Juan Forn murió en Mar del las Pampas, cerca de Villa Gesell, la ciudad donde pasó la mayor parte de su vida.
Al momento de su muerte, que se produjo el 20 de junio último como consecuencia de un infarto, el escritor Juan Forn estaba trabajando en una nueva selección de las célebres contratapas que durante ocho años publicó en el diario Página/12, un finísimo entramado en el que confluyen la historia, el arte, la política y la literatura del siglo XXI, y que tras un proceso de reescritura y secuenciamiento llega a las librerías esta semana bajo el título de «Yo recordaré por ustedes».A continuación, un anticipo de ese libro, que publicará la editorial Emecé.
Si algo me hace pensar en él es el sol del verano. Y sin embargo conocí a Héctor Viel Temperley de noche y en invierno: una noche de junio del infame año 1976, y debió ser entre semana, porque yo estaba con uniforme del colegio y la chica que me acompañaba también. Ella era un año más joven que yo, se llamaba Verónica y era una de las hijas de Viel. Estábamos ahí, en la puerta del BarBaro, porque ella quería que yo conociera a un poeta de verdad, un tipo que había dejado a su mujer y a sus hijos, además de su cómodo trabajo y su clase social, para dedicarse a escribir poesía.
Había poca gente adentro del BarBaro y Hetomín (así llamaban a Viel sus amigos, así lo llamaban sus hijos) no había llegado, pero preferimos esperar adentro, porque uno no se quedaba parado esperando en la calle, de noche, en esos años: era algo que se sabía aunque no se supiera ni el diez por ciento de lo que estaba pasando. Un rato después, Verónica vio venir a su padre, nos presentó y, por lo menos en mi recuerdo, nos dejó a solas. Durante la hora que siguió, por primera vez en mi vida yo pude escuchar cómo pensaba un poeta de verdad. En mi recuerdo, Viel fue el primer adulto que me habló como un igual. No fue culpa de él que yo no entendiera nada, que creyera que me estaba hablando solo de poesía cuando él repetía la palabra peligro.
Seis años después, a seis cuadras de distancia, volví a encontrarme con él. Su nueva base de operaciones era un bar con mesas a la calle sobre Carlos Pellegrini, a metros de Santa Fe, al lado del edificio donde estaban las oficinas de la editorial Emecé, donde yo trabajaba de cadete. A las ocho menos cuarto de la mañana, el único otro habitué de aquellas mesas en la vereda era el Coco Basile, que desembocaba ahí con sus amigotes faranduleros cuando cerraban el cabaret Karim, en la otra cuadra. Viel iba por el sol: a disfrutar los primeros rayos de sol en aquella terracita en la que se cruzaba con el Coco y su pandilla, que odiaban el sol pero odiaban más irse a dormir.
En una de esas mesas a la calle, a fines del 83, Viel me mostró un ejemplar de Crawl que acababa de imprimirse (me lo regaló por pura casualidad, porque fui el primero con el que se cruzó cuando volvía con el paquete de la imprenta: estaba tomándose un cafecito al sol, con la pila de libros en la silla de al lado, cuando yo bajé del colectivo a cinco metros de su mesa). En esa mesa esperó mientras yo subía a las oficinas vacías de Emecé y robaba para él, de la biblioteca de la editorial, un ejemplar de Humanae vitae mia, el único de sus libros de poemas cuya edición él no había tenido que pagar de su bolsillo, el único del que no le quedaba ningún ejemplar.
Para entonces yo ya había perdido lo mejor de la inocencia que tenía al entrar en el mundo de la literatura y creía que un poeta que se pagaba la edición de sus libros no era un poeta importante. Además, en esa época Viel hablaba de Dios todo el tiempo, un dios luminoso y panteísta y demasiado cristiano para mi gusto, aunque él lo hiciera aparecer en sus monólogos interminables entre legionarios, marineros, cosacos, nadadores de aguas abiertas y domadores de caballos. La última vez que lo vi en la terraza de aquel bar fue cuatro años después: esta vez tenía la cabeza vendada como la famosa foto de Apollinaire cuando volvió de la guerra. Me dijo que su madre había muerto, que él acababa de terminar un libro llamado Hospital Británico y que le habían trepanado el cerebro. Irradiaba luz, hablaba demasiado fuerte, yo creí que estaba medicado: era que se estaba muriendo, a su formidable manera.
Aunque fuese Enrique Molina el primero que tomó a Viel en serio como poeta, que lo vio literalmente como un igual (nómade, amante del mar, vitalista ciento uno por ciento), hay que reconocerle a Fogwill el inicio del culto. Es en gran medida gracias a él que hoy hay por lo menos dos generaciones de jóvenes poetas que idolatran a Viel por Hospital Británico, ese libro agónico que según decía le dictó su madre muerta a la luz del quirófano donde un cirujano le estaba abriendo el cráneo a Viel con una sierra eléctrica (le habían dado anestesia local; estuvo consciente durante toda la operación). Hospital Británico es un libro que Viel armó casi por completo con frases de sus libros anteriores, aquellas en las cuales anticipaba lo que le iba a pasar en una sala de ese hospital en 1987, mientras le abrían la cabeza acompañado por el espíritu de su madre muerta.
Para sus fans, es un misterio cómo pasó Viel de la normalidad casi anodina de sus libros anteriores a la potencia fulgurante de Hospital Británico («Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la Luz horas y horas. Me han sacado del mundo»). Para mí, el verdadero salto, la triple mortal sin red, la había hecho antes, en Crawl. Uno de los acápites de ese libro es de Léon Bloy y dice: «Escucho a los cosacos y al Santo Espíritu». Ese redoble sobrenatural de la tierra es lo que consiguió por fin escuchar Viel cuando estaba a punto de cumplir cincuenta años, y es lo que retumbó en su cabeza hasta hacérsela explotar, menos de cinco años después.
«Soy un hombre que nada», me dijo una vez en su época de bajón, antes de Crawl y de Hospital Británico. Eso pensaba de sí mismo: tanto dedicarse a la poesía y nada, salvo nadar. Los mozos de aquel bar con mesas a la calle en Pellegrini y Santa Fe, el Coco Basile y su claque de putañeros after-Karim, no sabían que nadaba ni que escribía ni que se estaba muriendo. Para ellos era y será siempre el secreto mejor guardado de aquel refugio que ya no existe: el ocupante solitario de la mesita del sol, el sacado del mundo, el demente que parecía tener adentro el sol cuando pedía con voz de trueno su café y decía, a quien quisiera mirarlo, la frase que después inmortalizaría en Crawl: «Vengo de comulgar y estoy en éxtasis, aunque comulgué como un ahogado».