18 abril, 2021
Se pone en escena la permanente comprensión de la posibilidad de finitud. Aunque el tema aparece en momentos críticos, por lo general actuamos como si fuéramos eternos
Por Ignacio Brusco
La mayor parte del tiempo estamos inmersos en nuestra microhistoria, realizando un solipsismo a través del cual no pensamos en nuestra muerte. Actuamos como si fuéramos eternos, ya que en general la finitud no se encuentra en el pensamiento activo de la mayoría de las personas. Y a pesar que puede presentificarse en algunos momentos críticos, como ante una enfermedad familiar, una película u otro problema que implique riesgo de vida, no es un pensamiento que normalmente impida la actividad cotidiana.
El gran filósofo Martin Heidegger planteó a la conciencia de finitud como base de la angustia de las personas, que ha acompañado desde tiempos paleolíticos a los grupos humanos que tomaron conocimiento de que la muerte es una realidad inevitable. Religiosidad e idolatrías sobrenaturales trataron desde tiempos muy remotos de solapar esta angustia de final.
En la pandemia, como en muy pocas otras oportunidades, la muerte se ha instalado en la agenda consciente de las personas y de la población. En este contexto que nos toca transitar, los medios y las redes durante exponen diariamente la muerte, generando una presencia muy cercana que requiere de un esfuerzo activo.
La muerte es considerada como la terminación del ciclo vital de todo ser biológico. El desarrollo del sistema nervioso en el humano, sin embargo, ha generado la posibilidad de tomar conciencia del tiempo, del espacio y de quienes somos en el sentido más complejo, lo que se llama metacognición.
Esta evolución nos ha permitido tomar conocimiento de que somos seres finitos. Es decir, quizá la única especie biológica que sabe conscientemente que va a morir y lo descubre con mucha anticipación.
Este conocimiento no existe en niños pequeños y también puede desaparecer en personas con trastornos cognitivos avanzados, como en la enfermedad de Alzheimer en sus etapas finales. Es decir, este procesamiento requiere de un cerebro desarrollado e indemne.
Este profundo problema en que se embarca el ser humano ha generado algunas de las principales preguntas que como especie nos realizamos acerca de qué existe después de la muerte o si todo termina al morir, lo que llevó a la filosofía existencialista del siglo pasado a plantearse uno de los problemas claves: la angustia del fin.
Pero mucho antes, ya en tiempo prehistóricos, se fueron generando los primeras respuestas, creando las primeras religiones y la creyendo en dioses, que respondieron acerca de la existencia de algún proceso superior y de la posibilidad de tener nuevas vidas luego de morir.
Esta angustia probablemente responde a los situaciones de indefinición sobre el final y se apoya en los procesos de creencia, los cuales pueden ser de gran ayuda en las personas que padecieron la muerte de un ser cercano o también en la conciencia de la propia desaparición.
Estos mecanismos religiosos son instancias de creer que pueden incluso localizarse en sectores de la corteza cerebral. En un tratamiento médico, estos mecanismos deben respetarse, pues conllevan una mejoría en la calidad de vida.
La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross, que analizó hace años los procesos de duelo ante la muerte de un ser querido, describe cinco etapas de este mecanismos. Quizá podría establecerse un parangón con la respuesta poblacional a una situación de incertidumbre cronificada.
Estas etapas comienzan con la negación como proceso defensivo inconsciente, en el que están implícitos los mecanismos de creencia.
El próximo estadio puede ser la ira, que implica un enojo ante la imposibilidad del manejo de un inevitable final.
Le sigue la negociación, que quizá vuelva a utilizar la creencia cuando se trata de encontrar una solución, aunque se sepa que no existen muchas. Quizá se abra paso a soluciones mágicas o a la búsqueda de una nueva tecnología de investigación o tratamiento alternativo.
Continua la etapa del dolor, o depresión, cuando la angustia le gana a cualquier otro sentimiento y es el momento de la necesidad de máxima contención, para expresar las emociones, a través de la psicoterapia o de la relación con los otros, puesta en los sentidos y en el lenguaje.
Por último está la aceptación, cuando se admite la muerte y se resigna la posibilidad de cambiar la situación. Esta es una etapa en la que la persona requiere contención y no está exenta de riesgo y de sufrimiento.
El ser humano ha establecido una lucha implacable contra la muerte y contra el tiempo, una pelea que se ha encaramado también a batallar contra el paso del tiempo biológico. Sin embargo, el Covid-19 puede haber resignificado la motivación que la humanidad había dispuesto contra la muerte o la prolongación de la vida.
El cansancio y la factibilidad de entender lo frágil de la vida ha puesto en jaque la toma de decisiones que se genera ante el contacto permanente con el número de muertos que los medios y las redes nos muestran diariamente.
Esta pandemia instala en la conciencia de las personas la información sobre esta parte del ciclo vital que es morir. Se pone en escena la permanente concientización de la posibilidad de finitud. En un formato globalizado, impredecible y de transmisión mass media que impacta de lleno en la vida y en el psiquismo de las poblaciones.
*BAEN