La obesidad se ha convertido en una de las principales amenazas para la salud pública, sobre todo en los países desarrollados. Diversos factores favorecen su aparición –incluyendo los genéticos, que explican uno de cada cinco casos–, pero también hay desencadenantes ambientales.
Por Antonio J. Ruiz Alcaraz, Universidad de Murcia; Bruno Ramos Molina, Universidad de Murcia; María Ángeles Núñez Sánchez, Instituto Murciano de Investigación Biosanitaria (IMIB) ; María Antonia Martínez Sánchez, Universidad de Murcia; Maria Suárez Cortés y Virginia Esperanza Fernández-Ruiz, Universidad de Murcia
Entre estos últimos, tienen un papel muy relevante la dieta y el sedentarismo. Sin embargo, cada vez hay más datos que apoyan la idea de que la contaminación puede influir en la aparición de la obesidad, al afectar al desarrollo del individuo, sobre todo, en las primeras etapas de su vida.
¿Qué son y dónde se encuentran los obesógenos?
Los obesógenos son aquellos compuestos que pueden inducir una acumulación excesiva de grasa en el cuerpo. Derivados de la industria química, están en el aire, el agua, los productos de limpieza, los cosméticos o incluso en los alimentos y sus envoltorios o envases plásticos.
La lista de estas sustancias no para de aumentar a medida que se estudian en profundidad los efectos nocivos de los distintos subproductos y residuos industriales. Estos son los principales:
- El bisfenol A es uno de los obesógenos más extendidos y mejor estudiados. Está presente en múltiples productos de uso diario, como envases de plástico, tiques de compra, tuberías y neumáticos. Y aunque no se considera un contaminante persistente –se degrada más rápido que otros compuestos y de forma natural–, podemos encontrarlo habitualmente en el aire, el agua o la comida. Esto facilita que nos expongamos a ellos.
- También pertenecen a la categoría de obesógenos no duraderos los ftalatos, presentes en envases alimentarios, juguetes, envoltorios de medicamentos y los propios fármacos. Como ocurre con el bisfenol A, entran en nuestro organismo por inhalación (del aire que respiramos), por ingestión (de los alimentos que comemos) o por absorción a través de la piel (cremas de aplicación tópica).
- A diferencia de los dos anteriores, otros obesógenos no se degradan tan rápidamente y pueden permanecer en el medio como contaminantes durante décadas. Un conocido ejemplo son los parabenos, compuestos químicos que suelen incluir los productos de la industria farmacéutica y cosmética.
- La tributiltina, menos común en nuestro día a día que los anteriores, es un obesógeno que se ha usado a menudo como preservante de la madera por sus propiedades antifúngicas y acaricidas. Perdura durante años en medios acuáticos.
- Otro ejemplo clásico de contaminante persistente es el DDT, que se utilizó extensamente en la segunda mitad del siglo XX como pesticida. Prohibido en los años 70, su larga vida media y su degradación en otros compuestos derivados siguen convirtiéndolo en un contaminante digno de atención, dados sus efectos en las generaciones que han sido expuestas. No solo está relacionado con la obesidad, sino también con enfermedades cardiacas, la diabetes tipo 2 y el cáncer. Aunque el DDT es un caso ampliamente estudiado, se sabe que otros pesticidas como las dioxinas pueden producir efectos similares.
- Y, por último, tenemos los derivados de la combustión incompleta de compuestos orgánicos: carbón, petróleo, gasolina, basura orgánica, etc. Conocidos como hidrocarburos aromáticos policíclicos o PAH (siglas del término inglés Polycyclic Aromatic Hydrocarbons), aumentan el riesgo de contraer enfermedades metabólicas, como la obesidad y la diabetes, y también tardan en desaparecer del ambiente.
¿Qué mecanismos nos hacen engordar?
Todos estos contaminantes generan kilos de más alterando el funcionamiento del organismo a distintos niveles, como veremos a continuación.
Por un lado, pueden inducir un aumento en el número y el tamaño de los adipocitos, es decir, de las células encargadas de almacenar la grasa. Esto supone una mayor capacidad de acumular dicha grasa en condiciones de exceso energético, como cuando ingerimos alimentos hipercalóricos. Y por otro lado, son capaces de alterar la capacidad del organismo para regular sus niveles de glucosa (azúcar) en sangre, reduciendo la capacidad de respuesta de determinados tejidos a la insulina.
Además, pueden afectar a los sistemas de regulación del apetito y de la sensación de saciedad, favoreciendo un mayor consumo de alimentos. También alteran el sistema hormonal y favorecen la aparición de procesos inflamatorios. Todo ello produce, en definitiva, un desequilibrio en la salud metabólica del individuo que puede dar lugar al desarrollo no solo de la obesidad, sino de otras patologías como la diabetes tipo 2 o enfermedades cardiacas.
Aparte de estas perturbaciones metabólicas, endocrinas e inflamatorias, que afectan a lo largo de toda la vida adulta, cada vez hay evidencias más claras de que los obesógenos tienen así mismo el potencial de alterar el modo en que nuestros genes se expresan durante las primeras etapas de vida, incluso durante la gestación. Estos cambios epigenéticos pueden predisponer a la obesidad desde etapas muy tempranas del desarrollo (obesidad infantil) y producir modificaciones que pasen de padres a hijos.
El impacto de los obesógenos en la salud mundial
Con el aumento de la industrialización a nivel global, la presencia creciente de obesógenos en el medio ambiente puede favorecer la extensión de la obesidad –y las patologías metabólicas relacionadas con ella– más allá de los países desarrollados, donde estas enfermedades ya causan un altísimo impacto en la salud de sus ciudadanos.
Sumar lo que sabemos sobre este factor de riesgo a la influencia de la contaminación en el desarrollo del cáncer, enfermedades respiratorias y patologías alérgicas, así como a los datos científicos sobre el calentamiento global, debe servir de acicate para perseguir un modo de vida más saludable y respetuoso con el medio ambiente.
Tengamos muy presente el grave impacto de la contaminación en la salud del planeta, en la nuestra propia y en la de las generaciones futuras.
*Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation
Antonio J. Ruiz Alcaraz, Profesor de Inmunología de la Universidad de Murcia e investigador del Grupo de Inmunidad Innata del IMIB, Universidad de Murcia; Bruno Ramos Molina, Investigador Principal del Grupo de Obesidad y Metabolismo del IMIB y Profesor de Bioquímica, Universidad de Murcia; María Ángeles Núñez Sánchez, Investigadora Postdoctoral, Grupo de Obesidad, Diabetes y Metabolismo, Instituto Murciano de Investigación Biosanitaria (IMIB), Instituto Murciano de Investigación Biosanitaria (IMIB) ; María Antonia Martínez Sánchez, Estudiante Predoctoral Depto. de Bioquímica y Biología Molecular B e Inmunología. Nutricionista en el grupo de Obesidad y Metabolismo en el IMIB, Universidad de Murcia; Maria Suárez Cortés, Matrona. Profesora Asociada Académica del Departamento de Enfermería de la Universidad de Murcia y Virginia Esperanza Fernández-Ruiz, Profesora de Enfermería. Enfermera y Dietista-Nutricionista de la Unidad de Nutrición del Hospital Clínico Universitario Virgen de la Arrixaca, Universidad de Murcia