En «Un resplandor inicial» el escritor hace una autobiografía literaria y refiere las aventuras que atraviesa con cada una de sus obras, una experiencia que va evolucionando desde sus primeras lecturas y sus inicios en el oficio de narrador hasta su última novela.
Por Carlos Aletto
El placer de leer y escribir se transmite en cada palabra de «Un resplandor inicial», de Daniel Guebel, un libro en el cual el escritor hace una autobiografía literaria y refiere las aventuras que atraviesa con cada una de sus obras, una experiencia que va evolucionando desde sus primeras lecturas y sus inicios en el oficio de narrador hasta su última novela.
La idea de escribir «Un resplandor inicial», publicado por editorial Ampersand, surgió hace unos años -Guebel no recuerda cuántos exactamente- pero fue después de que escribió «El absoluto». El escritor argentino, nacido en 1956 en Buenos Aires, tuvo la impresión de que sus libros ya «no se regían por la ilusión de la máxima diferenciación ni por su opuesto», la idea de la serie, sino que comenzaban a organizarse como una constelación, y que debía (o más bien deseaba) armar un mapa estelar, «un mapa que dejara constancia del modo en que cada uno de mis libro arrojaba su luz y recibía el influjo de otros, funcionando de acuerdo a sistemas de gravedad cambiante».
Guebel tenía la impresión de que ese mapa sería «un pequeño catálogo de resplandores privados y de formas geométricas que iban rotando a medida que se agregaban nuevos libros, una constelación que quedaría fijada o congelada¨ cuando su obra concluyera, pero advierte: «El ganso propone y el azar dispone». Una noche fue a un acto en homenaje a Héctor Libertella en el bar Varela Varelita y alguien, en algún momento, repartió unas fotocopias donde Libertella había trazado, para dar cuenta del funcionamiento y las relaciones de su obra, un mapa semejante al que él imaginaba para la suya. «Esa precedencia me liberó -manifiesta a Télam el autor de ‘Un crimen japonés’-, tenía que hacer otra cosa.
Escritor y periodista, Guebel ha publicado más de 20 obras, hizo guiones para cine y TV y ganó premios como el Emecé de novela 1990 por «La perla del emperador», el Premio Literario Academia Argentina de Letras en Género Narrativa 2014-2016 y el Nacional de Literatura 2018, categoría Novela, en los dos casos, por «El absoluto». De su ecléctica obra se destacan títulos como «Arnulfo o los infortunios de un príncipe» y «El terrorista».
P: ¿Cómo surgió la propuesta que enmarca «El resplandor inicial»?
-Daniel Guebel: Hay un momento en que un escritor cree que valdría la pena ofrecerle a un lector posible las pistas sobre lo que hizo y pensó, y sobre todo busca enseñarle cómo le gustaría ser leído. Entonces imaginé, primero, dar una especie de clase, una charla estilo «Yo por mí mismo», en la que armaría ese mapa valiéndome de una tiza y un pizarrón. Pero claro, era lo mismo que lo hecho por Héctor, solo que charlado. Así que en algún momento pasé a la idea de escribir y no hablar.
¿Son recuerdos de lecturas o notas del momento?
-D.G: Imaginé algo al estilo de «Cómo escribí algunos libros míos», de Raymond Roussel, pero en el transcurso de la escritura me di cuenta de que en ese título había una especie de dominio de la voluntad, un acto de extrema deliberación y de extrema conciencia de sus recursos formales, que de algún modo antecedían o, si no, justificaban sus libros. Pero eso no se aplicaba a mi caso. En mí, la intuición es una forma de desplazamiento, de sueño con serpientes que se retuercen, así que pensé un nuevo título: «Cómo se (me) escribieron mis primeros veinticinco libros», título que permitía proponer una relación más fluida y libre y laxa entre la determinación del autor y su escritura. Después, por suerte, mi hija censuró ese título horrible y me dio el definitivo. Porque lo cierto es que la escritura, aunque uno tenga ciertos puntos de arribo, te lleva hacia donde ella quiere. En mi caso, además, la tarea de reconstrucción de los procesos de cada uno de mis libros me llevó paso a paso a darme cuenta de que, en definitiva, lo que yo estaba haciendo era ordenar o reflexionar sobre mis lecturas. Desde el primer libro hasta el último. Sin darme cuenta, dejé caer mi propia constelación de autor para observar cómo destellaba en mis libros lo más importante: mi experiencia de lector. Porque escribir, en el fondo, es reorganizar el caos de la propia biblioteca, trazar senderos y relaciones inesperadas. Uno lee porque no hay nada más lindo que leer. Pero cuando algo en uno decide volvernos un escritor, nos empuja también a leer para aprender cómo se escribe y también, como un ejercicio de esquizofrenia, nos conduce a estudiarnos para saber cómo leemos para escribir. Así, finalmente, tuve que aceptar que «Un resplandor inicial» es básicamente el libro de un lector que quiere volver escritura sus lecturas, incorporando y valorizando lo que en su momento no advirtió o desdeñó. También me dediqué a una especie de tarea de reconstrucción de lo que había olvidado, ya que nunca llevé un diario, ni personal ni de escritura. Escribiéndolo, me enteré de cosas de mí mismo que no sabía. Mentira. Pero al menos las organicé en órdenes distintos.
¿Hay en tu obra experiencias distantes de la literatura?
-D.G: Si uno escapa a la tentación del chisme, que es materia dúctil para que rebuscadores de basura televisiva indaguen entre las cachas de los actores, y si escapa también de la banalidad de creer que cualquier acontecimiento, solo por el hecho de que le haya ocurrido, es digno de ser referido, entonces puede aceptar, sin mucha indignidad, que hay hechos de la propia vida que de golpe se imponen, piden ser contados, organizados, recreados o inventados. La literatura es una forma de la autobiografía tamizada por un deseo de organización formal que, con suerte, nos redime de la gratuidad de toda confesión y nos arroja a la confabulación, que nos sana y nos perdona.
¿Cómo conviven el oficio de escritor con otras formas de ganarse la vida alrededor de la escritura?
-D.G: Una anécdota tal vez falsa cuenta que una vez un periodista de espectáculos fue a entrevistar a Sandro de América. Cuando entró en la casa, sonaba, digamos, Mozart. Asombrado, el periodista le dijo: «¿Usted, Sandro, escuchando esto?». Y Sandro le contestó: «Claro, pibe, nunca consumas lo mismo que vendés». Yo trabajé durante años fingiendo ser periodista pero tratando de que mis notas revelaran que no lo era. Resultado: trabajé de pluma barata y nadie creyó al leerlas que yo fuera un periodista, pero tampoco un escritor. A veces fue divertido, otras estimulante, otras agonizante. No veo nada malo en que un escritor haga lo que pueda para garantizar la reproducción de su fuerza de trabajo literario. Incluso ganarse premios, arrojando con estos cierta luz de sospecha acerca del valor de su obra.
¿Este libro puede servir cómo un decálogo para un escritor principiante?
-D.G: De Quiroga en adelante, la mayor parte de los decálogos para escritores principiantes me parecen ejercicios de petulancia. Y la mayoría de los autores de decálogos me pierden como lector cuando escriben sus pomposas estupideces de recetario. Así que espero que no. Mejor pensarlo como el testimonio de una experiencia personal y no como el ejercicio del viejo maestro que gangosea sus verdades como si se tratara de un prospecto de crema anti hemorroidal.
¿»El resplandor inicial» es para lectores de Guebel?
-D.G: Seguramente. O para atraparlos como a ratas en mi trampera hecha de pequeños fulgores y completamente inservible para capturar nada. Sería interesante averiguar cómo lo lee alguien que no me conoce, no me ha leído y no le interesa leerme pero sí quiere averiguar qué dice un autor sobre esos libros que él no leerá.
Borges y Perón aparecen en este libro y en toda tu obra, ¿creés que sean dos figuras omnipresentes en la literatura argentina?
-D.G: No puedo imaginar qué habrá sentido Borges cuando pasó delante de una marcha peronista y los manifestantes empezaron a cantar «Borges y Perón, un solo corazón», como si se tratara de los hermanos siameses Yang y Eng o, más borgianamente, de Aureliano de Aquilea y Juan de Panonia, los protagonistas de su cuento «Los teólogos», que arden en el goce de sus pequeñas diferencias y son confundidos en el cielo por Dios, que carece de conocimientos teológicos. Borges odiaba a Perón, eso es claro. Y Perón se hacía el que no sabía quién era Borges. En una entrevista, le preguntaron por él, él preguntó quién era, y cuando le dijeron: «Es un cuentista», Perón contestó: «Para cuentero estoy yo». Borges hablaba como Borges, como la voz de la tradición y los mayores y la patria perdida; Perón, como el Viejo Vizcacha. Tu pregunta tiene una respuesta obvia: claro que sí. O al menos tienen mucha importancia en mi literatura.
Una última pregunta, bien de verano: si un lector se quiere ir a una isla con un solo libro tuyo, ¿cuál le aconsejarías y por qué?
-D.G: Todos. Va a tener tiempo para leerlos, siempre que no venga la maldita lancha de rescate.