22 junio, 2025
La prisión domiciliaria de Cristina Fernández de Kirchner no es sólo un asunto judicial. Es el inicio de un nuevo conflicto político, simbólico y cultural: cómo encerrar a quien aún tiene millones de seguidores sin que parezca que no se la encierra del todo. El país así ingresa en un terreno inédito: el de una vicepresidenta que fue jefa de Estado, con condena firme, pero aún con capital político.
Por Sergio Marcelo Mammarelli*
Si hay algo que enseña la historia argentina es que: la cárcel no siempre debilita al poder, muchas veces lo mitifica. El Perón de Puerta de Hierro fue más peligroso que el que gobernaba; la cárcel de Menem en Don Torcuato lo volvió presidenciable; y ahora, la «cárcel con balcón con vistas a la calle » puede terminar siendo una escenografía heroica para la víctima de la épica K.
La pregunta, entonces, no es sólo si corresponde la prisión domiciliaria, sino cómo debe ser esa prisión domiciliaria para no convertirse en un spa político ni en una oficina de operaciones ni en una casa de gobierno paralela. Y esto no se resuelve con la tobillera electrónica ni con las visitas controladas: se resuelve con reglas claras, fiscalización institucional y, sobre todo, con voluntad política de que las sentencias se cumplan, incluso cuando duelen.
¿Puede alguien con condena firme recibir en su casa a militantes, funcionarios, candidatos y periodistas como si estuviera en campaña? ¿Puede operar políticamente desde el living? ¿Tuitear como si nada? ¿Decidir candidaturas, encabezar listas o dar conferencias en vivo desde su biblioteca?
Comencemos diciendo que la prisión domiciliaria no es un beneficio. Es una modalidad de cumplimiento de una pena, en función de la edad, salud o condiciones personales. Pero sigue siendo una pena. Y como tal, debe ser restrictiva de derechos, aunque no humillante. Lo que no puede ser es una cárcel con agenda política, donde se diseñan oposiciones, discursos, resistencias. Si eso ocurre, no solo será una burla al fallo judicial. Será una nueva ofensa a la ya maltrecha representación institucional que venimos hablando en otras columnas.
Esta semana, Cristina Fernández de Kirchner sin el show de presentarse ante la Justicia para cumplir su detención, quedó constituida en prisión en su domicilio precisamente para evitar “la puesta en escena” que muchos querían ver como venganza y otros para profundizar la épica. A partir del martes pasado, el país ingresó en una zona de tensión política y simbólica pocas veces vista. No será una detención cualquiera. No será una pérdida de libertad. Será, en cambio, una sobreactuación institucional que la convertirá, por enésima vez, en el centro de gravedad de la política nacional. Quizás sea su última gran jugada involuntaria o no. ¿Quién lo sabe?
Cristina presa, no es una expresidenta derrotada. Es la encarnación de una narrativa que sobrevive a cualquier sentencia. El Peronismo lo sabe y lo capitaliza: el operativo clamor se cumplió el miércoles, pero como veremos con consecuencias relativas. Sindicalistas -aunque no la C.G.T-, intendentes -en su mayoría del conurbano-, movimientos sociales, agrupaciones universitarias, hasta jubilados con gorrita de La Cámpora, movilizaron un acompañamiento que recuerda a aquel 17 de octubre, aunque ahora sea junio y las redes sustituyan a la plaza.
Las encuestas parecen corroborar este fenómeno que venimos resumiendo: Cristina creció desde la confirmación de su condena. Y lo hizo a costa de las opciones de centro. El Radicalismo se diluye como una aspirina vencida, el PRO es un político soltero en la pista sin nadie que lo saque a bailar, y la izquierda se refugia en su eterno purismo testimonial.
Mientras tanto, Javier Milei sonríe y disfruta el momento con un cinismo extremo. Él también necesitaba esto. Cristina presa es el enemigo perfecto. Le permite volver a la guerra contra la casta con nombre y apellido. Mientras tanto, la Justicia se debate por hacer lo correcto o ceder a las presiones del propio Gobierno y de Cristina en distinto sentido: “presa, ma non troppo”.
Ya en 1956, Perón escribía desde el exilio sobre la «resistencia moral» como forma de liderazgo. Eva Perón, con su enfermedad terminal, se convirtió en un símbolo más potente que muchas figuras sanas. Y Perón, desde Madrid, hacía y deshacía liderazgos a distancia con una grabadora de cinta. ¿Será lo mismo con Cristina, sin posibilidad de ser candidata, sin poder organizar actos, sin siquiera recibir multitudes en su casa? ¿Podrá transformarse en algo más duradero? Si es así se convertirá en un mito. Y los mitos no necesitan comité o unidad básica.
En lo personal, me cuesta creer que ello ocurra. El mito puede volverse una carga insoportable para el mismo Peronismo. ¿Cómo seguirá con una líder moral inhabilitada, encerrada, omnipresente pero inactiva? La historia ofrece ejemplos. Luiz Inácio Lula da Silva, preso en Curitiba, resucitó políticamente, pero fue en un contexto institucional distinto. Mandela pasó 27 años en la cárcel, pero con la dignidad de quien representa a los oprimidos sin sospechas de corrupción. Cristina no es Lula ni Mandela. Es Cristina: amada y odiada en proporciones exactas, condenada por corrupción, defendida como ídola popular, pero difícilmente sea eterna.
En la Argentina de Milei, la imagen de una Cristina entre rejas puede ser combustible puro para los extremos y el antagonismo. El centro está vaciándose no por falta de candidatos, sino por falta de relato. Cristina será, quizá, eso espero, la última gran heroína trágica de la democracia argentina. Condenada y victoriosa. Presa y popular. ¿Por cuánto tiempo? El eclipse puede ser largo, pero nunca total, aunque inevitable. Ella sabe, como aquella enseñanza de Perón, que «la verdadera política no se hace con los hombres, sino con los sentimientos del pueblo». Y hay un sector que, por amor o por odio, siente a Cristina como propia.
Mientras tanto, Milei seguirá explotando el conflicto. Lo necesita. Sin Cristina, tendría que enfrentarse al vacío. Y el vacío no polariza, aburre.
El operativo simbólico de la movilización del miércoles era claro: “volver a llenar la Plaza” como en los tiempos gloriosos. La consigna era la épica de siempre. “Un millón”, pero la realidad fue contundente. No más de 150.000 personas, según estimaciones generosas.
¿Ese es todo el pueblo organizado que sostiene a Cristina frente a la condena judicial y la inhabilitación política? Si eso es el “último bastión del pueblo”, el mito cruje. Ayer el fervor popular dio un paso en falso. Sin aparato estatal, sin subsidios, sin transporte organizado, fue una movilización sin músculo.
El segundo aspecto de lo ocurrido fue sin duda que “la figura central no se presentó -razones obvias- y habló por altoparlantes”. Desde esa voz grabada prometió «derrotar a Milei con sus propias armas»: mercado, ajuste, épica liberal.
La imagen fue desconcertante. Cristina «presente» por audio, como Perón en Madrid. Sin embargo, la lejanía de Perón era forzada por la proscripción. Acá la Plaza no tuvo líder en el palco, simplemente porque Cristina está presa por corrupción.
Y ¿quién ganó con la marcha? Milei. Siempre Milei. Nuevamente, el Presidente gana terreno como «el único capaz de enfrentar al monstruo», reforzando la centralidad del antagonismo.
Con estos elementos, me animo a decir que la Plaza del miércoles, lejos de la construcción de un mito o de una canonización, se transformó en una despedida sin duelo. Cristina comienza a ingresar en el panteón político como figura histórica, no como candidata. ¿Porqué? Cristina quiso mostrar fuerza. Mostró soledad. Quiso lanzar una ofensiva. Terminó grabando un mensaje.
Quiso recordar quién era y Milei agradece. Sin querer, tal vez no haya sido la fundación de un nuevo mito. Fue el acto fundacional del mito ajeno: el de su adversario.
La democracia argentina, que ya convivió con proscripciones, exilios, desaparecidos, ahora ensaya su nuevo capítulo: la oposición carcelaria. Está claro que somos paladines en innovación institucional. Un verdadero ejemplo para el mundo. En definitiva, el Peronismo marcha como en sus mejores épocas, la Justicia actúa como puede y el Gobierno festeja con cinismo desmedido. Mientras tanto, la política argentina vuelve a demostrar que, cuando parece tocar fondo, siempre encuentra otro final. Ahora un show que ofrece un espectáculo continuado y todos los argentinos estamos invitados con “entrada gratuita” y no se aceptan devoluciones.