4 agosto, 2021
Por Emiliano Bruner y Fernando Valladares
En los últimos miles de años hemos ido seleccionando nuestros perros en función de sus comportamientos. Esto ha moldeado sus cerebros. Se descubrió, por ejemplo, que algunas razas caninas, particularmente valientes a la hora de defender a un rebaño del ataque del lobo, carecían de algunos neurotransmisores asociados al miedo. El animal se enfrenta al mortal depredador porque no tiene miedo, lo que, en resumidas cuentas, quiere decir que no se entera del peligro, no es consciente de los riesgos, y no imagina que podría morir.
Otros perros están seleccionados para lanzarse a modo de kamikaze detrás de un jabalí, acorralándolo o sacándolo de su guarida. El grupo lo logra, pero solo algunos individuos volverán a casa. Todos estos ejemplos caninos nos recuerdan algo que olvidamos a menudo: hay una frontera muy, pero que muy sutil y borrosa entre valentía y estupidez.
La mayoría de las veces, sin embargo, la domesticación de una especie animal se dirige hacia el lado opuesto al seleccionar, poco a poco y por metódicos cruces genéticos, una menor agresividad. De hecho, la pérdida de agresividad suele ser el objetivo principal de muchos procesos de domesticación.
Cuando se selecciona un animal por ser manso, algo raro pasa en su cuerpo. Incluso Darwin se percató de que, seleccionando animales más dóciles, la especie se transformaba, ya que se seleccionaba a la vez toda una serie de rasgos que formaban parte de un “paquete” único. Los animales seleccionados por su docilidad se hacían, automáticamente, más pequeños, sin pelo, con colitas rizadas y morros cortos. Este conjunto de rasgos se etiquetó entonces con el nombre de síndrome de domesticación.
En general, lo que se ve muy bien es que el síndrome de domesticación tiene que ver con una retención de caracteres juveniles. El desarrollo se detiene o se ralentiza, y el adulto final se parece a un joven o a un niño de la raza o de la especie originaria. Y claro, este bloqueo del crecimiento no solamente actúa sobre su anatomía sino también sobre su carácter. Además de menos agresivos, los adultos-cachorros, como en el país de Nunca Jamás, son también más juguetones, curiosos y creativos.
El síndrome de domesticación es típico de la selección artificial que llevamos a cabo sobre los animales que criamos con fines nutricionales o lúdicos, pero de vez en cuando se da también en la naturaleza. Es el caso del bonobo. Quedándose en una forma bastante juvenil para ser un gran simio, ha cambiado la sociedad agresiva y extremadamente violenta de su primo el chimpancé por una comunidad muy tolerante y mucho más relajada, donde se intercambian y se comparten comida, sexo y deberes sociales.
Resulta que este proceso de autodomesticación, encaminado a moderar la agresividad y permitir el desarrollo de una sociedad más compleja, podría haber ocurrido también en nuestra propia especie, Homo sapiens.
Esta retención de caracteres juveniles a veces se etiqueta impropiamente con la palabra neotenía, aunque es más correcto hablar, en general, de un proceso de pedomorfosis. Crecimiento y desarrollo se modulan mediante hormonas, y es relativamente fácil, a nivel evolutivo, cambiar un par de moléculas, ralentizando o acelerando, truncando o extendiendo el recorrido vital de un individuo, de algunas de sus partes anatómicas, o de algunos de sus tejidos.
En nosotros los humanos, esta retención de los rasgos juveniles está relacionada con muchas características que son cruciales para nuestros nichos ecológicos, sociales y culturales, como los tiempos de maduración cerebral o la longevidad. Así que pequeños cambios en estos aspectos pueden acarrear grandes diferencias en el comportamiento y en la organización social de la especie.
En 1963, Konrad Lorenz publicó un iluminador ensayo sobre la agresión, donde nos explica el carácter sobre todo intraespecifico de la agresión, es decir desatado por y dirigido a miembros de la misma especie, una pulsión fundamental a la hora de regular las relaciones entre individuos, optimizando recursos y minimizando las perdidas.
Considerando que la reducción de la agresividad es a menudo el objetivo principal de un proceso de autodomesticación, es lógico admitir que los aspectos asociados a las reacciones emocionales estén profundamente alterados en las especies que han mantenido rasgos juveniles. Y esto atañe entre otras cosas al alter ego de la agresividad, es decir, el miedo. Si se regula la agresividad, se alterarán también los mecanismos que regulan el miedo. Pero claro, las consecuencias son difíciles de prever, porque pueden ir por caminos diferentes.
Por un lado, la condición juvenil está asociada a una mayor incertidumbre asociada al desconocimiento y a la falta de una pulsión agresiva, dos condiciones que pueden aumentar el miedo. De hecho, somos una especie muy miedosa, a menudo inútilmente miedosa. Un caso muy claro es el respeto injustificado que tenemos a muchos animales.
Por ejemplo, muchas personas tienen miedo a un perro. Un miedo absurdo, considerando que debería de ser lo contrario: ¡es un pequeño cuadrúpedo de 30 kilos que debería temer a un gran simio bípedo que pesa casi tres veces más! Somos gigantes que temen a enanos, y esto solo porque el perro sigue teniendo una buena dosis de agresividad que, sin embargo, nosotros hemos perdido. Pero al mismo tiempo hay que considerar también un factor opuesto: la curiosidad, valentía y estupidez típica de las formas juveniles, que les lleva a curiosear sin ninguna garantía, a adentrarse en experiencias desconocidas, a reaccionar de forma muy emocional y no siempre cuerda, y, en general, a meterse en situaciones sin pensar en las consecuencias.
El miedo funciona en las dos direcciones, ya que el ser humano teme a muchos animales y muchos animales temen al ser humano. Mientras lo primero es en general bastante injustificado, a los segundos no les faltan razones para temer la presencia de las personas. La eliminación metódica de animales por parte del ser humano no solo interfiere en el equilibrio de los ecosistemas, sino que también modifica profundamente el comportamiento de los animales que sobreviven, como describe Soentgen en su libro Ecología del miedo (2019, Herder).
El comportamiento de numerosos predadores y sus presas se ve alterado por la mera presencia del ser humano en los ecosistemas. De hecho, el miedo a humanos modifica equilibrios alcanzados tras miles de años de coexistencia y coevolución. Hemos normalizado algo tan actual como reciente: que los animales huyan de nosotros, una situación ecológica distintiva del Antropoceno.
La presencia humana en los ecosistemas reorganiza la actividad de predadores a través de la ecología del miedo, y genera efectos tanto positivos como negativos en los distintos eslabones de toda la red trófica.
Una de las características que, casi iconográficamente, distingue el temperamento juvenil de la sabiduría de la senescencia es el respeto hacía el ambiente que uno habita. Las viejas generaciones han podido entender lo delicado que puede llegar a ser su entorno, y cuidan más sus hogares. Las nuevas se sienten menos atadas, desconocen lo efímero de los recursos, viven al día y emocionalmente no le tienen miedo al futuro. Esta comparación vale para nuestros mayores y los adolescentes, pero también, y más en general, para toda una especie, como la nuestra, que se ha quedado evolutivamente infantil.
Sobre las espaldas de la civilización actual recaen grandes amenazas que hacen que el ser humano viva con miedo. Amenazas por la sobreexplotación de la naturaleza, miedos por la inseguridad del trabajo, por la violencia y el uso de armas de destrucción masiva, por nuestro futuro inmediato y el de nuestros hijos. Esta situación hace que la utopía, planteada hace cinco siglos por Tomás Moro, esté muy pasada de moda. Ahora la utopía se sustituye por imágenes de catástrofes humanas y luchas por la supervivencia.
Aunque los desequilibrios de poder extremadamente violentos y peligrosos entre gobernantes y gobernados han disminuido desde los tiempos de Tomás Moro, la utopía, es decir, la representación de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano, es rutinariamente ridiculizada como irrelevante, sentimental o fantasiosa. En su lugar, cobra protagonismo la distopía, fomentada por las inseguridades, los temores y las amenazas de la crisis neoliberal, la guerra, el terrorismo, el cambio climático y las pandemias.
Tradicionalmente, nuestros miedos colectivos se proyectan sobre los enemigos que unen al grupo interno tanto como expulsan o destruyen a los extraños. Los miedos naturales pueden ser modificados por los procesos sociales, pero nunca pueden disiparse por completo.
El miedo y la paranoia constantes han inducido un horror tras otro a lo largo de la historia de la humanidad, desde la esclavitud, el terror religioso, el despotismo político, el gobierno de la mafia, los campos de concentración, la caza de brujas, el antisemitismo, la eugenesia, etc.
En la actualidad, la crisis ambiental global encapsula buena parte de los escenarios más distópicos, solo que en esta ocasión los escenarios cuentan con el respaldo de la inmensa mayoría de los científicos. No obstante, la comunidad científica se afana en eliminar de los escenarios climáticos y ambientales los tintes innecesarios de distopía que son tan populares y que tan poco útiles resultan para generar una sociedad responsable y proactiva ante el rumbo insostenible de la civilización actual.
Ya sea por valentía o por estupidez, estamos desafiando a nuestro planeta, aparentemente sin haber considerado bien los riesgos. Quizá no hemos tenido tiempo evolutivo para desarrollar miedo a algo tan global y perturbador como es la desestabilización del planeta. Quizá nunca lo llegaremos a desarrollar pues, no en vano, hemos trabajado duro en nuestra autodomesticación.
Confiamos, no obstante, en que no sea demasiado tarde para poder seguir adelante con un proceso de crecimiento sano y sensato, y que esta joven especie humana, una vez pasada la embriaguez arrogante de la adolescencia, descubra el placer, adulto y responsable, de una agradable y satisfactoria cordura.