21 agosto, 2022
El gran sapo que se traga el Kirchnerismo con el ajuste de tarifas de Massa, tres veces mayor al que proponía Guzmán
Por Eduardo van der Kooy*
El nuevo ministro trata de hacer control de daño. Cristina sigue muda. Y asustada. Alberto casi ajeno. Kicillof fiscaliza al nuevo ministro y organiza resistencias.
La fotografía del poder, en pocos trazos, quedó exhibida la última semana. Se trata de una imagen que demuestra dos particularidades. Síntesis, tal vez, de la crisis política y económica que atraviesa a la Argentina. Hay un sistema de conducción que se ha horizontalizado. También, parcelado. Sin desconocer que el peso del liderazgo lo continúa ostentando Cristina Fernández. Esa situación derrama en la coalición oficial: allí se acentúa la fragmentación. Reflejada en la reciente movilización de la Confederación General del Trabajo (CGT) y la participación de los movimientos sociales.
Aquella horizontalidad se explica por la conducta que la enorme crisis impuso a Alberto Fernández, al nuevo ministro empoderado de Economía, Sergio Massa y a la propia vicepresidenta. El mandatario parece corrido de las decisiones centrales. “Está menos agobiado, más distendido”, confió uno de sus ex funcionarios que lo frecuenta. Está desarrollando una agenda que encaja en una jerarquía secundaria. Nunca, en el presidencialismo y la autoridad densa que acostumbra a hacer valer el peronismo.
Ejemplo. En los últimos días su actividad doméstica cumbre resultó la visita a La Rioja. En medio de dos coincidencias: el aniversario de la muerte de José de San Martín y la desconcertante marcha de la CGT. El Presidente viajó para inaugurar 78 viviendas y un jardín de infantes. En otro de sus discursos con brújula inestable imaginó un diálogo con el Libertador. “Estoy seguro de que si San Martín viviera –explicó—me diría: Alberto, ándate al Norte, allí hay que generar igualdad, más autonomía, más independencia, allí hay que generar justicia social”. Debe haber advertido, con mora, que su ubicación en el espacio no era la correcta. Por eso en un instante invocó también la figura del caudillo salteño, Martín de Güemes.
Alberto parece dispuesto a conservar ese perfil. No tendría posibilidad de otra cosa después del desgaste que sufrió ante la opinión pública, acicateado desde varios frentes. La trágica excepcionalidad de la pandemia. Su mala gestión. El pulido incesante a que fue sometido por parte de Cristina y el kirchnerismo. Aquel estoicismo respondería a que, de otra manera, supone que el Frente de Todos se trituraría ahora mismo. Nada garantiza que a futuro no suceda.
Entre tanta opacidad, existe una faceta de su actividad que lo conforma. Son las relaciones internacionales. En ese campo, debido a las contradicciones internas de la coalición oficial, también está sujeto a humillaciones. Las últimas llegaron de dos países a los cuales acostumbra a defender en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac). Daniel Ortega, el dictador de Nicaragua, le endilgó estar haciendo “un papel vergonzoso” por la permanencia en la Argentina del avión venezolano-iraní retenido desde junio por la Justicia, a raíz de presuntos vínculos de algunos tripulantes con el terrorismo.
Nicolás Maduro multiplica su presión. Reclamó al Gobierno que “haga algo” por la máquina “secuestrada”. Idéntico calificativo que utilizó el embajador de nuestro país en Caracas, Oscar Laborde, designado por Cristina. Lo hizo después de haber recibido en la sede diplomática al diputado chavista Pedro Carreño. Que trató de “pelele” y “títere” a Alberto. El ex jefe de Gabinete pone el pecho. El mandatario venezolano está en vísperas de enviar un emisario para destrabar la situación.
Alberto hurga la posibilidad de algún brillo fuera de esa organización. El embajador en Washington, Jorge Argüello, continúa sus gestiones para reflotar la bilateral con Joe Biden, que frustró el Covid que contrajo el jefe de la Casa Blanca. Existe una esperanza: puede realizarse el mes que viene, antes o después de la Asamblea de las Naciones Unidas, que se celebrará en el último tercio de septiembre.
El vínculo con Washington es uno de los asuntos que lo acercan a Massa. El nuevo ministro redondea su viaje para una reunión con Kristalina Georgieva, titular del Fondo Monetario Internacional (FMI). Pretende contactos con el Tesoro. Requiere alguna inyección de divisas para fortalecer las reservas del Banco Central. En las últimas semanas logró comprar puñaditos de dólares. Al menos frenó la sangría. Massa apuesta a Washington porque otras provisiones parecen esquivas. Sería el caso de Qatar, absorbida por el próximo Mundial de Fútbol.
Entre aquellos socios, sin embargo, también afloran resquemores. Alberto defiende dos posiciones en su equipo diezmado. Una es la del jefe de Gabinete Juan Manzur, único lazo que le quedó con los gobernadores del PJ. Allí desplazó a su amigo Juan Olmos como vice del tucumano. Lo imagina enlace, además, de un ministro con el cual no dialoga: Eduardo De Pedro. El kirchnerista que siempre actúa como moderado. Por un auricular recibe instrucciones de Cristina. Ese funcionario inauguró otra moda: cortejar a empresarios y políticos de Estados Unidos. Habló en una cena del Council of America. Conversa asiduamente con Marc Stanley. Al embajador estadounidense le cae bien.
Otro bastión del Presidente es el Banco Central. Miguel Ángel Pesce tuvo la mejor semana desde el estrépito que produjo la renuncia de Martín Guzmán. La vicepresidenta lo sigue acusando de mal manejo de las reservas. Massa piensa algo similar. Tiene al Central como cuenta pendiente para su empoderamiento. Logró poner a Lisandro Cleri de segundo. Se acerca un momento crucial. El mandato de Pesce vence el próximo 24 de septiembre. El Senado, como tantas cosas, nunca trató su acuerdo. Ni lo tratará. La continuidad del titular de la entidad depende de otro decreto de Alberto. En esa estación está una de las peleas internas.
Massa tiene delante urgencias más perentorias que aquella. Por lo pronto, ordenar un ajuste de tarifas cuyo anuncio fue bastante desmadejado. No quedó clara la aplicación integral de la segmentación. Ni su entrada en vigencia. Para el suministro de agua, por caso, regirá desde noviembre. Para luz y gas afirman que desde septiembre. Las empresas proveedoras tienen dudas de poder cumplir con los plazos a raíz de la complejidad y, todavía, puntos oscuros del esquema.
Puede arribarse por los primeros enunciados a una conclusión. El ajuste de tarifas terminará siendo tres o cuatro veces superior que aquel que Guzmán había pretendido instrumentar. Claro, lo había propuesto en marzo cuando Alberto juró ante la Asamblea Legislativa que se habían acabado los tarifazos. Desde entonces el Gobierno no hizo absolutamente nada. El desacople se agigantó por la disparada de los precios internacionales con motivo de la guerra que desató la invasión de Rusia a Ucrania.
El kirchnerismo teme a las secuelas sociales que pueda acarrear el tarifazo. Lo ocurrido en Chile o Ecuador son incómodos fantasmas. Lamenta también la obligación de arrear otra de las banderas del relato. Haber predicado que sólo el neoliberalismo de Mauricio Macri podía ser capaz de una tropelía semejante. Mostró, como siempre, una hilacha cuando intentó redimirse. Hizo circular, a modo de escrache, el monto de subsidios que reciben personajes famosos y de buena posición económica. Vale una precisión histórica: el sistema de subsidios a las tarifas nació con la crisis del 2001, pero fue consolidado en toda la sociedad durante los doce años que gobernaron Néstor y Cristina Kirchner.
Massa tampoco podrá olvidar su puesta en escena estelar del 2016. Con una carta pública y recorrida por los medios reclamó al entonces presidente que dejara sin efecto los aumentos “que la gente no puede pagar”. Ahora es el ejecutor de aquellos aumentos. Evitó la foto del anuncio y dejó a la secretaria de Energía, Flavia Royón, y a su esposa Malena Gamarini, titular de la estatal AySA, en la primera línea. Al gran sapo se lo están tragando ahora todos.
El nuevo ministro necesita del ajuste en los servicios públicos porque no tiene otra cosa que ofrendar a los mercados para ganar confianza. Aquellas podas en el Estado que prometió Silvina Batakis resultan una quimera. Por el contrario, Axel Kicillof incrementó en 125% en dos años la planta política en Buenos Aires. El comparativo se refiere al tiempo de María Eugenia Vidal. Consiguió alinear a los gobernadores del PJ para que resistan cualquier intento de poda presupuestaria que pretenda el nuevo ministro.
El gobernador acaba de hacer otro movimiento. ¿Será funcional a Massa? Difícil creerlo. Designó al sindicalista Walter Correa (del Sindicato de los Curtidores) en el Ministerio de Trabajo para sustituir a Mara Ruiz Malec, que pasó a la AFIP para apuntalar al cristinista Carlos Castagneto. Correa es hombre de la CGT. Ligado a Pablo Moyano. De diálogo fluido con Máximo Kirchner. Hace días visitó a Cristina en el Senado. La vice fracasó en su tiempo para filtrarlo en el triunvirato de la central obrera. Cree que el campo espolea adrede la crisis. En ese mundo el ministro de Economía mendiga dólares para fortalecer las reservas.
La novedad sobresalió después que la central obrera protagonizó una movilización numerosa y desvaída en propósitos. Genéricamente fue contra la inflación. Pablo Moyano resultó el único dirigente que desafió a Alberto (“poné lo que haya que poner”, gritó) y exigió paritarias para compensar el fenómeno.
El ajuste tarifario impactará en la inflación. Massa teme que un desbande salarial termine por derrumbarlo todo. Las paritarias en marzo rondaban el 45%. En mayo el 60%. Hay gremios ahora (los petroleros) que acaban de rubricar un 80% más un bono de $ 100 mil. El proceso de acelera.
Quizá por esa razón ante el Council of America Massa habló de la necesidad de establecer un dialogo con la oposición. En el mismo atril, Horacio Rodríguez Larreta proclamó que el próximo gobierno deberá ser de coalición. ¡Atenta Elisa Carrió!
*EC/ NA