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19 mayo, 2023

Filosofía en 3 minutos: Henri Bergson

Henri Bergson, el filósofo que brilló en las primeras décadas del siglo pasado y Premio Nobel de 1927, pensaba que el pensamiento no era un acto cerebral.

 

Por Rubén Ríos*

Es muy posible que los especialistas en el cerebro –neurólogos, neurobiólogos, neuropsicólogos, neurobiólogos, neuropatólogos y otros neurocientíficos– , si leen esta nota, lo cual es más bien improbable, y también cualquiera de los lectores de esta página, aficionado o no a las neurociencias, se sienta por completo desconcertado al informarse que Henri Bergson (1859-1941), filósofo que brilló en las primeras décadas del siglo pasado y Premio Nobel de 1927, pensaba que el pensamiento no era un acto cerebral.

Algunos otros filósofos y filósofas, anteriores y posteriores, y de notoria fama, se inclinan también por pensar lo mismo, es decir, que el cerebro humano no alberga, produce, origina o segrega pensamientos. Quizá el improbable neurocientífico sienta, a pesar de todo, que se trata de una idea interesante, aunque absolutamente inverosímil o increíble bajo de todo punto de vista. De cualquier modo, que no se piense con las neuronas, no quiere decir que estas no sean la base biológica del pensamiento (no su causa). En el bergsonismo, sin embargo, la misma materia no consiste en pura materialidad, por decir así.

Bergson, durante su infancia, vivió en París como si fuera un expósito internado en instituciones educativas para niños superdotados. Las aventuras fallidas de su padre, un compositor y pianista polaco de origen judío, condujeron a su familia (tenía seis hermanos) a residir en Londres, donde pasaba los veranos. Con su madre, Kate Levinson, una dama angloirlandesa, no tuvo más que un distante vínculo afectivo. De adolescente estudió en el Licée Condorcet, uno de los más antiguos y famosos liceos parisinos.

Luego, a los dieciocho años, ingresó en la École Normale Superieure. En esa época ganó el premio nacional del Concurso de Matemáticas solucionando un problema de Pascal sobre círculos tangentes. Entre 1881 y 1888, ya licenciado en letras y mientras preparaba su doctorado en filosofía, Bergson fue designado como maestro de liceo en Angers y más tarde como docente universitario en Clermont-Ferrand. Se doctoró presentado las dos tesis obligatorias: sobre la física de Aristóteles y la disertación que se convertirá en su primer libro publicado en 1889, Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia.

En 1891 se casó con Louise Neuburger, prima de Marcel Proust. Además de enseñar en el liceo parisino Henri IV, Bergson publicó su segundo obra, Materia y memoria (1896), subtitulado Ensayo sobre la relación del cuerpo con el espíritu, inspirado por el realismo espiritualista del filósofo y arqueólogo Félix Ravaisson (admirado por Heidegger y Derrida), quien había asistido a las clases impartidas por Schelling en Münich. En esta notable obra, empleando una considerable cantidad de material científico, ya Bergson defiende el dualismo cuerpo-espíritu ante los psico-fisiólogos que reducen la conciencia a los estados cerebrales, pero a la vez intenta superar la partición dualista hacia un monismo a través de una teoría metafísica de la interacción cuerpo-espíritu.

El libro resultó, a pesar de todo, bien recibido por la comunidad científica, que por un lado celebró su copiosa bibliografía especializada y el cuestionamiento del materialismo dogmático y por el otro, en cambio, evitó comentar la filosofía bergsoniana, que por mucho tiempo será bastante mal comprendida con algunas excepciones, como Alfred North Whitehead.

En 1897 fue nombrado maître de conférences de la École Normale Superieure, y dos años después comenzó a enseñar en la cátedra de filosofía moderna del prestigioso Collège de France. Las clases de Bergson, dictadas los viernes por la tarde, obtuvieron un estrepitoso éxito y a ellas asistían, entre muchos otros, Antonio Machado y T. S. Eliot, los historiadores de la filosofía Émile Bréhier y Étienne Gilson o los filósofos Jean Wahl y Charles Péguy, y una multitud de jóvenes damas.

Desde ese momento, y durante más de una década, el bergsonismo se puso de moda en París, cuyos ecos alcanzaron a la conferencias que dio por entonces en Gran Bretaña y Estados Unidos. A ello también favorecieron tres libros publicados por Bergson: La risa (1900), Introducción a la metafísica (1903) y La evolución creadora (1907), que afirmaron al bergsonismo como un evento filosófico internacional.

El segundo de ellos se considera el manifiesto fundacional de la escuela bergsoniana. Allí Bergson crítica a la metafísica tradicional, a la que juzga fascinada por lo perenne y eterno y propone un nuevo método, el de la “intuición”. El texto fue traducido a los principales idiomas e influyó en distintas tendencias, como el futurismo italiano de Giovanni Papini, el sindicalismo revolucionario de Sorel, el cubismo francés, el dadaísmo ruso o incluso en el mismo Proust.

En 1914, cuando estalla la guerra, Bergson fue elegido miembro la Academia Francesa, lo cual provocó el repudio del partido derechista Acción Francesa por ser judío (el primero nombrado por la Academia). Ese mismo año se incluyeron Materia y memoria y La evolución creadora en el Index de libros prohibidos por la Iglesia Católica.

Con Francia sufriendo los estragos bélicos, en 1917 se lo envió en misión diplomática a Washington para convencer al presidente Wilson de la necesidad de una intervención armada de Estados Unidos. Luego, de 1922 a 1926, se desempeñó como presidente de la Comisión de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones, de la que participó Einstein, entre otros científicos e intelectuales, tras negarse varias veces. En el momento que asumió en el organismo, Bergson había sido objeto de duras críticas por parte de la comunidad científica a causa de la publicación de Duración y simultaneidad (1922), donde discute con la teoría de la relatividad, al punto que decidió postergar la reedición del libro.

Desde mediados de la década de los 20, hasta su fallecimiento en 1941, Bergson se alejó paulatinamente de la vida pública, desanimado ante el avance del antisemitismo y un reumatismo progresivo que entorpecía sus movimientos. De hecho, por motivos de salud, no acudió a recibir el Nobel de Literatura y envío un breve texto.

En 1930 sufrió un desvanecimiento cuando se le concedió la Gran Cruz de la Legión de Honor, la máxima condecoración del Estado francés. Aun cada vez más enfermo y afectado por la creciente persecución de los judíos en Europa (lo que lo disuade de adherir moralmente al catolicismo), publicó Las dos fuentes de la moral y de la religión (1932), en el que disputa con la sociología de Durkheim y la antropología de Lévy-Bruhl para integrarlas en su concepto de “impulso vital” (élan vital), y su último libro, El pensamiento y lo moviente (1934), un tratado acerca del universo como un devenir sin sustrato, en perpetua creación. Bajo el régimen pronazi de Vichy, rechazó todo privilegio y prefirió portar la estrella amarilla que lo identificaba como judío – si bien nunca había practicado el culto – y no dudó en inscribirse por propia voluntad en el registro de judíos franceses.

La intuición de la “duración” (durée) – el tiempo auténtico – es el concepto central del pensamiento de Bergson, si bien nunca le confirió una definición categórica y concluyente, ya que consideraba que sólo podía explicarse a partir de vivencias concretas y a través de breves reflexiones y conceptualizaciones. Si el tiempo, en otras palabras, no fuera duración el universo como tal estaría dado en su totalidad de una vez. Por eso aquello que llega a existir se demora.

El célebre ejemplo bergsoniano del agua azucarada en el vaso dice que tras introducir en este el terrón de azúcar, es posible remover más rápido o más despacio pero no se puede eludir experimentar, en la espera de su disolución, una diferencia absoluta entre la propia duración interna y la duración material. Por lo tanto, el hecho de que en la realidad se dan procesos antes que “cosas” muestra que ella misma se retrasa o acelera y que, de ese modo, no fluye, sino que dura en ritmos y tensiones múltiples y diferentes. Esta duración, para Bergson, supone una invitación al ejercicio de la libertad por parte de los seres vivientes, según la noción de élan vital.

La filosofía bergsoniana de la duración tiene su punto de partida en una definición del tiempo basada, por consiguiente, en la experiencia interior, “subjetiva”, de éste y la extiende, mediante un procedimiento que combina saber científico y pensamiento filosófico (o “metafísico”), a la totalidad del universo. El tiempo real – la durée – crece o decrece en su creación de novedad, y no se mantiene idéntico a sí mismo como el espacio. La duración es memoria y la conciencia es libre en la medida que se vuelca con todo su pasado virtual sobre el presente, en el cual se actualiza, adicionando un “después” al “antes”.

La vida consciente excede el estado fisicoquímico del cerebro en esa relación de la memoria y la materia, y aunque le sirve de condición fisiológica, el pensamiento no consiste en una emanación cerebral. El recuerdo y la percepción, mezclados en la actividad sensoria, difieren y el presente no desaparece al pasar (sino dura) porque comprende todo el pasado. Cualquier estado de conciencia, aun siendo transitorio, ocupa una cierta duración, por lo que ya es recuerdo.

Según Bergson, hay dos clases de memoria, por las cuales el pasado está en el presente: memoria-contracción y memoria-capa. La primera condensa simultáneamente lo percibido, conservando y prolongando el pasado en el presente, de modo que impide que vuelva a comenzar a cada instante. La segunda memoria introduce en la percepción actual recuerdos que la completan para proporcionar el reconocimiento de los objetos materiales y, así, saber qué son.

De aquí que la mayor parte de lo que se percibe es antiguo, proyección de lo viejo sobre lo nuevo, pasado acumulado en la conciencia, cuya esencia radica en almacenar la duración. Sin embargo, como recordar algo implica transformarlo, en cuanto el regreso al presente irrumpe como un nuevo momento de la duración, que será también conservado en la memoria, el hecho mismo de retornar trae una novedad.

El recuerdo y la percepción acrecientan la durée y cada repetición que acontece en ella agrega una diferencia. Bergson afirma que el “espíritu” es la memoria en la percepción, dilación del pasado en el presente, creación incesante. El pasado, por esto mismo, permanece indefinido, ya que la vida consciente no recuerda todo el tiempo.

El cerebro, en todo caso, no constituye el órgano de la memoria o del conocimiento, ni la sede del pensamiento o de las representaciones, sino su función es reprimir el surgimiento tanto de los recuerdos como de las percepciones que no son útiles al cuerpo para conservarse en el mundo material.

Esto es, en la duración se perciben magnitudes mayores o más pequeñas de las que llegan a la conciencia ordinaria. Dicho de otra manera, el cerebro es el órgano de la conservatio vitae. Por eso no alberga el pensamiento ni lo produce sino lo sujeta al presente espacial del organismo. Bergson afirma que la actividad cerebral es un extracto representado del pensamiento, no más que una mera representación de este.

El cerebro, por otra parte, no puede acumular pasado – durée – porque, dada su función, se encuentra siempre en el presente como un intervalo o una expectativa. En vez de conectar de inmediato la reacción a la acción, abre un corte en el tiempo, una detención del automatismo estímulo-respuesta que lleva a la excitación ramificarse en impulsos nerviosos innumerables, y entre ellos el cerebro elige su reacción de acuerdo con el desarrollo encefálico del ser viviente. A su vez, la voluntad brota con la memoria, una virtualidad extraespacial, no cerebral, no material, que confiere sentido a la acción del presente al situarla en la duración del pasado en su grado más contraído.

Bergson sostiene que en la paramnesia o falso reconocimiento, es decir, en el déjà vu, el organismo suspende la conducta de adaptación a la vida con el fin de autopreservarse, lo que yuxtapone a la percepción presente su propio recuerdo, en general excluido, de lo que resulta el sentimiento de “algo ya vivido”. Debido a su complejidad y al elevado número de conexiones, el cerebro humano es capaz de contraponer a cada hábito adquirido otro y a un automatismo otro automatismo opuesto. La inteligencia cognitiva es concebida por Bergson por medio de dos analogías: el caleidoscopio y el cine.

El primero se refiere al modo en que la inteligencia fragmenta la materia inerte para adecuarla a su acción sobre ella, con lo que revela una intuición real del objeto, como en el conocimiento matemático y científico. El segundo, el carácter cinematográfico de la inteligencia, se atiene al régimen caleidoscópico e interpreta la fragmentación inmovilizada como los mismos componentes de la realidad, ignorando que las percepciones efectúan recortes dinámicos en la duración.

En La evolución creadora (1907), Bergson desarrolla la durée como el “todo abierto” que abarca a la totalidad de lo que existe en el universo, el horizonte primordial y absoluto de todos los seres vivos y acontecimientos, desplegándose de modo subconsciente e indeterminada en la temporalidad, entre el caos y el cosmos. La duración es un campo de imágenes de la materia que interactúan entre sí y poseen una luz inmanente, y asimismo una conciencia virtual que solo despierta o se torna actual cuando su desenvolvimiento es detenido.

Estas imágenes pueden congregarse en torno a focos dispersos, dando lugar a percepciones conscientes de una parte o región de la duración: son los seres vivientes. Los objetos que estos perciben determinan sectores de la materia de acuerdo con sus intereses orgánicos y vitales. La imagen, por lo demás, contiene un reflejo virtual de la cosa (“real sin ser actual, ideal sin ser abstracto”, dice Bergson) que conforma su desplazamiento en la pura durée, no en lo espacial, sino a través de diferentes grados de estados de conciencia. Con todo, lo viviente está condicionado por las necesidades del organismo. En los seres humanos las conexiones cerebrales, que están al servicio de la sobrevivencia del cuerpo, hacen que se pliegue el espacio sobre la duración e inhiba el élan vital que proviene del pasado. Entonces caen en la repetición sin diferencia.

El cerebro es una imagen, entre otras, del campo de la duración, y en tanto cierto estado de la conciencia, configura una representación científica de la memoria y el pensamiento, un recorte espacial realizado por la inteligencia cognitiva sobre la materia viva, la inmovilización de un proceso que acontece en la temporalidad. Puede admitirse, si se quiere, que la estructura fisicoquímica cerebral, producto de la evolución creadora, hace de soporte somático del acto de pensar, no que lo genera o determina, delimita o define.

El elemento en que se mueve el pensamiento, invisible e incorpóreo, es de la memoria de la durée, en el recuerdo de cosas y sucesos que no están presentes pero que al recordarlos, en el presente, modifican las restantes categorías del tiempo, el pasado y el futuro. Obviamente esto significa que, para Bergson, el devenir de la conciencia no depende de la denominada “materia” sino, de algún modo, a la inversa.

 

*Doctor en filosofía, profesor de UBA.
La era del kitsch (Alción Editora, 2021) es su último libro
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