28 junio, 2021
En los orígenes del cine negro: ¿Se puede rastrear en el “film noir” una relación particular con la realidad?
Por Slavoj Žižek*
En la cultura popular de nuestros días, hay dos fenómenos que ejercen un poder de fascinación perdurable sobre la así llamada teoría “posmoderna”: Alfred Hitchcock y el “film noir”. Sin embargo, en cada uno de los dos casos la fascinación funciona de una manera completamente diferente: la “oeuvre” de Hitchcock desencadena un torrente de interpretaciones que en su mayor parte se excluyen mutuamente (psicoanalítica, hermenéutica, deconstructivista, feminista, religiosa, semiótica, etc.), una abundancia de ingeniosas movidas interpretativas que se esfuerzan por transformar en éxitos incluso sus fracasos evidentes, mientras que las primeras características que saltan a la vista en relación con los textos sobre el “film noir” son su pobreza y uniformidad teórica inusuales.
Es decir, el grueso de lo que se escribe sobre el “film noir” consiste en variaciones agobiadas de clisés sobre su estilo visual (la influencia del expresionismo alemán: la interacción de luces y sombras, los ángulos poco comunes, etc.); sobre sus procedimientos narrativos (“flashbacks”, voces superpuestas a la imagen, etc.); sobre su trasfondo social (la corrupción de las megalópolis estadounidenses; el impacto social de la Segunda Guerra Mundial; la emancipación de las mujeres como fundamento de la figura de la “femme fatale” que da expresión a la inestabilidad de la identidad masculina); sobre la visión existencial “noir” (el destino inexorable y su interconexión paradójica con la libertad, por ejemplo), etc.
El deseo de poner en palabras la fascinación obvia por el “film noir”, de traducirla a logros teóricos positivos, parece, en cierto modo, intrínsecamente impedido, condenado a fracasar: como si la oposición Hitchcock/film noir repitiera la oposición lacaniana clásica del síntoma que da origen a las interpretaciones y el fantasma que las bloquea. En vez de deplorar la debilidad de los escritos sobre el film noir, en vez de tratar de reemplazarlos por una nueva y mejor teoría, nuestro primer paso debería ser, por ende, una especie de “metacomentario” que dilucidara la oposición misma de Hitchcock y el film noir.
Una de las escenas hitchcockianas quintaesenciales es la “soledad del héroe en la multitud”: el héroe y su adversario intercambian golpes ante la vista de un público ignorante que no conoce (y no debe conocer) lo que hay verdaderamente en juego en la confrontación; ambos tienen que limitar sus movimientos a lo que se ajusta al marco de lo públicamente admisible. Las tres versiones de esta escena son, desde luego, la manifestación política en “Los treinta y nueve escalones” (“The Thirty-Nine Steps”, 1934), el baile de beneficencia en “Saboteador” [“Saboteur”, 1942] y el remate en “Intriga internacional” (1959): en este último, Cary Grant provoca un escándalo público a fin de que la policía se lo lleve, para escapar de ese modo de los espías rusos que controlan el edificio y pretenden capturarlo; estos solo pueden observar pasivamente el espectáculo, dado que cualquier intervención abierta de su parte alertaría al público ignorante.
Tenemos aquí tres miradas, tres posiciones subjetivas: el actor que hace un movimiento; su oponente, contra el cual se dirige ese movimiento, que reconoce con claridad su sentido, aunque solo puede observarlo impotente, y el Otro ignorante, el público presente. El rasgo crucial, la condición estructural de esta interacción es la “ignorancia benevolente del Otro”: este sintetiza a la opinión pública en su inocencia inherente, y es debido a esta inocencia que las tres escenas funcionan como interludios cómicos.
No obstante, recordemos la escena final de “Tuyo es mi corazón” (“Notorious”, 1946): Devlin se fuga, con la envenenada Alicia, de la casa de Sebastian ante los propios ojos de los colaboradores nazis de este último. Lo que encontramos aquí es una estructura subyacente homóloga a las tres miradas, a las tres posiciones subjetivas: el Otro ignorante lo constituyen en este caso los miembros del círculo nazi que no saben que Alicia es una espía estadounidense y que Sebastian lo sabe (quien, por saberlo, la está envenenando lentamente con la ayuda de su madre); los actores son Devlin y Alicia —él la escolta mientras bajan las escaleras, presentándose como el amigo que la llevará al hospital con el acuerdo de Sebastian—; los oponentes indefensos son este y su madre, reducidos al rol de observadores pasivos; si bien el acto de Devlin está dirigido contra ellos, cualquier contrataque público de su parte revelaría al instante a los miembros de la banda nazi que Alicia es una espía estadounidense y que Sebastian lo sabe, con lo que este firmaría su sentencia de muerte.
Lo que hace que esta escena sea diferente a los tres interludios cómicos antes mencionados es el carácter de la tercera agencia, el gran Otro ignorante, el público que es testigo del duelo entre el actor y su oponente: el Otro pierde aquí su inocencia benevolente y asume los rasgos de una amenazadora agencia paranoica. Quienes incluyen “Tuyo es mi corazón” entre los pocos filmes de Hitchcock que exhiben una sensibilidad “noir” están, por lo tanto, en lo cierto: uno de los rasgos que caracterizan el universo “noir” es, justamente, esta mutación en el estatus del gran Otro.
Esta visión modificada del universo nos permite definir la brecha que separa a la novela policial clásica (de lógica y deducción) de la novela “hard-boiled”. Es decir, la primera, la de lógica y deducción, aún se apoya en el gran Otro consistente: el momento, al final de la novela, en que el flujo de los sucesos se integra al universo simbólico, narrado, relatado en la forma de una historia lineal (las últimas páginas en las que, al identificar al asesino, el detective reconstruye el verdadero rumbo de los hechos), origina un efecto de pacificación y el orden y la consistencia se reinstalan, mientras que el universo “noir” se caracteriza por una escisión radical, una especie de desequilibrio estructural respecto de la posibilidad de narrativización: la integración de la posición del sujeto al campo del gran Otro, la narrativización de su destino, solo se vuelve posible cuando el sujeto ya está, en un sentido, muerto, si bien aún vivo, cuando “el juego ya ha terminado”, en síntesis: cuando el sujeto se encuentra en el lugar bautizado por Lacan como “el entre-dos- muertes” (“l’entre-deux-morts”).
Aquí nos basta con recordar “Con las horas contadas” [1949], de Rudolph Maté: el médico informa al héroe que ha sido envenenado mortalmente y que solo le quedan uno o dos días de vida; el héroe pasa el tiempo que le resta en una búsqueda frenética de su propio asesino, es decir, reconstruyendo la historia que condujo a su asesinato. En la medida en que el sujeto no asuma esta situación de “muerto vivo”, todo intento de narrativización, de integración de su destino al tejido simbólico será, por definición, letal: una amenaza mortal ronda en torno de su esfuerzo por “contar toda la historia” acerca de sí mismo. La puesta en palabras no da lugar a la pacificación, la reconciliación con la propia comunidad simbólica (como en la novela policial clásica) sino que, más bien, origina un peligro mortal. Entre numerosos ejemplos de ello, estos son los cuatro más elocuentes:
1- “El reloj asesino” [“The Big Clock”, 1947, John Farrow]. ¿Qué confiere a esta historia su carácter “noir”? Ray Milland, un periodista investigador, es contratado por un corrupto magnate de la prensa (Charles Laughton) para identificar al individuo desconocido que abandonó en secreto la casa de una muchacha asesinada la noche anterior, lo cual lo convierte en el principal sospechoso; lo que solo el periodista sabe es que este individuo desconocido no es otro que él mismo, por lo que se ve, así, obligado a poner en marcha la maquinaria de la investigación que, tarde o temprano, lo señalará con el dedo. El sabor “noir” es lo propio de esta posición del sujeto que solo puede observar impotente cómo la trampa colocada por la maquinaria investigadora —es decir, discursiva—, nominalmente conducida por él mismo, se cierra en torno de sí.
2- “Al filo de la noche” [“Sorry, Wrong Number”, 1948, Anatole Litvak]. Es la historia de una arrogante mujer rica, atada al lecho a causa de la parálisis de sus piernas, que accidentalmente escucha una conversación telefónica acerca de la planificación de un asesinato; emprende la investigación del asunto y, después de todo un día de llamadas telefónicas, descubre finalmente que la víctima del crimen previsto es ella misma: demasiado tarde, dado que el asesino ya está en camino. El filme es un ejemplo de manual de la tesis lacaniana según la cual la verdad del sujeto está constituida por el discurso del Otro: la narradora, al reunir gradualmente todas las piezas y re(construir) los hechos, comprende que, sin saberlo, ella es la pieza central de una intrincada trama; en síntesis, encuentra su verdad fuera de sí misma, en la red intersubjetiva cuyos efectos escapan a su control.
3- “La ventana” [“The Window”, 1949, Ted Tetzlaff]. Este es un caso ejemplar de lo que Gilles Deleuze llama “le flagrant délit de légender”, la historia de un niño, inclinado a inventar cuentos, que una noche es testigo de un asesinato real que ocurre en el departamento vecino. Cuando lo hace saber a sus padres, estos, naturalmente, lo toman por otra de sus fantasías y, como castigo, lo obligan a contarles a los vecinos las mentiras que ha divulgado sobre ellos; de ese modo, estos se enteran de que el niño es un testigo peligroso y se disponen a matarlo cuando los padres lo dejen solo en el departamento durante un fin de semana.
4- “Raíces en el fango” [ “Mr. Arkadin o Confidential Report”, 1955, Orson Welles]. Es la historia de un hombre inmensamente rico que, fingiendo amnesia, contrata a un periodista para que exhume detalles de su pasado. Paso a paso, el periodista reconstruye la verdad, una oscura historia de crimen, traición y engaño, aunque todos los testigos del pasado de Arkadin con quienes se contacta poco después aparecen muertos. Finalmente, el periodista capta el verdadero objetivo de su investigación: Arkadin lo contrató para que ubicara a todos los testigos que quedaban de su pasado criminal; al deshacerse de ellos y, por último, del propio periodista, su pasado quedaría enterrado para siempre. La ironía del filme es, desde luego, que la rememoración (la exhumación de la verdad acerca del pasado) está aquí directamente al servicio del olvido. ¿Y acaso no es también esta historia una metáfora sucinta de un capitalismo caracterizado (como se sabe desde Marx en adelante) por una asimetría estructural entre sincronía y diacronía: solo puede establecerse como una totalidad sincrónica borrando las huellas de su traumático pasado diacrónico?
¿Qué tienen en común estos ejemplos (lo mismo que muchos otros)? El espacio intersubjetivo, “público”, ha perdido su inocencia: la narrativización, la integración al orden simbólico, al gran Otro, lejos de conducir a alguna clase de reconciliación, da lugar a una amenaza mortal.
Lo que debería tenerse en cuenta aquí es que esta “neutralidad” del orden simbólico funciona como la garantía fundamental para el así llamado “sentido de la realidad”: tan pronto como esta neutralidad se mancha, la propia “realidad externa” pierde el carácter autoevidente de algo presente “ahí afuera” y comienza a vacilar, es decir, se la vive como si la delimitara un marco invisible: la paranoia del universo noir es primordialmente visual y se basa en la sospecha de que nuestra visión de la realidad ya está siempre distorsionada por algún marco invisible a nuestras espaldas, razón por la cual también debería incluirse a Edward Hopper entre los autores noir.
Lo que tenemos en mente aquí no es el hecho de que este, antes de ser famoso, se ganara la vida dibujando portadas para novelas sensacionalistas “hard-boiled” ni que muchos de sus dibujos, sobre todo sus aguafuertes (Sombras nocturnas [1921], por ejemplo) contengan motivos que evocan el universo noir (el juego de sombras, extraños ángulos del punto de vista, escenas solitarias de las megalópolis nocturnas, etc.). La cuestión es un poco más refinada: se refiere primordialmente al modo en que el “marco” opera en sus pinturas (tomando en cuenta la ambigüedad fundamental de este término en el universo noir).
Es decir, es como si, en ellas, el marco se “desencolara”, se soltara, extendiera o contrajera con respecto a sus límites reales. Por un lado, sus pinturas refuerzan la idea de espacios y elementos más allá de los límites de la propia escena, como si divisaran un campo más amplio que la esfera que el cuadro puede encerrar.
En relación con las pinturas de Hopper, Pascal Bonitzer habló de “un semblante de fuera de campo” (“un semblant de horschamp”): funcionan como fragmentos en la interacción de “champ” y “hors-champ”, siempre se refieren a un complemento externo, ausente; como señala Bonitzer, este efecto de “enmarcado contingente y nómade” solo es posible contra el telón de fondo del cine, es decir, expone la manera en que la pintura reflejó su aparición, el hecho de que la “cámara en movimiento” capture una realidad que es en sí misma contingente y que, en última instancia, carece de sentido.
Por otro lado, está el efecto opuesto del marco contraído; lo que aquí tenemos en mente es el hecho, advertido por numerosos historiadores del arte, de que las pinturas de Hopper hacen visibles, simultáneamente, el interior y el exterior de un edificio (por ejemplo, un cuarto iluminado con una persona solitaria, visto desde afuera a través de la ventana de una casa que, por otra parte, está a oscuras): lejos de quedar en suspenso, con ello su tensión antagónica se pone en escena como tal. Incluso cuando el contenido “oficial” de una pintura se limita al interior, parece como si la escena pintada se viera a través de una ventana invisible que la enmarcara.
Basta con recordar su “Oficina de noche” (1940): si bien el punto de vista “oficial” es interno a la oficina iluminada (cercano al techo), no puede evitarse la impresión de que un marco (de ventana) invisible nos separa del interior de la habitación (un efecto confirmado por los bosquejos para esta pintura, en los que pueden discernirse con claridad las huellas de un marco de ventana). En el nivel temático, el efecto de “hors-champ” se manifiesta en dos motivos constantes de Hopper:
• una mujer o una pareja cuyas miradas están inmovilizadas en algún punto externo a la pintura (en Hopper, las parejas nunca se miran directamente a los ojos, lo que constituye una especie de equivalente visual de las parejas “modernistas” de las novelas de Marguerite Duras, que solo pueden hallar el amor concentrándose en alguna actividad externa, por ejemplo, la búsqueda de una tercera persona), y
• la limitación del contenido pintado a un reflejo fragmentario de una fuente de luz externa (la parte iluminada de la habitación cercana a la ventana abierta, por ejemplo). La inscripción del marco en el cuadro, por otra parte, se hace patente en la obsesión de Hopper con el motivo de la ventana como límite y vínculo entre el interior y el exterior. Este excedente/ falta del marco con respecto a la esfera real de la pintura introduce una inherente inestabilidad de la visión: el efecto obtenido
consiste en que lo que vemos es siempre un fragmento; la decisiva X siempre se nos escapa, nuestra visión está siempre “enmarcada” e implica, por definición, una mínima “Realitätsverlust”, “pérdida de realidad”.
¿Dónde debemos buscar la clave de este cambio, de esta perturbación en el “gran Otro” que provoca la pérdida de realidad? En el universo noir, ¿el epítome del mal no es la “femme fatale” que plantea una amenaza no solo a la integridad moral del héroe sino a su identidad ontológica misma? ¿No debe buscarse el eje del universo noir, por lo tanto, en la relación del detective masculino con la mujer como su “síntoma”?
“La mujer es un síntoma del hombre” parece ser una de las tesis más notoriamente “antifeministas” del último Lacan. Hay, sin embargo, una ambigüedad fundamental respecto de cómo debemos leerla: esa ambigüedad refleja el cambio en la noción de síntoma dentro de la teoría lacaniana. Si lo concebimos como Lacan lo articuló en la década de 1950 —a saber, como un “mensaje cifrado”—, entonces, por supuesto, la mujer-síntoma aparece como el signo, la encarnación de la caída del hombre: es el testimonio de que este “cedió en cuanto a su deseo”.
Para Freud, el síntoma es una formación de compromiso: en él, el sujeto recupera, bajo la forma de un mensaje cifrado y no reconocido, la verdad acerca de su deseo, la verdad con la que no fue capaz de enfrentarse, a la que traicionó. Así, si leemos la tesis de “la mujer como síntoma del hombre” contra ese telón de fondo, nos aproximamos de manera inevitable a la posición que nadie enunció con mayor vigor que Otto Weininger, contemporáneo de Freud, un notorio antifeminista y antisemita vienés de fines de siglo que escribió el extremadamente influyente superventas “Sexo y carácter” y que luego se suicidó a los veinticuatro años de edad. Su posición consiste en que, según su propio estatus ontológico, la mujer no es más que una materialización, una encarnación del pecado del hombre: en sí misma no existe, razón por la cual la manera adecuada de liberarse de ella no es combatirla activamente o destruirla, sino que basta con que el hombre purifique su deseo, se eleve a la espiritualidad pura para que, automáticamente, la mujer pierda pie, se desintegre.
Nótese aquí el “Parsifal” de Richard Wagner, la referencia básica de Weininger: cuando Parsifal purifica su deseo y rechaza a Kundry, esta pierde el habla, se transforma en una sombra muda y por último cae muerta; existía solo en la medida en que atraía la mirada masculina. En este punto sería posible enunciar una teoría general del “performativo wagneriano”: cuando, al final de “El holandés errante”, el ofendido capitán desconocido anuncia públicamente que él es el “Holandés Errante”, que vaga desde hace siglos por los océanos en busca de una esposa fiel, Senta se arroja desde un acantilado a la muerte; en “Lohengrin”, después de que el caballero misterioso revela su verdadera identidad en el relato del Grial (“Ich bin Lohengrin gennant!”), la desdichada Elsa se derrumba (“Mir schwankt das Boden! Luft!”); cuando, al final de “Parsifal”, este se hace cargo de la función ritual del rey y revela el Grial, Kundry cae muerta… En los tres casos, el gesto ejecutivo por medio del cual el héroe asume abiertamente su mandato simbólico, revela su identidad simbólica, se demuestra incompatible con el ser mismo de la mujer.