23 mayo, 2022
La incidencia de muestras y producciones artísticas de tradición indígena, como las esculturas del artista tucumano Gabriel Chaile en la 59° Bienal de Venecia, reavivan preguntas sobre la relación entre mercado y culturas que están por fuera de la vara europeizante y colonial, tanto en las apropiaciones del sistema como en el gesto de resistencia que opera en los artistas cuando recuperan sus raíces y generan nuevos sentidos: ¿hay una revisión decolonial que disputa su reconocimiento en la historia de las artes visuales? ¿cuánto de snobismo centralizan estas apuestas?
Artistas abstractos en cuyas piezas se puede rastrear el papel que las artes textiles andinas tuvieron en los desarrollos de ese movimiento, exhibiciones que frente a la emergencia planetaria miran por fuera de los centros buscando otras relaciones posibles con la tierra y la naturaleza, catálogos de grandes museos que ven la urgencia de revisar sus cánones y desplegar otras sensibilidades, incorporando artistas que reivindican identidades desplazadas a los márgenes. El arte -el mercado, el sistema, la curaduría, la producción situada- vive un intenso diálogo desde y con lo indígena: en su relación con la naturaleza, con lo sagrado, con prácticas milenarias.
En la mayor exposición de las artes visuales, en Venecia, Chaile exhibe actualmente cinco esculturas en gran tamaño que imaginó como un retrato familiar. La serie fue comprada por el empresario Eduardo Costantini, fundador del Museo Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), uno de los hombres más ricos del país, por una cifra de seis dígitos. En el mismo evento global, la artista chilena Cecilia Vicuña, reconocida por sus quipus monumentales -ese sistema contable inca, que también almacena la memoria-, fue distinguida con el León de Oro a la Trayectoria y cuando recibió el premio dijo que lo hacía en homenaje al mundo indígena y mestizo del que viene.
A esto se le suman exposiciones que ponen en diálogo obras contemporáneas con arte textil, una práctica milenaria e identitaria de América Latina, como la selección de artistas contemporáneos de Paraguay, Argentina y Perú que estos días ofrece el Malba en dos muestras: «Tejer las piedras», la primera exposición individual en la Argentina de la peruana Ana Teresa Barboza, y la colectiva «Aó. Episodios textiles de las artes visuales en el Paraguay», curada por Lía Colombino, con obras de Claudia Casarino, Marcos Benítez, Feliciano Centurión y Mónica Millán, entre otros.
En palabras de Andrea Giunta, investigadora, historiadora del arte y curadora, «comunidades originarias, afrodescendientes y mujeres fueron subalternizados tradicionalmente en el arte con mayúsculas, borrados. Hoy, en un mundo que se ve forzado a democratizar, porque de lo contrario le queman los museos, las instituciones y curadores tienen una posición pro activa y han abierto espacios. Esto es magnífico. Para que no sea una moda, o snobismo, tiene que perdurar«, advierte en entrevista con Télam.
Pero estas conversaciones en simultáneo que ponen en escena lo indígena ¿se pueden pensar en términos de una revisión que le disputa a los países centrales el reconocimiento de la incidencia de culturas no europeas en las artes visuales, por fuera de los registros que suelen leerlos en términos folclóricos o los colocan en el lugar de artesanías? Pablo Fasce, doctor en Historia, cree que sí se trata de «una instancia de revisión de los relatos canónicos de la historia del arte y una disputa con los modos en que los países centrales construyen esos relatos«. Pero en su opinión no es algo «necesariamente nuevo» porque un fenómeno similar ocurrió en el siglo XX cuando artistas latinoamericanos incorporaron otras estéticas para dar alternativas a los modelos europeos.
La diferencia, sostiene el autor de «Del taller al altiplano. Museos y academias artísticas en el noroeste argentino», es el «creciente interés por el arte latinoamericano en la escena transnacional: la emergencia de un mercado global para las producciones de nuestra región, sumada al ejercicio de reflexión y autocrítica en el ámbito del arte contemporáneo y las instituciones del campo cultural generan un escenario propicio para un nuevo surgimiento de esa vía de indagación y de crítica», piensa.
Sin embargo, en este interés creciente Giunta señala los peligros de la «cacería curatorial que súbitamente está buscando indígenas por todas partes«. Se refiere a que «la máquina de la exhibición, la curaduría y el coleccionismo precisan renovarse y salen a buscar», por lo que «hay que ser muy cuidadosos, de lo contrario se trata de la manipulación cultural«, dice la especialista.
En esa línea, Fasce apunta que para sacar esta tendencia del lugar de la moda, la clave está en la interacción que se da con las políticas culturales: «Si los museos y las instituciones son capaces de que ese interés por lo indígena y lo popular se traduzca en programas de inclusión de nuevas voces y si esos actores emergentes pueden lograr que la tensión de los relatos canónicos desborde hacia las lógicas de funcionamiento del campo artístico y las instituciones que regulan el funcionamiento de la arena cultural, entonces el impacto de esas nuevas narrativas será más profundo y duradero. Pero si solo se trata de una alternancia de poéticas, es poco probable que ese interés por lo indígena no sea suplantado luego por la próxima alternativa que el campo del arte contemporáneo pueda encontrar interesante».
En esa sinergia donde también se precisa de artistas que desarmen esas lógica, Giunta diferencia entre los artistas que reciben influencias con aquellos que se empoderan. Tal es el caso de Chaile, «un sujeto creador vinculado a comunidades indígenas que lleva ideas y experiencias al gran formato y a la contemporaneidad», es decir, conoce muy bien los circuitos y demandas del sistema del arte. Junto a Chaile, la investigadora sitúa también al artista mapuche chileno Sebastián Calfuqueo o a la artista tzotzil mexicana Maruch Santiz Gómez, cuyas obras integran la colección del Museo Reina Sofía de Madrid. Los nombra porque «tienen galería, entienden el circuito del arte, participan como artistas, no como artesanos».
Esa escisión que marca la autora de «Contra el canon: el arte contemporáneo en un mundo sin centro» entre la artesanía y las bellas artes es representativa de las miradas y las narrativas que ubican a las comunidades indígenas, o el reconocimiento de esa identidad, como algo si no propio del pasado, posible de ser capturado como fetiche, folclore, objeto de ritual. «La artesanía -diferencia la investigadora- tiene un circuito de producción y de distribución, las bellas artes otro. Y no me refiero con esto a la calidad. Por eso me resulta muy problemática la inclusión de la artesanía en la bienal o la documenta o la exposición de arte contemporáneo, porque es una curiosidad que no va a integrarse al circuito o al mercado de las bellas artes».
Lo que sí identifica es que «sin duda hay hoy muches artistas indígenas, o afrodescendientes, que tienen extraordinaria formación artística y que en su obra se remiten a sus tradiciones, a su historia. Esto brinda una posibilidad inmensa no solo de conocer otras cosmovisiones desde el arte contemporáneo, sino también de ampliar y democratizar su acceso», señala la investigadora, para quien «si esto se generaliza, el mundo del arte habrá cambiado radicalmente y todos nos beneficiaremos al tener acceso a un arte diverso, complejo, más rico».
En una sintonía similar, Fasce encuentra que «el interés por lo precolombino y las producciones artísticas indígenas/populares puede generar una inclusión de identidades y colectivos que han sido históricamente excluidos por el campo artístico, pero también puede transformarse en una manera de ampliar el canon sin cambiar las relaciones de poder que se construyen a partir de él, y esto último es algo plausible si quienes producen estas nuevas narrativas son actores sociales cuyas trayectorias y capitales simbólicos no tensionan a las lógicas internas del campo artístico».
Por eso, para el historiador es «muy difícil evaluar las consecuencias de estas narrativas en el campo de los museos y las instituciones culturales, dado que para poder mensurar su impacto es necesario que las situemos en sus contextos de circulación y en relación a los sujetxs que los encarnan». Como dice Giunta, si se generaliza y «miles de artistas que se han empoderado e introducen sus experiencias negras o desplazadas en un circuito elitista como es el del arte, el mundo del arte habrá cambiado radicalmente y todos nos beneficiaremos al tener acceso a un arte diverso, complejo, más rico».