autor.

«No necesitamos un batallón de psicólogos, psicoanalistas, psiquiatras, especialistas en síntomas. Necesitamos mucha gente que esté atenta al sufrimiento, precisamos transmitir prácticas que les permitan a las personas cuidarse y prevenir, cada cual a su manera».

 

La entrevista completa

 

¿Cómo se convirtió la depresión en el diagnóstico más frecuente para describir las formas de sufrimiento mental en nuestra época?

Hay varias condiciones para que las personas elijamos una determinada forma de sufrimiento como aquella que mejor nos representa. Eso ocurrió a lo largo de la historia con la histeria, la hipocondría, la melancolía. Da la impresión de que una palabra representa cada vez a más gente hasta que se agota y precisa ser reemplazada por otra, ya que comienza a representar tantas variantes de sufrimiento que pierde su efectividad en cuanto a gramáticas de reconocimiento.

Se eligió «depresión» y no otra principalmente porque desde los años 70 es una forma de sufrimiento en la que el conflicto no aparece como algo tan fundamental, sino el juego de intensidades: nuestros afectos, estados de ánimo, nuestra motivación. Eso pasa a ser muy valorado precisamente en ese momento histórico en el que las personas empiezan a mirar su propia vida como si fuese una empresa, como si pudiera medirse por los resultados; la gente entra en una cultura de las evaluaciones.

En la década de 1970 surge la idea de que no hay límites, que la gente puede y debe ser feliz, como dice la definición de salud de la OMS: el estado más completo de bienestar biológico, psíquico y social. Si eso no es una idealización de lo que alguien puede esperar de la vida, ¡entonces no sé lo que es!

En comparación con eso, ganan visibilidad quienes tienen otra forma de funcionar, quienes están en otro tiempo, quienes no consiguen afrontar la lógica de producir y consumir, porque es como si estuviesen ofendiendo no solo a sí mismos y sus familiares, sino a todos nosotros y el sistema. Alguien que no quiere salir de la cama, alguien que ha perdido la voluntad es alguien que ha perdido el deseo en una cultura donde el deseo es abundante, libre e identificado con el consumo; de ahí la visibilidad de esta forma de sufrimiento.

«Alguien que no quiere salir de la cama, alguien que ha perdido la voluntad es alguien que ha perdido el deseo en una cultura donde el deseo es abundante», apunta el psicoanalista brasileño.

 

¿Cuáles son las consecuencias de apagar el conflicto?

Hay teorías que valoran el conflicto, el choque, pero también hay otras que dicen: «Mira, el enfrentamiento no es tan importante». Pienso que esas otras maneras de pensar corresponden al momento actual.

Recordemos 1989, año en el que cayó el Muro de Berlín. Y del fin de las utopías, de la Guerra Fría, de un mundo en que la gente tenía una idea muy clara de la derecha y la izquierda, Oriente y Occidente. Ese es el mundo del conflicto.

Esa premisa va siendo reducida y aparece una nueva forma que dice así: en el fondo, el conflicto solo existe para quien no sabe manejar las cosas y no se sabe organizar. Porque en una vida con estructura de listado en la que el objetivo es relativamente simple, el conflicto que usted tiene es local, cómo realizar tareas y entregar resultados.

Si la gente se orienta hacia eso, no tiene motivo para preguntarse el porqué de esa tarea o de aquella otra, el foco está en el resultado, en el fin. Con eso, la gente pierde el enfoque en el proceso. Si usted entrega el resultado, está bien.

 

¿Cómo se presenta esto en el día a día?

Si tienes que quedarte hasta la noche para entregar tu nota, lo haces; si tienes que trabajar el fin de semana, lo haces; si tienes que perjudicar a alguien, lo haces también. Es decir, hemos ido creando un esquema de relaciones profundamente perjudicial para nuestro propio cuidado y para nuestra subjetividad.

La desactivación del conflicto tuvo mucho éxito porque hizo que las empresas descubrieran que, al aumentar el sufrimiento de las personas, se aumentan los resultados y el rendimiento.

Eso también se ha visto acelerado por el lenguaje digital y la formación de las redes sociales. Si tengo un conflicto contigo, le doy a borrar, te dejo de seguir, cancelo.

Son dos procedimientos básicos que tienen mucho que ver con la emergencia de la depresión. Primero, ante los contratiempos, ajusta la realidad: cámbiate de país, de casa, de relación o de entorno. En segundo lugar, cambia el paisaje mental: toma una cosa, esnifa otra, toma otra para dormir, para despertar, para tener sexo… Si construyes una buena realidad, todo va a estar bien. ¡No, todo va a estar deprimido!

 

¿Por qué el discurso contemporáneo sobre la depresión está marcado por la individualización del sufrimiento como «aquel que fracasa solo», «el que se queda al margen» y el que «no rinde lo suficiente»?

La depresión tiene un mecanismo importante que es la autoevaluación. Freud decía que el superyó observa, juzga y castiga. El superyó es una interiorización de una cierta versión de la ley, frecuentemente patológica y obscena. Es una versión de la ley que es su ley.

Deleuze, Foucault y varios críticos señalaron el momento en que ya no se necesita más un patrón que esté amenazándote y gritando. Al contrario, el gerente es blando, ameno, tiene valores humanistas. Pero saber activar en ti esa autoevaluación que ya está en todos nosotros pero, digamos, tiene preferencia en el deprimido.

«Estoy hablando con ella ahora, ¿será que estoy siendo interesante?». Cuando me autoevalúo, no estoy ya contigo, estoy en ese circuito del superego. Eso produce cansancio porque es como llevar una doble vida: estoy con las personas y estoy en paralelo en esa contabilidad íntima. Sabemos que el cansancio se abre a una correlación con la depresión.

En ese contexto, la ansiedad es como hacer valer esa ley de «yo controlo». Yo controlo el exterior. Si no lo controlo es porque no tengo los medios, el dinero, el poder ni la fama para hacerlo. Y controlo el interior, tomando una pastilla, meditando.

Esa idea del control transforma mi relación con el deseo, todavía por nombrar, en una relación con metas y cosas de las que puedo dar cuenta. Eso es terrible, porque, de vuelta al proceso depresivo, me voy a empezar a relacionar con mi deseo transformándolo en exigencias, tareas. Te empiezas a preguntar repetidamente: ¨Pero ¿qué será lo que quiero?» y empiezas a responderte de una manera típicamente depresiva que es «no quiero eso, no quiero aquello tampoco».

Eso funciona como una inhibición del deseo y ya no consigo levantarme de la cama. Estoy produciendo una inhibición del deseo porque el deseo me causa ansiedad, ya que está ligado a medidas que no alcanzo.

Eso deriva en una degradación del yo, un sentimiento de inferioridad y la progresión de esa culpa que tan a menudo caracteriza al depresivo.

Tiene además relación con el placer. Una persona depresiva cruza cierta frontera cuando comienza a percibir que tiene un problema con la capacidad de sentir placer. Toma el mismo vino, baila con la misma mujer, ve el mismo deporte, lee el mismo libro y no tiene aquella satisfacción que tuvo algún día. Muchas veces eso viene por la dificultad del depresivo de sostener cadenas de satisfacción más largas, que implican que se encuentre satisfacción durante el proceso y no solo en el fin. Algo característico son los placeres rápidos, cortos y que están a mano.

De ahí se ve la morbosa y frecuente coalición del depresivo con el alcohol y ciertas adicciones como a la pornografía.

Al igual que una empresa, dirigimos nuestros deseos y emociones como una lista de deberes, explica Christian Dunker.

 

En el libro, Ud. aborda cómo el concepto de lo que llamamos ansiedad también fue pasando por una pérdida de historicidad.

Sí, y probablemente la depresión y la ansiedad sean una cosa sola. Son partes de un mismo proceso en el que tienes sujetos que están más próximos a un polo u otro, pero la gran mayoría transita entre «me aproximo al deseo, esto me da una crisis de ansiedad» y «me retiro ante el deseo y de ahí caigo en una crisis depresiva».

Para salir de la depresión, vuelvo a la ansiedad. Hay muchas fórmulas que combinan estas dos cosas.

Para el psicoanálisis, la ansiedad es una forma específica de angustia, y la angustia tiene una doble función: puede ser el inicio de un deseo o el punto de retirada. Encontré la angustia: voy hacia el frente y me arriesgo o doy la vuelta y por lo menos me protejo del sufrimiento. Ese circuito es más comprensible si juntamos las dos cosas.

Pero el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales, sistema de clasificación utilizado por la psiquiatría) las separó y eso es parte del universo que creó la depresión; es decir, la idea de que nuestros trastornos mentales ya no tienen estructura narrativa, tienen estructura de listado. Ese es el síntoma, entonces es depresión. Ese es el síntoma, entonces es ansiedad. ¿Cuál es la causa? No importa.

La depresión y la ansiedad acaban siendo dos formas de sufrimiento que van compactando la narrativa, hasta el punto de que el tema termina reduciéndose a «soy un depresivo». Parte de la depresión es esa renuncia a contar tu propia historia y compartirla con el otro

 

Hay alertas sobre la incidencia de la depresión durante y después de la pandemia. ¿Cree que estamos hablando de las pérdidas que está experimentando Brasil?

Si, por un lado, la desatención en la gestión de la crisis sanitaria por parte del gobierno, el desdén por el duelo o la ausencia de respeto hacia personas que pertenecían a la cultura constituyen una tragedia particular brasileña, por otro lado marcan la negación del duelo, que es una de las vías por las que también se instala la depresión.

 

Los expertos alertan sobre el impacto de la pandemia en la salud mental de niños y adolescentes.

Normalmente el sujeto dice «no perdí nada, solo gané. Eso son números, curvas, eso no me afecta». Pero te afecta de otra manera, vuelve como una depresión inexplicable. Veamos el duelo que dejaste atrás.

Al inicio de la pandemia en Brasil, los primeros estudios apuntaban a un aumento enorme de la depresión, pero en el análisis clínico, curiosamente eso no se confirmó tanto. Hay casos de excepción, como aquellos que están en primera línea o los periodistas, ahí veo realmente un aumento sustancial de la depresión y ansiedad ligadas al contexto.

En otro grupo muy numeroso están las vidas que disminuyeron su aceleración y eso tiene un valor terapéutico para el depresivo, que siempre está luchando contra la autoevaluación y un retraso crónico en relación con el ritmo del mundo. Sugiero que muchas personas depresivas quedaron protegidas de su depresión por la cuarentena, por el «quédate en casa».

 

De la misma manera, se ha hablado mucho de la depresión entre niños y adolescentes.

Un niño de 4 o 5 años, que no se lleva bien con la pantalla y que estaba en ese momento de descubrimiento real del «otro tridimensional», tuvo acceso a un juguete nuevo y lo perdió. ¿Cuándo vuelve?

Y, del otro lado, vas a tener jóvenes que están en el momento de «me voy de casa, estoy empezando una nueva etapa en mi vida, me estoy formando, entrando en la facultad». Tenías ya una gran idealización de una cultura ya marcada por un fuerte sentido del rendimiento y felicidad obligatorios. «¡Oh, entré en la facultad! Pero eso no es una facultad. Es una pantallita, en el que el tipo aparece de vez en cuando, ni siquiera mira mi cara. No es lo que se me prometió». Vas a encontrar ahí algunos elementos propicios para cuadros de ansiedad y depresión porque no se comparte con el otro.

Voy a agregar un grupo a los que tú mencionaste: los ancianos, que tienen, de hecho, pérdidas que incitan a procesos depresivos.

Pérdidas reales sin condiciones para la elaboración del duelo. Dependiendo, por supuesto, de la condición de cada uno, los mayores enfrentan situaciones en las que un año menos no tiene recambio.

Christian Dunker apunta a la problemática situación de los más pequeños que estaban descubriendo «al otro tridimensional» y, con la pandemia, perderán «este nuevo juguete».

 

Pensando en la incidencia tan enorme de la depresión, ¿cuál es la importancia de las políticas públicas de prevención?

Durante 40 años, la gente miró la depresión simplemente como un efecto del déficit de neurotransmisores. Por tanto, no importaba cómo hablaras de tu vida, a quién, cómo te entendieras a ti mismo. Ahora estamos pagando la factura de esos años en los que, entre otras cosas, no se invirtió en lo que podemos llamar instancias protectoras.

Hay que mirar las situaciones de sufrimiento de las personas. El sufrimiento mal tratado se convierte en síntoma. No necesitamos un batallón de psicólogos, psicoanalistas, psiquiatras, especialistas en síntomas. Necesitamos mucha gente atenta al sufrimiento, precisamos transmitir prácticas que permitan a las personas cuidarse y prevenir la formación de síntomas, cada cual a su manera.

Vea lo difícil que es implantar una salud pública que no sea la regla general. Ese proceso de encontrar los propios mecanismos de protección todavía no llegó a nuestra cultura. Tenemos una cultura de «ir al gimnasio», «comer verde», pero cuando se trata de cuidarse, las personas no sabemos por dónde empezar.

Comienza por la atención al sufrimiento. No todo sufrimiento es normal. ¿Es soportable? ¿De dónde viene? Maestros, padres, todo el mundo está involucrado en esto. Ese proceso de atención al sufrimiento implica, por ejemplo, la atención a los procesos de aislamiento. Alguien que está en el cuarto jugando a videojuegos no siempre está aislado, pero hay veces que sí lo está. Hay veces que hace eso para no ver a los demás, y no como un medio para estar con los otros.

Pero tienes que ir allá y ver, conversar, investigar, porque no vas a pestañear y ver que la persona tiene un problema. Eso tiene que ver con cómo las personas cuentan las cosas, cómo las nombran. Y hay que evitar descripciones fáciles como «eso es una depresión»: toma un antidepresivo. El remedio sin la palabra no es bueno. La palabra en una relación protege. Principalmente cuando la relación consigue producir ciertos efectos protectores, como intimidad (confianza, puerto seguro) y comunidad (pertenezco a un colectivo, un grupo, una familia).

 

En el libro usted destaca la importancia que la palabra depresión adquirió a partir de la crisis de 1929. ¿Cuál es la relación entre las grandes crisis económicas y la depresión en la salud mental?

Aparentemente, el término depresión se usó antes en la economía que en psicología. Ya existía, pero adquirió una gran popularidad después de que las personas interpretaran un estado del mundo -falta de empleo, inflación, pérdida de valor, declive- como depresión. No ignoramos las condiciones que tenemos de lenguaje, trabajo y deseo. El año 1973 es cuando las ideas del neoliberalismo de la escuela austríaca se aplican por primera vez en un país, en el Chile de Pinochet.

Después llegaron Margaret Thatcher y Ronald Reagan y eso se volvió indiscutible: «Esa es la economía, esa es la ley general, hay que aceptarla». Eso fue hasta 2008.

Pienso que podemos datar el reinado de la depresión de 1973 a 2008. No es que el neoliberalismo haya pasado; por el contrario, está más vivo y exige más de cada uno de nosotros, pero parece que en 2008 comenzamos a darnos cuenta de que no está bien infligir sufrimiento al otro para producir más e indefinidamente.

 

*BBCNM