11 octubre, 2021
A 529 AÑOS DE LA EUROPEIZACIÓN CONTINENTAL
El Estado Argentino reconoce a más de 1.700 organizaciones aborígenes, habiendo decenas de comunidades preexistentes a la conformación del país sudamericano. Sin embargo sólo 38 los pueblos o etnias y 16 lenguas vivas resisten la colonización, la invisibilización social y el relato oficial.
Este 12 de octubre nuevamente aflora el debate tras 529 años que por error, Cristobal Colón llegó a una tierra desconocida para él y la corona española. Un evento que desde hace siglos se ‘festejó’ , y que recién hace unas décadas se comenzó a resignificar como lo que fue: el último día de libertad para los dueños originarios de estas tierras.
Pese a la inapelable realidad de la originalidad territorial, cultural y social, los intentos de ‘colonización’ no se detiene aún en los tiempos que corren. Están a la orden del día y sobre todo superviven en el relato del poder, que es la más peligrosa de las amenazas.
«En Sudamérica todos somos descendientes de europeos», afirmaba en 2018 el entonces jefe de Estado, Mauricio Macri. Mientras que se escuchó hace un años decir al presidente Alberto Fernández que «Los mexicanos salieron de los indios, los brasileños salieron de la selva, pero nosotros, los argentinos, llegamos en los barcos de Europa».
Para colmo las declaraciones del líder peronista dse dieron justo en oportunidad de la visita a Buenos Aires de Pedro Sánchez, el mandatario de España, la misma nación que protagonizó el genocidio indígena durante la conquista de América Latina.
Estas frases y hechos son bastante representativos y no solo refuerzan la construcción de un sentido común, de una Argentina blanca y europeísta, sino que invisibilizan y extranjerizan a los pueblos originarios que habitan el territorio, incluso desde mucho antes que al general José de San Martín se le ocurriera lanzar su campaña libertadora. De hecho, en la Revolución de Mayo de 1810, la antesala de la independencia, muchos aborígenes conformaron los ejércitos patrios para combatir al imperialismo de la época.
En efecto, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) identificaa 38 pueblos aborígenes en todo el territorio nacional: atacama, chané, charrúa, chicha, chorote, chulupí (nivaclé), comechingón, corundí, diaguita, fiscara, guaraní, guaycurú, huarpe, iogys, kolla, kolla atacameño, lule, lule vilela, mapuche, mapuche tehuelche, mbya guaraní, moqoit (mocoví), ocloya, omaguaca, pilagá, qom (toba), quechua, ranquel, sanavirón, selk´nam (onas), tapiete, tastil, tehuelche, tilián, toara, tonokoté, vilela y wichí.
Para sumar detalle, en noviembre del 2020 el INAI incluso elaboró un mapapara localizar a estos grupos ancestrales, bajo el Programa Nacional Relevamiento Territorial de Comunidades Indígenas, dando cumplimiento a la legislación local.
Los pueblos originarios suelen hablar de “autonomía” y “autogobierno”, algo que dispara el alerta de funcionarios políticos y de corrientes de opinión que promueven sentimientos de odio racial hacia los dirigentes indígenas y las comunidades a las que representan. Siembran el pánico hacia ellos, les asignan peligrosas (e improbables) conexiones internacionales e insisten en asociarlos con la figura de seres al margen de la civilización y las leyes, a la par de un enemigo social.
Por eso resulta esclarecedora la explicación del alcance de los términos “autonomía” y “autogobierno” que desarrolla la politóloga mapuche Verónica Azpiroz Cleñan, integrante del Lof Epu Lafken, en Los Toldos, provincia de Buenos Aires. La investigadora es coautora del libro “Autonomías y autogobierno en la América diversa”, y en diálogo con Rosario3, explicó: “El autogobierno y la autonomía de los pueblos originarios es una idea que venimos trabajando desde hace más de dos décadas, profesionales de las ciencias sociales que pertenecemos a pueblos originarios, documentando los procesos de ciertas comunidades que en algunos territorios tienen margen de autonomía. Es decir, que se pueden dar a sí mismos sus propias normas y su propio gobierno y controlar una parte del territorio dentro de los países donde se encuentran. En esas condiciones, aspiran a tener mayores posibilidades de negociación con los Estados provinciales, regionales y nacional, para mejorar sus condiciones de vida y reproducir el modo de vida tal cual lo entienden sus culturas y su visión del mundo”.
“Los pueblos originarios tienen un tipo de organización propia, basada en valores que no son los de la cultura grecorromana occidental; que piensan la autoridad, el poder y su distribución de manera diferente. Así, podemos comparar, por ejemplo, cómo se piensa el tiempo en ambas culturas. En la cultura occidental se concibe como algo lineal, que tiene un principio y es infinito. En cambio, en los pueblos indígenas el tiempo es cíclico, circular, adaptado a los ciclos estacionales de la naturaleza. De la misma manera se piensa el poder y la organización de los territorios y de las poblaciones”.
Si difícil es para la cultura occidental entender y aceptar esta concepción del mundo, es necesario comprender que la dificultad es recíproca. Los pueblos originarios llevan siglos adaptándose a las pautas culturales que les fueron impuestas por quienes llegaron después: “Hay pueblos que tienen formas de ejercer el poder a partir de la herencia materna o paterna, o a partir de características propias de líderes, ligadas al habla de la lengua, al conocimiento del territorio o a la pertenencia a un linaje. Mientras que la organización social y política en los estados nacionales eligió el régimen democrático, la división de poderes y el proceso eleccionario como una forma de validar que algunas personas gobiernen a la totalidad de la población de una ciudad, una provincia o un país”, explica Azpiroz Cleñan.
“Para los pueblos indígenas –agrega– ese modo es inconcluso no solo porque viene de la tradición occidental, sino también porque se pretende universal, cierto y único. Es decir que trata de opacar a las otras formas de convivencia de lo diverso con la naturaleza y con los otros seres que habitan el territorio, y a los otros modos de producción propios de las comunidades aborígenes”.
Y la diferente concepción del mundo se traslada a todos los aspectos de la vida: “El modelo de producción capitalista supone que hay recursos y bienes naturales ilimitados que se pueden explotar infinitamente. Bajo esa falacia se construye un modo de depredación del territorio. Y al depredar el territorio –afirma– escasea el agua, se desertifican y contaminan los suelos y se genera daño a la salud ambiental y a la población. Esas cosas son las que se tensan con la visión de los pueblos originarios sobre cómo debemos apropiarnos de los recursos y los bienes comunes para vivir en una sociedad donde todos quepamos”.
Pero la diferencia no es sólo de cosmovisiones, sino también de políticas, en relación con sus efectos. “La existencia de la pobreza –remarca la investigadora– es un argumento para decirle a este modo de producción capitalista que no es justo, que no le da de comer, ni le da vivienda a todo el mundo y que hay grandes poblaciones que sufren el deterioro de sus vidas a costa de la plantación de soja transgénica o la desertificación del suelo, a partir de la explotación megaminera, en algunas regiones del país”.
La politóloga realizó el análisis del discurso de varios dirigentes políticos argentinos y de varios gobiernos provinciales: “La democracia en Argentina concibe el territorio en términos de propiedad privada, pero no solo es una disputa con habitantes argentinos, sino también con extranjeros como la familia Benetton o el magnate Joe Lewis, propietarios de extensas superficies de territorio argentino. A partir de esas experiencias –señala– estamos poniendo en tensión, desde lo teórico, cuáles son los argumentos que sostienen algunas instituciones en los Estados nacionales y en Argentina, en concreto, en las provincias de Río Negro y Chubut.
Argentina es uno de los 23 países que ratificó el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), sobre pueblos indígenas y tribales. Se trata del principal instrumento internacional sobre derechos indígenas. En su artículo 14, dice con claridad que «deberá reconocerse a los pueblos interesados el derecho de propiedad y de posesión sobre las tierras que tradicionalmente ocupan».
Natal Elkin, quien supo ser jefe en la unidad de Política del Empleo, Consultas Tripartitas y Pueblos Indígenas en la OIT, destaca que el Convenio tuvo un impacto positivo en América Latina. Puntualmente en Argentina, subraya que hay 955.000 personas que se autoperciben como indígenas –según el censo nacional del 2010, aunque la cifra actual podría ser aún mayor–, con más 7 millones de hectáreas tituladas. Para ponerlo en perspectiva regional, detalló que en Chile hay más de 2 millones de aborígenes y tan solo 2.600 hectáreas a su nombre, mientras que en Brasil había casi un millón de indígenas con más de 117 millones de hectáreas.
A pesar de este importante cambio jurídico, Argentina todavía presenta enormes disputas territoriales y violaciones a los derechos humanos de las comunidades. Entre los conflictos más resonados, se destaca la tensión en La Patagonia, al sur del país, con algunas agrupaciones mapuches que ocupan predios sin esperar la autorización estatal. Desde el lado indígena, se proclama que son «recuperaciones» de tierras ancestrales, pero los intendentes y muchos vecinos afirman que «se está violando la propiedad privada» y algunos territorios públicos.
El conflicto escaló tanto que en los últimos años la zona sureña fue escenario de intentos de desalojos y violentos despliegues policiales, principalmente bajo el mandato de Macri y las directivas de la entonces ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Estos operativos concluyeron con muertes muy resonadas, como el homicidio del joven Rafael Nahuel en noviembre del 2017, o la de Santiago Maldonado, quien ese mismo año fue encontrado sin vida tras pasar más de dos meses desaparecido al intentar escapar de un violento accionar de los efectivos en la comunidad Lof Cushamen.
Sobre el contexto de aquel año, de forma reciente la Justicia confirmó la condena al jefe de Infantería de la Policía de la provincia de Chubut, Javier Solorza, por una fuerte represión previa en esa misma comunidad: «Ordenó a un gran número de efectivos que dispararan sin motivo y a corta distancia a personas mapuches. Una de ellas sufrió un traumatismo de cráneo que la dejó internada en terapia intensiva y secuelas permanentes en su capacidad de oír y hablar», repasa el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), que participó en el caso.
Por esos días de enero, se vivieron tres intensos operativos de Gendarmería, «sin respetar los estándares de uso legítimo de la fuerza en protestas o desalojos, poniendo en riesgo la vida e integridad de los miembros de la comunidad». Como trasfondo, la organización mapuche intenta recuperar su espacio ancestral, en disputa con la Compañía de Tierras del Sur Argentino, en manos de la transnacional Benetton.