El conflicto en el sur de Chile y Argentina, que incluye violencia y radicalización política, pone en el foco un problema existencial de América Latina: qué lugar ocupan los millones de habitantes de pueblos aborígenes históricamente invisibilizados.
El “polvorín” mapuche: la lucha de los pueblos originarios se va tensando por radicalización política
La visión catastrófica en la memoria colectiva originaria lo que abona un ‘estado de guerra’ permanente contra la usurpación europeizante, y los permanentes desmanejos políticos y abusos de los estados modernos sobre los derechos de los pueblos ancestrales dembocan en conflictos cada vez más violentos. Ejemplo de ello es la tirante relación en la Patagonia Argentina y Chilena.
A media mañana del 15 de marzo, en su cuarto día como ministra del Interior del recién asumido presidente Gabriel Boric, Izkia Sitches se dirigía junto a una comitiva a reunirse con representantes mapuches en el sur de Chile. Era su primera actividad oficial y el bautismo no pudo ser peor: la recibieron a balazos en Temucuicui, 690 kilómetros al sur de Santiago. “Si quieren entrar así están muy equivocados, podemos recibir a Siches y Boric si hablamos de restituir territorios”, afirmó después Víctor Queipul, lonko (máxima autoridad) de la zona. En respuesta, el joven presidente chileno declaró el estado de excepción y mandó a los militares -como ya lo había hecho su antecesor Sebastián Piñera- a custodiar la Macrozona Sur (la Región de La Araucanía y las provincias de Arauco y Biobío).
La comunidad mapuche es el pueblo originario más numeroso de Chile: casi un millón de personas se consideran miembros de esa cultura. También están presentes en Argentina, aunque en menor proporción. Ellos, como el resto de sus hermanos aborígenes en América, vienen luchando por reivindicar sus derechos, históricamente cercenados.
Tras la ruptura de relaciones con Piñera, los mapuches tenían altas expectativas con Boric, pero tres meses después ha regresado la tensión. Y no solo eso: la violencia en la zona es la peor en las dos últimas décadas. En lo que va del año ya hubo siete víctimas fatales, más que en todo 2021. El diario La Tercera contabilizó 24 muertes desde 2002 por violencia rural en La Araucanía, 17 de ellas en los últimos 3 años.
¿A qué se debe esta escalada violenta protagonizada por personas que se dicen parte de una comunidad aborigen? ¿Y por qué el sur de Chile y el de Argentina –en menor medida– son hoy los máximos focos de una problemática existencial en nuestros países: qué hacer con la herencia indígena?
La población originaria tiene un gran peso demográfico en América Latina, sobre todo en Bolivia, Ecuador, México, Guatemala y Perú, que concentran más del 90% de la población originaria de la región. Sobre todo en esos países, el movimiento indígena se desarrolló a partir de la década del noventa, cuando se iniciaron las conmemoraciones del V Centenario del “Descubrimiento de América”, que ellos transformaron en un símbolo de resistencia. En Bolivia y Ecuador la tendencia llevó a incorporar en sus Constituciones las nociones de Estado plurinacional e intercultural.
Mayas en México y Guatemala; quichuas en Ecuador; aymaras en Perú y Bolivia; y mapuches en Chile y Argentina, entre otros, llevaban siglos de desarrollo cultural en América cuando arribaron los españoles a fines del siglo XV. Hoy representan sólo el 8% de la población de América Latina, pero el índice crece cuando se mira la pobreza: son el 14% de la población pobre. Esta es la raíz de una chispa que se encendió en las últimas décadas y que amenaza con hacer explosión ahora en el extremo sur de Chile y Argentina.
Allí, se han ido sumando los muertos por la violencia de grupos radicalizados de origen mapuche. También los actos de sabotaje contra empresas que operan en la zona, como el que terminó con la vida de Pablo Marchant, uno de los jóvenes encapuchados que con armas de alto calibre asaltaron el 9 de julio de 2021 un emprendimiento forestal en la comuna de Carahue. Marchant murió abatido por balas de Carabineros, la Policía chilena, cuando junto a guardias privados intentaron repeler el ataque. Días después se supo que el joven, sin lazos familiares mapuches, integraba la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), una de las organizaciones paramilitares que reivindica la autonomía de ese pueblo frente al Estado chileno. Un grupo que se ha adjudicado una serie de atentados incendiarios en la zona. “Como CAM no vamos a negociar ni a transar con el enemigo histórico. Somos parte del movimiento revolucionario mapuche. Luchamos contra el sistema capitalista y contra el Estado colonial”, declaró su vocero, Juan Pichún.
Un discurso similar exhibió otro grupo, denominado Weichan Auka Mapu (WAM), en un video difundido por YouTube a fines de noviembre de 2021, días antes de las elecciones que consagrarían a Boric. En él, unos 30 encapuchados con armas de guerra reafirmaban su “compromiso revolucionario en las acciones de sabotaje a los intereses capitalistas”.
Con los militares custodiando la zona y los grupos radicalizados bajo la bandera mapuche amenazando la estabilidad institucional, La Araucanía se ha convertido en un polvorín que mantiene en alerta al Gobierno de Boric. Y también al de su par argentino Alberto Fernández: en zonas como Bariloche, un paraíso turístico donde llegan cada invierno esquiadores de todo el mundo, la cuestión mapuche también se ha cobrado sus víctimas producto de la violencia disfrazada de reivindicación de derechos.
José Bengoa es uno de los historiadores chilenos que más ha estudiado al pueblo mapuche. Atribuye a “la expansión forestal” de empresas madereras las razones del conflicto. Y señala a una “juventud indígena ilustrada” que, a diferencia de sus ancestros, ha recibido una doble educación: por un lado, las enseñanzas tradicionales y por el otro, la cultura occidental moderna. A eso debe sumarse el acceso a internet, a los viajes y a la globalización “que también ha llegado a las comunidades”. Con este bagaje cultural, las nuevas generaciones de un pueblo tradicionalmente guerrero han endurecido su posición frente a los Estados “blancos” creados en Argentina y Chile tras la independencia de España hacia 1810.
“El Estado no es preexistente a ningún pueblo originario”, afirma Orlando Carriqueo, werken (líder) mapuche en Río Negro, Argentina. Este vocero dice que “el Estado impone la violencia, no las comunidades. Lo hace cuando asume la fuerza, como la ha asumido en estos 140 años con apropiaciones de territorio, corrimiento de comunidades, inundación de tierras y reubicaciones para que se hagan las represas y ni siquiera tengan luz; como cuando deja ingresar a las empresas forestales con las comunidades adentro… Son hechos que demuestran que la violencia la impone el Estado y que las víctimas son de las comunidades”.
Carriqueo asegura que a pesar de eso, los mapuches no están en guerra contra el Estado sino que buscan un reconocimiento basado en el respeto. “Porque hasta ahora hay una imposición de una cultura, de una argentinidad, de una bandera y de una homogeneización de la sociedad que no es tal. Por eso están los conflictos territoriales y eso es parte de la discusión que hay que asumir”, reconoce.
Del otro lado de la Cordillera de los Andes, en Chile, la violencia ha escalado a niveles nunca vistos. Pero para Humberto Toro, delegado presidencial en la provincia de Arauco, ésta situación no proviene de reivindicaciones ancestrales sino más bien de organizaciones criminales que utilizan la cuestión mapuche para negocios ilegales, como el robo de madera y de vehículos o el tráfico de drogas. “Los grupos que fueron tomando la vocería tienen un territorio donde esconderse y una causa donde transparentar su ilícito, la causa mapuche, y ocultan sus ilícitos detrás de esta lucha histórica”, sostiene el máximo funcionario de Boric en esta provincia sureña.
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Chile tiene un 13% de población indígena (Argentina solo 2%) y pese a lo que sectores ligados a la derecha política califican como “un nuevo Chiapas”, viene avanzando en el reconocimiento de los derechos de los pueblos aborígenes. El mejor ejemplo es la propuesta de nueva Constitución recién oficializada, con un fuerte componente indigenista en un país históricamente conservador. Sin embargo, que los mapuches pasen a figurar en la letra constitucional no es suficiente para superar un conflicto con raíces históricas y “tan maltratado que ha generado derivaciones ahora mucho más violentas”, le dijo al diario El País, de Madrid, Salvador Millaleo, el máximo asesor de Boric en temas mapuches. Millaleo duró poco en el cargo: renunció a fines de abril como coordinador de Asuntos Indígenas tras nuevos hechos de violencia en el sur.
Aún sin logros, el nuevo Gobierno de izquierda en Chile es optimista con la cuestión mapuche. Y para eso busca separar la paja del trigo: es decir, a las organizaciones que sabotean las negociaciones por medio de la violencia, de las comunidades que sí quieren dialogar con el Estado. “Para que efectivamente seamos capaces de construir un país en el cual uno tiene el derecho de transitar y de vivir tranquilo en cualquier lugar y no como está ocurriendo hoy en la provincia de Arauco”, dice Toro, quien reitera: “Los actos de violencia nada tienen que ver con la causa mapuche”.
Sea como fuere, las reivindicaciones indigenistas tienen un fondo que va mucho más allá de las explicaciones oficiales, porque se remontan a una narrativa fuertemente arraigada en su conciencia colectiva. Según ésta, lo sucedido en el continente americano fue en realidad una catástrofe histórica que nunca es tarde para remediar. Cómo conciliar esa mirada con la existencia de los Estados modernos y sus poblaciones no indígenas (que por lo demás llevan en sus venas alguna traza de sangre aborigen), es una pregunta sin respuesta para la América Latina del siglo XXI.