18 mayo, 2021
¿Debemos desinfectar las suelas de nuestros zapatos? ¿Rociar de alcohol las bolsas del mercado?¿Medirnos la temperatura al entrar a una tienda?
A un año de la pandemia hay evidencia científica sobre qué medidas nos protegen de verdad y cuáles sólo nos dan una sensación de falsa seguridad.
Conforme pasa el tiempo, los casos de coronavirus se acumulan. Pero otra cosa, esta vez positiva, incrementa también: la evidencia científica, resultado de investigaciones elaboradas en todo el mundo, que propicia datos más certeros, conclusiones más claras y hallazgos más puntuales para conocer mejor al SARS-CoV-2.
En los primeros meses de 2020, cuando nos enteramos de los primeros casos de COVID-19, la poca información científica disponible nos llevó a actuar en base al principio de precaución: tomar medidas sanitarias para evitar riesgos potenciales. De ahí, por ejemplo, que empezáramos a limpiar con extrema diligencia cada cosa que entraba a nuestras casas, desinfectáramos ropa y zapatos y nos mantuviéramos encerrados durante meses.
Pero este tiempo no ha sido en vano para la ciencia porque en menos de un año se acumuló una enorme y nunca vista cantidad de información científica sobre el nuevo coronavirus. Una investigación publicada en la revista Scientometrics mostró que de enero a abril de 2020 se habían publicado más de 4 mil artículos relacionados con la pandemia; en octubre ya eran más de 85 mil.
Hasta ahora sabemos que entre las medidas más eficaces para evitar el contagio están el uso correcto y constante de los barbijos, mantener el distanciamiento social, ventilar los ambientes y el lavado minucioso de las manos. Quizás estemos cansados de esas mismas recomendaciones pero son las que más nos protegerán del virus.
Por otro lado, la evidencia científica ha demostrado que muchas de las acciones que prometían protegernos contra el COVID-19 en realidad no funcionan. Y, a pesar de ello, las seguimos haciendo. La consecuencia de aplicar medidas sin sustento científico puede ir desde un gasto innecesario de dinero y tiempo hasta una falsa sensación de seguridad que ponga en riesgo nuestra salud.
José Luis Jiménez, experto en Aerosoles y académico de la Universidad de Colorado (EE.UU.), dice que ya alguien ha explicado así esa ironía: “Es como si pusiéramos a la selección de fútbol de Argentina a proteger al portero de Brasil para que no les meta gol. No es imposible que el portero meta gol, pero es muy difícil. Y mientras tanto, el resto del equipo de Brasil les ha metido mil goles. Eso es lo que hemos hecho nosotros preocupándonos excesivamente en cosas que no sirven para nada”.
En un inicio, se pensaba que estas alfombras podían proteger del coronavirus porque al desinfectar las suelas de los zapatos se reducía la posibilidad de introducir el virus en los espacios cerrados. Sin embargo, ahora se sabe que no tienen ningún efecto de protección.
De acuerdo con estudios más actuales, la posibilidad de un contagio a través de superficies, si bien es posible, no representa un riesgo significativo. Probablemente ocurriría si una persona infectada, por ejemplo, estornudara cerca de objetos de uso frecuente -como perillas, botones o barandales- y en seguida otra persona sana tocara esa superficie y se frotara luego al interior de los ojos y la nariz.
Lo que indica la Organización Mundial de la Salud (OMS) es que, a pesar de que pudiera ocurrir, esa posibilidad es mínima. Por tanto, pensar que el virus pudiera pasar de la planta de un zapato al rostro de una persona es poco probable.
“Esas alfombras no sirven para nada. Es un desperdicio de tiempo y dinero y podría ser, incluso, tóxico. Las sustancias desinfectantes que se utilizan podrían dispersarse por el aire e intoxicarnos”, dice Jiménez. Limpiar las zonas de contacto frecuente y mantener los espacios bien ventilados y con poca gente es mucho más efectivo que gastar en esas alfombras.
Aunque los termómetros y los oxímetros pueden ayudarnos a identificar 2 de los síntomas relacionados con el COVID-19, la fiebre y la baja oxigenación en muchos lugares públicos se utilizan como medidas de seguridad y protección, cuando en realidad no lo son.
La causa: las personas asintomáticas. Según la evidencia disponible, representan al menos un tercio de las personas infectadas; hasta 75% de las personas con PCR positivo no tendrán síntomas; mientras que otros estudios establecen que los asintomáticos tienen mayor carga viral que los sintomáticos, lo cual vuelve inútil prácticamente a cualquier herramienta que busca detectar síntomas.
Según Jiménez, algo que puede ser mucho más útil -aunque con sus limitaciones- es instalar detectores de dióxido de carbono en lugares con gran afluencia, que miden, justamente, la cantidad de CO2 que exhalan las personas. Si el aparato registra altos niveles de CO2, significa que hay más aerosoles en el aire y mayor posibilidad de que ocurra un contagio si hubiera una persona infectada. Por lo tanto, puede ser una herramienta que sirva para saber cuándo se deben ventilar los espacios.
Probablemente fuiste una de las muchas personas que lavaba absolutamente todo lo que llegaba a tu casa, desde las bolsas del supermercado hasta los envases del delivery. Pero desde que la evidencia de que el SARS-CoV-2 se transmite principalmente por aerosoles fue incuestionable, también se han tenido que moderar las medidas respecto a la excesiva atención que se le ponía a las superficies.
La OMS, por ejemplo, afirma que, dado que el virus no puede persistir por mucho tiempo en las superficies ni tampoco replicarse en ellas, “no es necesario desinfectar los materiales de los envases de alimentos, pero hay que lavarse las manos adecuadamente antes y después de manipularlos”. Tampoco es necesario lavar de manera exagerada las frutas y las verduras, basta con lavarlas como se hacía antes de la pandemia y lavarse las manos antes de manipularlos.
Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés) recomiendan la limpieza y desinfección de las superficies cuando existe una alta posibilidad de contagio, es decir, “cuando se haya producido un caso sospechoso o confirmado de COVID-19 en las últimas 24 horas”.
Con la pandemia llegaron también múltiples dispositivos como pulverizadores electrostáticos, nebulizadores, rociadores, vaporizadores o los limpiadores de aire electrónicos que, básicamente, difunden productos químicos en forma de aerosoles o los suspenden en el aire, con el objetivo de desinfectar espacios en los que pueda aglomerarse mucha gente como aeropuertos, centros comerciales o transporte público. Sin embargo, poco de esto tiene un impacto protector eficaz.
De acuerdo con los CDC, la situación en la que estos aerosoles podrían propiciar algún nivel de protección es cuando hay un caso (o más) confirmado de COVID-19, se necesita usar el espacio rápidamente y no da tiempo de desinfectar a mano, como en los entornos sanitarios después de que un paciente deja de usar una habitación.
Cuando no se tiene esa situación, los impactos de estos dispositivos son mínimos o hasta contraproducentes. “La aerosolización de cualquier desinfectante puede irritar la piel, los ojos o las vías respiratorias y puede causar otros problemas de salud a las personas que lo respiran. Los CDC no recomiendan el uso de estos dispositivos para la desinfección de espacios comunitarios para COVID-19. Si se usan, deben utilizarse con extrema precaución”, dice en el sitio de los CDC.
“Lo que se debe hacer es filtrar: desde usar un barbijo hasta instalar un filtro comercial. Es algo muy útil que se puede hacer y no es más caro que las otras barbaridades que se hacen con los desinfectantes”, dice Jiménez.
En algunos espacios públicos se ha impuesto el flujo de camino en una sola dirección. El virus, sin embargo, no ‘entiende’ de direcciones, viaja por al aire y se mantiene en él durante horas, sobre todo en espacios que no tienen buena ventilación.
Algunos especialistas comparan los aerosoles con el humo que podrían respirar los no fumadores en un cuarto con fumadores. Así como el humo del cigarrillo permanece en el aire aun cuando el fumador ha dejado la habitación, los aerosoles en donde “viaja” este coronavirus pueden mantenerse en los espacios, con la diferencia de que no se pueden percibir con la vista o el olfato.
Así que si hubiera una persona infectada en estos lugares públicos sin cubrebocas existiría el mismo riesgo de respirarlo si se camina hacia una u otra dirección. Una medida más eficaz contra el virus sería limitar el número de personas, así como el tiempo que pasan dentro de estos lugares públicos.
A la fecha, no hay alimento, suplemento o dieta que nos proteja de contraer COVID-19. De acuerdo con las recomendaciones de la OMS, tomar vitamina C, zinc o té verde no ofrecen capacidad protectora contra la enfermedad, tampoco consumir probióticos, ajo, jengibre o cualquier suplemento de micronutrientes (vitaminas y minerales).
Algunos estudios han explorado la relación entre enfermar gravemente de COVID-19 y la alimentación de los pacientes. En un artículo en el que analizaron a 206 personas, investigadores iraníes concluyeron que las personas con una dieta más sana fueron afectadas por la enfermedad de manera leve.
De manera que, aunque puede haber una relación entre una buena dieta y una mejor respuesta a la enfermedad, en ningún caso eso significa una protección absoluta. Comer sano siempre será recomendable y beneficioso frente a cualquier enfermedad, pero hasta ahora no hay evidencia de que una determinada dieta pueda hacerte inmune ante el virus.
*CL, CH