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6 noviembre, 2024

El amante, el cáncer y la Cochinchina: se publican textos inéditos de Marguerite Duras

La autora de «El amante» y de «Hiroshima mon amour» conservó estos textos durante décadas. Se publican por primera vez en castellano.

Marguerite Duras fue dueña de un estilo narrativo muy personal, cercano a la respiración. Sus historias de amor desesperado, imposible y desenfrenado marcaron una época con dos grandes obras: Hiroshima mon amour, película de la que fue guionista, y El amante, una novela que le dio fama mundial y que, tras su versión cinematográfica, reescribió en modo venganza contra el director Jean- Jacques Annaud y la convirtió en El amante de la China del Norte, con tanto éxito como la versión original.

Se publican ahora sus «Cuadernos de la guerra y otros escritos», por primera vez en castellano. Fueron escritos entre 1943 y 1949, en plena Segunda Guerra Mundial y sus años posteriores. Fueron guardados por décadas por la autora y a poco de morir, entregados al Instituto Mémoires de L’Edition Contemporaine. Allí asoman los temas centrales de su obra y de su vida, con una prosa fluida que siempre la caracterizó.

Aquí van las primeras páginas, donde habla de «El amante», el cáncer de una asistenta de su casa, y sus primeros tiempos en Cochinchina, donde comenzó el drama económico de su madre.

«Fue en el transbordador entre Sadec y Sai donde conocí a Léo. Yo volvía al pensionado de Saigón y alguien, ya no sé quién, me había llevado en su automóvil al mismo tiempo que a Léo. Léo era indígena, pero vestía a la francesa, hablaba francés perfectamente y regresaba de París. Yo aún no tenía quince años, sólo había estado en Francia cuando era muy pequeña y Léo me pareció muy elegante. Llevaba un grueso diamante en el dedo y vestía de tusor de seda cruda. Yo nunca había visto un diamante como aquél más que en personas que hasta ese momento no habían reparado en mí, y mis hermanos se vestían de cotonada blanca. Dada nuestra fortuna, me resultaba poco menos que inimaginable que un día pudieran llevar trajes de tusor.

Léo me dijo que yo era una muchacha bonita.

—¿Conoce usted París?

Dije que no, enrojeciendo. Él conocía París. Vivía en Sadec. Había alguien en Sadec que conocía París, yo no lo supe hasta entonces. Léo me hizo la corte y mi asombro fue inmenso. El doctor me depositó en el pensionado de Sai y Léo se las arregló para decirme que «volveríamos a vernos». Yo había comprendido que era extraordinariamente rico y estaba deslumbrada. No contesté nada a Léo, tan emocionada e insegura me sentía. Regresé a casa de la señorita C., donde estaba interna con otras tres personas, dos profesores y una muchacha dos años menor que yo que se llamaba Colette. La señorita C. cobraba a mi madre más o menos la tercera parte de su sueldo de maestra, mediante lo cual ella le garantizaba una educación consumada. Sólo la 25señorita C. sabía que mi madre era maestra; ella y yo lo ocultábamos cuidadosamente a los demás pensionistas, que se hubieran sentido celosos. El cargo de maestra de escuela indígena estaba tan mal retribuido que era muy despreciado. Yo misma lo ocultaba cuidadosamente y todo lo que podía. Al volver aquella noche a casa de la señorita C. me sentí dominada por la desesperación: me decía que Léo, que vivía en Sadec, no dejaría de enterarse de en qué trabajaba mi madre y no podría sino alejarse de mí. Yo no podía decírselo a nadie, y menos que nadie a Colette, que era hija de un administrador principal, ni a la señorita C., que me habría echado de su casa, cosa que, no tenía ninguna duda, hubiera matado a mi madre en breve plazo. Pero me consolé. Aunque Léo conociera París y fuera muy rico, era indígena y yo era blanca; quizás se conformara con la hija de una maestra.

Ser hija de maestra me había valido sinsabores en el colegio, donde no tenía trato más que con hijas de carteros y de aduaneros, únicos rangos equivalentes al de maestra de escuela indígena. La señorita C. me había aceptado gustosamente porque era de mente abierta y porque mi madre gozaba todavía de una gran reputación de honradez. Sin embargo, era a la vez más dura y más íntima conmigo que con Colette. Por ejemplo, la señorita C. tenía un cáncer bajo el seno derecho y no me lo enseñaba más que a mí en toda la casa. Me lo enseñaba por lo general los domingos a primera hora de la tarde, cuando todo el mundo había salido, después de merendar. La primera vez que me lo enseñó comprendí por qué se desprendía de la señorita C. semejante hedor, pero al ser yo la única a la que se lo enseñaba de toda la casa nos confería una especie de complicidad que yo atribuía a que era hija de una maestra. Aquello no me ofuscaba; se lo dije a mi madre, que cifró un cierto orgullo en esta señal de confianza. La escena tenía lugar en la habitación de la señorita C. Ella se descubría el seno, se acercaba a la ventana y me lo enseñaba. Yo extremaba la delicadeza y contemplaba el cáncer durante dos o tres minutos largos. «¿Lo ves?», me decía la señorita C. Yo exclamaba: «¡Ah! Sí, claro, ya lo veo». La señorita C. guardaba de nuevo el seno, yo volvía a respirar, ella se abrochaba el vestido de encaje negro y suspiraba, entonces yo le decía que como era vieja aquello ya no tenía importancia, ella asentía, se consolaba y nos íbamos a dar una vuelta por el jardín botánico.

Mi madre había obtenido del gobierno general, en calidad de viuda de funcionario y en calidad de funcionaria (daba clases en Indochina desde 1903), una concesión de arrozales situada en la Alta Camboya. Estas concesiones se pagaban entonces en anualidades muy reducidas y no pertenecían a su beneficiario hasta pasados equis años después de haber sido cultivadas. Mi madre, tras interminables trámites, obtuvo una enorme concesión de ochocientas cincuenta hectáreas de tierras y selva en un lugar perdido de Camboya, entre la cordillera del Elefante y el mar. Aquella plantación se encontraba a sesenta kilómetros de pista del primer puesto francés, pero este inconveniente no hubiera sido, en rigor, digno de tenerse en cuenta. Mi madre contrató a unos cincuenta criados que fue preciso trasladar desde Cochinchina e instalar en una «aldea» que hubo que construir enteramente en pleno pantano, a dos kilómetros del mar. Aquella época estuvo marcada para todos nosotros por una alegría intensa. Mi madre llevaba esperando aquel momento toda su vida. Además de la aldea, construimos una casa sobre pilotes al lado de la pista que bordeaba nuestra plantación. Esta casa nos costó en 1925 cinco mil piastras, una suma enorme para la época. Estaba construida sobre pilotes por las inundaciones; era toda ella de madera, que hubo que cortar, escuadrar y convertir en tablas sobre el terreno. Ninguno de los enormes inconvenientes que esto podía presentar detuvo a mi madre. Llevábamos seis meses seguidos viviendo en Banté-Prey (el nombre de la plantación), pues mi madre había obtenido una excedencia de la Dirección de Enseñanza de Saigón. Durante la construcción de nuestra casa, de nuestras habitaciones, mi madre, mi hermano y yo vivimos en una choza contigua a la de los criados «de arriba» (la aldea estaba situada a cuatro horas en barca de la pista, por tanto de nuestra casa). Compartíamos la vida de nuestros criados en todo, excepto en que mi mael vestido de encaje negro y suspiraba; entonces yo le decía que como era vieja aquello ya no tenía importancia; ella asentía, se dre y yo disponíamos de un colchón para la noche. Yo tenía entonces once años y mi hermano trece. Habríamos sido completamente felices si la salud de nuestra madre no hubiera flaqueado. El enervamiento y la alegría de vernos tan cerca de salir del apuro coincidieron con su menopausia, que fue especialmente penosa. Mi madre sufrió entonces dos o tres crisis de epilepsia que la dejaban en una especie de coma letárgico, que podía prolongarse un día entero. Al margen de que era imposible encontrar un médico, el teléfono no existía en absoluto por aquel entonces en aquella región de Camboya y las crisis de mi madre consternaban y atemorizaban a los criados indígenas, que cada vez amenazaban con irse. Tenían miedo de que no se les pagara. Rodeaban la choza y se pasaban todo el día que duraba la crisis sentados en silencio en los terraplenes que la bordeaban. En la choza, mi madre yacía sin conocimiento y producía quedos estertores al respirar. De vez en cuando, mi hermano o yo salíamos a decir a los criados que mi madre no había muerto y así tranquilizarlos. Mi hermano les decía que, aunque nuestra madre muriese, él juraba que los llevaría de regreso a Cochinchina costara lo que costara y que les pagaría. Mi hermano, como he dicho, tenía trece años en aquella época; era ya el ser más valiente que jamás he conocido. Hallaba al mismo tiempo fuerzas para tranquilizarme a mí y me persuadía de que no había que llorar delante de los criados, que era inútil, que nuestra madre viviría. Y efectivamente, cuando el sol desaparecía del valle detrás de los montes del Elefante, nuestra madre recobraba la conciencia. Aquellas crisis tenían de singular que no le dejaban huella alguna y que mi madre, al día siguiente, volvía a su actividad acostumbrada.

El cultivo de doscientas hectáreas desde el primer año, unido a la construcción de nuestra casa, a la de la aldea y al transporte e instalación de los criados, absorbió íntegramente todas las economías realizadas por mi madre durante veinticuatro años de funcionariado. Pero eso era secundario para nosotros, pues contábamos con que nuestra primera cosecha nos resarciría casi por completo de los gastos de instalación. Este cálculo, hecho por mi madre y revisado por ella durante noches y noches de insomnio, tenía que revelarse infalible. Nosotros lo creíamos más aún porque mi madre «sabía» que teníamos que ser millonarios al cabo de cuatro años. En aquella época, ella se mantenía aún en comunicación con mi padre, muerto hacía muchos años; ella no hacía nada sin pedirle consejo y era él quien le «dictaba» todos sus planes de futuro. Estos «dictados», según ella, siempre tenían lugar hacia la una de la madrugada, lo que justificaba las noches en vela de mi madre y le otorgaba a nuestros ojos un prestigio fabuloso. La primera cosecha se saldó con algunos sacos de paddy [arroz con cáscara]. Las ochocientas cincuenta hectáreas de tierra concedidas por el gobierno general eran tierras salobres e inundadas por el mar durante parte del año. Toda la cosecha se «quemó», antes de recogerla, en una noche de marea, salvo algunas hectáreas alrededor de la casa, que estaban bastante lejos del mar. En cuanto bajó la marea y el río que bordeaba nuestra casa volvió a ser practicable, fuimos a ver nuestras doscientas hectáreas de arroz quemadas por la sal; hicimos, pues, un viaje de ocho horas de ida y vuelta en barca para constatar nuestra ruina total. Pero, aquella misma noche, mi madre había decidido pedir prestados trescientos mil francos para construir diques que pusieran definitivamente nuestros arrozales al abrigo de los maremotos. No podíamos hipotecar nuestra plantación, puesto que todavía no nos pertenecía y, aun en esa eventualidad, al formar parte de unos terrenos aluviales salobres e invadidos regularmente por el mar, no tenía valor de ninguna clase. Todos los bancos de crédito a los que mi madre se dirigió se negaron formalmente a prestarle aquella importante cantidad, que no podíamos garantizar con nada. En resumidas cuentas, mi madre acudió a un chetty, un usurero hindú que consintió en prestarle esa suma mediante una hipoteca sobre su sueldo de maestra. La cosa no pudo hacerse a espaldas de la Dirección General de Enseñanza, para gran vergüenza de nosotros tres. Mi madre tuvo entonces que volver a ocupar su puesto. Salía de Sadec, donde daba clase, el viernes por la tarde, hacía ochocientos kilómetros en auto y partía de nuevo el domingo por la noche. El interés que se quedaba el chetty era tan elevado que por sí solo consumía casi la tercera parte del sueldo de mi madre. En todo el tiempo que duraron estos tratos, mi madre jamás se desanimó. La construcción de los diques, que hubieron de ser gigantescos, la sumía en una exaltación sin límites. Estábamos muy unidos a ella y compartíamos aquella exaltación. Mi madre no consultó a ningún técnico para saber si aquellos diques serían eficaces. Ella así lo creía; actuaba siempre en virtud de una lógica superior e incontrolable. Se hizo venir a varios cientos de obreros y se construyeron los diques durante la estación seca bajo la supervisión de mi madre y de nosotros mismos. La mayor parte del dinero prestado por el chetty se gastó en ellos. Por desgracia, los diques fueron carcomidos por los bancos de cangrejos que se quedaban atascados en el fango cuando había marea, y, cuando el mar subió al año siguiente, los diques, construidos sobre tierra blanda, minada por los cangrejos, se deshicieron casi por completo.

*EP/cp