16 diciembre, 2023
La soledad afecta a aproximadamente una de cada doce personas en el mundo, sin distinción de fronteras ni diferencias culturales. Según la última encuesta realizada en Europa, hasta el 13 % de los entrevistados dijeron sentirse solos la mayor parte del tiempo durante las cuatro semanas anteriores al momento en que les plantearon la pregunta.
Por María Antonia Parra Rizo*
Si nos fijamos en el contexto específico de España, por ejemplo, las estadísticas del Instituto Nacional de Estadística (INE) revelan que más de dos millones de personas mayores de 65 años viven actualmente sin compañía. Estos datos, además, subrayan una brecha de género significativa: 44,1 % de las mujeres mayores de 85 años están solas, frente al 24,2 % de los hombres.
Esta circunstancia no solo impacta en el bienestar emocional, sino que también se erige como un problema de salud pública que incrementa el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares y mentales.
En este ámbito, tenemos que hablar de dos fenómenos distintos. Por un lado está la soledad transitoria, una experiencia común cuyo impacto en el bienestar y la salud es limitado, dada su naturaleza efímera. Sin embargo, cuando la situación se extiende en el tiempo, la soledad puede volverse crónica y transformarse en una amenaza significativa para la salud.
El segundo supuesto es el que puede deteriorar el funcionamiento mental de las personas mayores. La complejidad inherente a este problema se encuentra en la íntima conexión entre la persistente sensación de aislamiento y las transformaciones que se suscitan en la función mental.
Para entender mejor esta relación, es necesario sumergirse en los últimos descubrimientos de la neurociencia y la psicología. Estudios recientes han revelado un aumento en la activación del sistema nervioso simpático y una disminución en la regulación del sistema nervioso parasimpático –el responsable del descanso y la recuperación– entre las personas mayores solas. Estos cambios pueden obstaculizar la adaptabilidad cerebral y la generación de nuevas células cerebrales.
Otros trabajos también han detectado cambios tangibles en la estructura física del cerebro que predisponen a sufrir enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer, la demencia y el párkinson. Investigaciones previas sugieren, por su parte, un mayor riesgo de deterioro cognitivo leve y el desarrollo de demencia en etapas avanzadas de la vida.
Y por si esto no fuera suficiente, la falta de interacción social podría degradar diversas capacidades cognitivas, como la memoria episódica, la memoria de trabajo, la atención sostenida y la flexibilidad cognitiva, además de aumentar el riesgo de depresión, ansiedad y estrés crónico. Este conjunto de desafíos agrava los efectos cognitivos y funcionales asociados habitualmente con el proceso de envejecimiento.
Aunque son muchas las causas que pueden abocar a la soledad, se han identificado una serie de factores de riesgo, como padecer depresión y/o enfermedades crónicas y tener una edad avanzada. A más años cumplidos, más posibilidades de aislamiento social.
Por lo tanto, todo indica que el impacto de la soledad irá cada vez a más, sobre todo en los países desarrollados, por tener una población más envejecida. Esto ha provocado que cada vez sea más frecuente catalogarla como una epidemia que requiere abordarla mediante políticas de salud pública.
La creciente preocupación por este panorama ha impulsado el desarrollo de programas comunitarios destinados a fomentar la interacción social y proporcionar apoyo emocional. Intervenciones concretas han demostrado su eficacia, sustentando no solo la necesidad de mitigar los efectos de la soledad, sino también de fortalecer el tejido social de las comunidades. Así se promueve un envejecimiento activo y saludable.
En resumen, la soledad en las personas mayores representa un desafío multifacético que exige respuestas a nivel individual, comunitario y político. Comprender los mecanismos neurobiológicos subyacentes y los efectos interrelacionados de la soledad en la salud cerebral y emocional es esencial para guiar el desarrollo de estrategias que mitiguen los impactos negativos.
Al priorizar la soledad como un tema de importancia en la salud pública, podemos mejorar la calidad de vida de las personas mayores en todo el mundo. Este compromiso global es esencial para fomentar la conexión y el enriquecimiento personal a lo largo de los años dorados de la vida.