10 junio, 2021
FMI, dependencia y déficit fiscal: Romper las Cadenas
El gobierno debe recuperar la libertad de definir su política económica
Por Guillermo Wierzba
El cambio en la conducción del FMI no ha modificado su obsesión por el déficit fiscal
El grave endeudamiento en el que comprometieron a la Argentina el gobierno de la alianza PRO-UCR-CC y el Fondo Monetario Internacional (FMI) en corresponsabilidad, ha obligado a las permanentes e intensas negociaciones para su reestructuración, debido a que la estructuración de los vencimientos que se convinieron en su origen fueron absurdos y ajenos a cualquier reflexión, consideración, conocimiento de ingeniería financiera o sentido común. El problema es más agudo aun porque el nivel del stock de la deuda con el organismo desborda cualquier posibilidad de decisión cancelatoria. Es decir, de recuperar la condición conquistada por Néstor Kirchner al liberarse de las prescripciones con las que la condicionalidad intervencionista del Fondo abruma a los gobiernos de los países que son sus deudores. El logro celebrado con la consigna “Chau Fondo”.
Es necesario objetivizar los intercambios de ideas y pareceres en relación con si hubo o no una modificación sustancial en la conducta del organismo a partir del cambio de su directora-gerenta. Es evidente que la actitud personal y el perfil ostentado por Kristalina Georgieva resultan claramente diferentes a los que cultivaba Christine Lagarde. Por otra parte, la profunda recesión económica provocada por la pandemia obliga al organismo a postular cierto activismo económico y, también, a tener una conducta más laxa con sus acreedores. Pero nada nuevo ha surgido en la anquilosada arquitectura financiera internacional, cuya modificación es indispensable para la remodelación de este organismo. Tampoco su reemplazo ante su agotamiento y deterioro de credibilidad de carácter irrecuperable.
El FMI reitera incansablemente ante cada carta intención, de “asistencia” o refinanciación de deuda, el reclamo de un programa que tiene como corazón el establecimiento de un sendero de reducción del déficit fiscal, cuya lógica axial es el ajuste. Conviene adentrarse en la discusión de la política fiscal en términos teóricos y hacer una aproximación a la Argentina del presente para reflexionar sobre las continuidades de los enfoques del Fondo. Sería un cambio sustantivo, aunque ni por asomo el único necesario, que el FMI renunciara a incluir una meta de déficit/PBI, como signo de la existencia de una modificación de su sesgada, obtusa y parcial perspectiva sobre las condiciones que facilitan la cancelación de las deudas que los países periféricos con él.
Los neoliberales reclaman el “saneamiento de las finanzas” como punto de partida para cualquier programa económico. Para ellos la salud de una economía comienza por ahí y repiten hasta el hartazgo que eso requiere un ajuste del gasto. Porque además de otorgarle al equilibrio fiscal la virtud de ser llave para lograr esas “finanzas sanas” piensan que el camino para lograrlo es la reducción del gasto público y nunca el aumento de los impuestos. Arribado a este punto, el problema deja de ser una cuestión simplemente fiscal, para adquirir un carácter claramente político: el equilibrio fiscal se logra con una menor cuantía de la participación estatal en la economía, quedando la inversión y la recuperación de la actividad económica a merced de la voluntad y decisión privadas.
Sin embargo, este debate también se da dentro del Frente de Todos. El argumento de quienes sostienen que son necesarias las políticas que apunten al equilibrio fiscal se basa en lo acontecido durante el gobierno nacional, popular y democrático de Néstor Kirchner, que había alcanzado los superávits gemelos (el interno y el externo), o sea, el de las cuentas fiscales y el de la cuenta corriente del balance de pagos.
Conviene hacer una reflexión respecto de las condiciones en que acontecieron esos superávits para reconocer que la virtud de su coexistencia no resulta un universal sino que existe en condiciones de una singularidad específica. Fabián Amico comenta en el DT 51 del CEFID-AR La política fiscal en el enfoque de Haavelmo y Kalecki: el caso argentino reciente, que “el impacto de la política fiscal en el crecimiento argentino constituye aún hoy un tema controvertido y poco estudiado. Dado que el gobierno sostuvo en los primeros años de la década de los 2000 un superávit fiscal primario alto, algunos economistas afirmaron que la política fiscal no fue un factor importante en la recuperación de 2002-2003 y que el cambio en el resultado fiscal (de un déficit persistente antes de 2002 a un fuerte superávit –aunque decreciente– desde 2003) sería un indicador de que la política fiscal habría sido ligeramente contractiva al menos hasta 2005”. Luego caracteriza que “hubo un cambio significativo en la propensión a tributar del gobierno con la instauración de los impuestos a las exportaciones (“retenciones”) y también con la introducción del impuesto a los débitos y créditos bancarios decidida en marzo de 2001. Entre 2002 y 2009, la recaudación de las “retenciones” equivale, en promedio anual, al 2.5% del PIB, mientras el superávit fiscal primario es en el mismo lapso un 3% del PIB en promedio. Esto supone que más del 80% del excedente fiscal primario de esa etapa, en promedio, estuvo explicado por la introducción de impuestos a las exportaciones.
Finalmente, hubo un aumento endógeno en la recaudación vinculada a la mejora del nivel de actividad y de los ingresos de la población. En segundo término, hubo un crecimiento significativo en los principales componentes del gasto público desde 2003, como transferencias sociales (jubilaciones), salarios, consumo e inversión públicos. La recaudación de impuestos a las exportaciones implica un efecto contractivo sobre la propensión a gastar de los exportadores, pero esta es, sin embargo, mucho menor a la propensión a gastar del Estado.
En otras palabras, el efecto contractivo de los impuestos a las exportaciones es sustancialmente menor que el efecto expansivo del gasto del gobierno. El gobierno utilizó esos mayores ingresos para pagar las obligaciones de la deuda externa reestructurada en 2005, aumentando significativamente su espacio fiscal al tiempo que las principales categorías de gasto primario (inversión pública, transferencias sociales y salarios) crecían a tasas más que significativas”.
Vale la pena esta larga cita porque arroja luz respecto del orden cuantitativo y cualitativo del superávit fiscal: retenciones, aumento de la demanda por mejora de salarios y jubilaciones, aumento del consumo y la inversión públicos. No hubo disciplina del gasto público ni reticencia inversora del mismo a favor de una eventual iniciativa privada. El superávit provino de un aumento tributario progresivo (las retenciones) y del estímulo de la demanda en una economía que venía de un fuerte retroceso. Ese superávit fiscal fue el resultado de una política expansiva, redistributiva y de mayor intervención del Estado en la economía. A su vez, el superávit externo obedeció a una política de administración cambiaria y de regulación de la cuenta de capitales.
Amico refiere respecto de la reanudación del crecimiento con posterioridad a la crisis de las hipotecas de 2008 que “uno de los factores principales del crecimiento (especialmente entre 2009 y 2011) fueron sin dudas las transferencias sociales (los planes de jubilación anticipada y la asignación por hijo). Estas medidas contribuyeron significativamente a reducir la pobreza y la indigencia. Pero además fueron un factor relevante en el impulso al consumo privado autónomo y al propio crecimiento. Las medidas adoptadas en el área previsional implicaron un regreso al sistema de reparto y pusieron en cuestión el enfoque dominante que considera a las transferencias basadas en los programas de reparto como perjudiciales para la acumulación de capital”.
No fue la tijera la que intervino para recortar gastos la que favoreció esa acumulación de capital. La situación del nivel de actividad con el cual saldremos de la pandemia también va a estar denotada por una subutilización de la capacidad instalada. Los salarios y jubilaciones hoy ya se encuentran por debajo de los niveles necesarios para un nivel de vida deseable y las retenciones están en tasas susceptibles de ser elevadas sustantivamente. De forma que hay condiciones para seguir un rumbo regido por la misma brújula que la de aquel momento para recuperar la salud de las cuentas fiscales.
En todo caso, el límite de las políticas expansivas no surge por cuestiones fiscales sino por razones que devienen del sector externo y la disponibilidad de divisas. En este sentido, merece hacerse una reflexión sobre la dinámica de las cuentas externas. La Argentina hoy está recuperando su nivel de reservas, ya que este año lleva 2.300 millones de incremento de las mismas. Pero se podría, y sería aconsejable hacerlo, tomar medidas que restrinjan más las salidas, tanto mediante la selectividad de las importaciones en función de una política de desarrollo, como de una mayor regulación de las salidas por la cuenta de capital. Sería auspicioso que las políticas para la intervención en los mercados de divisas financieros autorizados recurran a más y mejores regulaciones administrativas, en lugar de hacerse con intervenciones mercantiles. Los pagos a organismos en los primeros cuatro meses del año alcanzaron aproximadamente los 800 millones de dólares y las políticas de intervención en los mercados de bonos insumieron alrededor de 1.100.
Jorge Gaggero aborda otro aspecto de la cuestión fiscal en un artículo que publicó en la revista Tesis 11, “La reforma fiscal necesaria”, elaborado en base a un texto que redactó para el Plan Fénix como producto de una reflexión colectiva junto a, entre otros, Salvador Treber y José Sbatella. Allí explica, respecto del impacto distributivo de la política fiscal, que “en aquellas (economías) donde los mercados juegan un papel de alguna relevancia resulta importante, a efectos tanto analíticos como argumentativos, distinguir entre los procesos y políticas que definen la distribución denominada primaria de los que operan en la fase secundaria. La primaria es la fase de la distribución que resulta de la interacción de los mercados, la’sociedad civil’ (u “’organizaciones del pueblo’) y el Estado, con sus intervenciones y regulaciones de todo tipo, excepto la ‘propiamente fiscal’ (vale decir, la que se realiza a través de la recaudación de impuestos y otros ingresos públicos y de la asignación del gasto público). La segunda, la secundaria, se refiere a la’ corrección’ –usualmente progresiva, proequitativa– que realiza la acción fiscal”. O sea, Gaggero, tributarista heterodoxo de gran reconocimiento, pone notable énfasis en los efectos distributivos de la cuestión fiscal y precisa que “en la fase ‘secundaria’ lo que resulta clave para lograr más equidad es el nivel y la estructura del gasto público (que define, en buena medida, su impacto distributivo). Obviamente, el nivel del gasto está determinado por el nivel de la presión tributaria. A su vez, resulta –en última instancia– función del grado de progresividad de la estructura de los ingresos públicos: a mayor progresividad, más alto nivel de recaudación potencial. En síntesis, la estructura de la recaudación tributaria hace posible una mayor equidad, no tanto como consecuencia directa de la misma –su aporte ‘directo’ es relativamente menor o inexistente, como es el caso de la mayor parte de los países de América Latina–, sino a través de la gestión del gasto público, cuyo nivel resulta por ella determinado”.
Cabe reflexionar entonces, que respecto de la política fiscal y del nivel del gasto y de los impuestos se discuten muchos más temas clave que el “orden de las cuentas”. Se debate el nivel de actividad, la distribución del ingreso, la ecuación Estado-privados en relación a su participación en la definición de la asignación de recursos, el grado de asistencia a los sectores precarizados y otras cuestiones. De lo dicho por Gaggero se infiere que aunque el equilibrio fiscal se logre bajando el gasto en la misma proporción que aumentando ingresos aun con impuesto progresivos, esa doble maniobra suma negativamente en términos distributivos.
En realidad el motor de la reactivación es el gasto público, con déficit fiscal, o financiado con impuestos progresivos. Esta última alternativa se sustenta en que el impacto expansivo del gasto es mucho más potente que los efectos recesivos de los impuestos.
Por lo expuesto se puede postular que un presupuesto grande financiado con una mayor presión tributaria puede tener una doble virtud:
a) mejorar la distribución del ingreso y
b) expandir la producción, aumentando el empleo.
Sin embargo, es probable que los economistas del poder económico y el establishment del empresariado concentrado se opongan a ambas alternativas, porque no les preocupa el nivel del déficit público sino el nivel del gasto público, en razón que una política que lo utilice para garantizar pleno empleo y atender adecuadamente el gasto social constituye la posibilidad de una correlación de fuerzas para mejorar la distribución del ingreso entre el trabajo y el capital, mientras también fortalece el respaldo de todos los sectores populares a la participación estatal en la economía. Provoca, así, un cambio en la política, fortaleciendo la capacidad popular y ciudadana de poner límites al ámbito de las decisiones de los poderes fácticos que controlan la oferta en los mercados.
En las condiciones de una economía que sale de inactividades y fuertes recesiones, la política fiscal que genera solvencia es de carácter expansivo y no de “consolidaciones fiscales” que conducen a más recesiones y recortes. Esta errónea y regresiva alternativa no ha cambiado en la lógica del FMI. Esto se vislumbra en el debate público cuando se discute respecto de reducciones de la relación déficit/PBI en el corto plazo. Además, el presupuesto utilizado para el pago de deuda no es un gasto expansivo en absoluto, y siendo el FMI un organismo que también actúa como auditor confiable del capital financiero internacional, su interés radica en que los acreedores cobren. Ese interés está reñido con las necesidades de desarrollo de las economías endeudadas.
Por eso resulta necesario un cambio en la arquitectura financiera internacional. Se requiere de modificaciones sustantivas en la mirada económica del prestamista de última instancia a nivel internacional. Es incomprensible que nuevamente el FMI pretenda hacer una renegociación de deuda con una estructuración que resulta incumplible. El crédito de corto plazo que colocó en la Argentina obliga para su repago a un período de gracia y una extensión del tiempo de plazo largo para su cancelación que supera holgadamente los veinte años. Es el lapso necesario para que se reconduzca una reactivación económica que normalice las cuentas fiscales y el nivel de actividad, a la par de la introducción de las modificaciones en la estructura productiva, que amplíen y diversifiquen las exportaciones aumentando la solvencia en divisas de la economía. El camino de un préstamo de facilidades extendidas como el que tiene el menú invariado del FMI, que no cambió con la nueva gestión, lleva a recortes del gasto que ampliarían la pobreza y reducirían la demanda y el consumo, deprimiendo el nivel de empleo. Ese cambio de arquitectura necesita del reemplazo de un organismo que mezcla su carácter de prestamista de última instancia con funciones de auditor de las grandes finanzas, promotor de un patrón de funcionamiento de la economía mundial y predicador de dogmas de la economía.
Respecto de países con una estructura productiva como la Argentina y sus similares de desarrollo medio, con diferencias sustantivas de productividad entre un sector con ventajas comparativas derivadas de rentas naturales y otro que constituye la principal fuente de empleo –pero con una productividad inferior a la necesaria para la competitividad en el mercado mundial– el prestamista de última instancia debería observar las cuestiones atinentes a la restricción externa y alentar el desarrollo independiente de esas naciones. Exigir sacrificios a los sectores populares conduce tanto al retroceso como a la insolvencia. También a la polarización social. El caso argentino es la prueba paradigmática de un fin de época para un modelo de arquitectura financiera internacional. El comienzo de un nuevo tiempo debe consistir en una refinanciación adecuada y sustentable. Los programas incumplibles fuerzan refinanciaciones permanentes que dañan a los países periférico-dependientes. Es necesario romper las cadenas con las que la Alianza Cambiemos y el FMI quitaron a la Argentina la libertad de la política económica que los doce años de gobierno nacional, popular y democrático supieron constituir. Al gobierno del Frente de Todos le corresponde la tarea nada fácil de salir de esa trampa.