9 julio, 2020
Por Ana Padilla Fornieles
Finales del siglo XIX, ciudad de Buenos Aires, Argentina. Tracción equina para carros grises que recorren las calles cargados de víveres. Vicente Brunetti y Cecilio Pascarella, dos críos humildes, trabajan en un taller de carrocerías de la Avenida Paseo Colón. Se ocupan de las menudencias y ese día les corresponde dar una mano de pintura a un carro. Ellos obedecen, con una salvedad: pintan los chanfles del modesto vehículo de rojo.
La idea gusta y se convierte en germen de otros adornos: colorear los recuadros, introducir leyendas que diesen cuenta de su propietario y del género que llevaba. Brunetti y Pascarelli son, de repente, pioneros de un género artístico a pie de calle y comercio. Aparece el célebre fileteado porteño, patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad de la Unesco desde 2015.
La herramienta de trabajo de estos artistas es el pincel de pelo largo o para filetear. Una etimología que se remonta al latín filum: una fina línea ornamental. Fileteadores eran, pues, Brunetti y Pascarelli. Su labor tenía lugar una vez reparado el vehículo, con el cliente ansioso por pagar y marcharse. El negocio apremiaba y hacían falta manos que no escasearon en Buenos Aires.
La tradición comenzó a despuntar en forma de un arte que los hijos heredaban de los padres. Así, junto a nombres como los de Ernesto Magiori o Pepe Aguado, a Vicente Brunetti le sucedería su hijo Enrique. Idéntico sería el caso de Salvador Venturo, capitán jubilado de la Marina Mercante italiana establecido en la capital argentina. Su hijo Miguel tomó los pinceles del padre, para lo que muchos consideran mayor gloria del filete porteño. Con formación en pintura y voluntad de mejorar la técnica adquirida, Miguel introdujo un estallido de creatividad en el género.
El imaginario tradicional del fileteado fusionó arte, folclore y usos sociales propios de aquella Buenos Aires de antaño. Por una parte, se observaban motivos puramente ornamentales: flores, volutas, hojas de acanto, cintas argentinas y líneas estilizadas. Compartían espacio con escenas campestres, leyendas diversas e iconos populares como Carlos Gardel o la Virgen de Luján.
Colores vivos, simetría, simbolismo afín al comercio, ilusión de volumen y el espacio aprovechado al máximo. Todas ellas son características que completan la descripción de un arte abiertamente inspirado en lo neoclásico o grutesco.
La tipografía tampoco se dejaba al azar: la norma solía ser usar caracteres góticos o en cursiva.
Otra cuestión es qué se escribía en los filetes. Los mensajes eran puro refranero popular y verbo de la calle, en ocasiones mezclado con versos o ráfagas de canciones y tangos: “Aprendiendo a vivir se va la vida”, “Por los viejos lo tengo, por los viejos lo doy”, “Eterno en el alma y en el tiempo” o “Cada día canta mejor” por Gardel, “Argentina”,
“La patria no se vende”, “Sencillito pero mío”, “Qué milonga ni qué tango, con esto me gano el mango”, “Aquí viene Antoñito el Rubio”… El humor estaba a menudo presente y no faltaba tampoco la jerga conocida como lunfardo. Los carros se cargaban de sentido.
La simetría del fileteado porteño tiene su secreto en el uso de lo que se vino a llamar “espúlvero”. Este sería el pliego de papel sobre el que se trazaba el diseño del filete. Tras perforarse, dicho diseño se colocaba sobre la superficie a pintar. Se indicaba entonces el trazo del pincel mediante tiza o carbón. El proceso se repetía en la otra sección, dando lugar así a la simetría. Volumen y relieve se lograban no solo a través del dibujo, sino también mediante barnices, luces y sombras y retoques varios.
Con los tiempos se transformó la tradición del fileteado porteño. El automóvil marcó el cierre de los talleres de carrocería rurales, con su clientela recalando en los urbanos. Después llegó el camión, sobre todo a los barrios de Barracas, Lanús y Pompeya. De mayores dimensiones, lo labraban igualmente todo un equipo de herreros, carpinteros y pintores.
El fileteador añadía sus propios motivos al tema que el cliente pedía y dejaba después su firma. Tampoco el colectivo o autobús escapó de la fiebre fileteadora, aunque de manera más discreta para adaptarse a sus funciones de transporte público.
Para entonces corría ya la década de los sesenta, época del auge pleno del fileteado porteño. Pasaban tan rápido los años que llegó, de repente, la prohibición en 1975. Se desterraba el filete de los colectivos para evitar la confusión del pasajero que buscaba la información entre los firuletes. Ausente de estos vehículos, dio el salto gradual a todo tipo de cartelería, rotulado y diseño.
El proceso no se vio exento de pérdidas. Paradójicamente, ocupados como estaban los maestros fileteadores en su labor, nadie se había preocupado de documentarla. Para reconstruir la historia de esta valiosa manifestación artística no quedaron más que los testimonios verbales y recortes de periódico. También el ahínco de quienes no querían que cayera en el olvido. Esther Barugel y Nicolás Rubio recopilaron cuanto cayó en sus manos en el volumen Los Maestros Fileteadores De Buenos Aires.
Artistas como Martiniano Arce, Jorge Muscia, Luis Zorz, León Untroib y Alfredo Genovese remasterizaron el género. Compartían espacio con otros como Sergio Menasché, Adrián Clara, Miguel Gristán, Elvio Gervasi, José Espinosa o Alfredo Martínez.
Con los talleres de carrocería formando parte del dominio exclusivamente masculino, el fileteado porteño redujo a las mujeres a motivos artísticos durante un largo tiempo. Hubo que esperar a la década de los 90 para que maestros contados como Zorz, Gómez o el propio Genovese formasen a mujeres en el arte. De sus resultados y su integración gradual en el género dio cuenta la exposición de 2003 en el Museo de Arte Popular José Hernández. Nora Ábalo, Patricia de Luca Carro, Dora Scardino, María Eugenia García, María Rosa Ledesma, ellas también se rindieron al filete.
El calendario ha ido marcando sucesivos rescates y revalorizaciones del fileteado porteño. Así, ya en 1970 tuvo lugar la primera exposición en la Galería Wilderstein. Su inauguración convirtió el 14 de septiembre en Día del Fileteado Porteño.
En 2006 fue declarado Patrimonio Cultural de la ciudad de Buenos Aires. Menos de una década después se hizo eco de este nombramiento la UNESCO, incluyéndolo como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Este fue el espaldarazo ideal de una técnica artística que ha sido objeto desde entonces de exposiciones fotográficas, congresos académicos y demás medidas destinadas a su protección.
El arte de los “costados sentenciosos”, como tan acertadamente lo describiese Borges, sobrevive en Buenos Aires al envite del tiempo. Es, al fin y a la postre, como un buen tango: siempre atrae la atención de quien posa en él sus ojos.
*LMN