2 octubre, 2024
«El reto es que el espectador entienda que no hay nada que entender». Esa es la conclusión del actor y director Oliver Laxe sobre el proceso espiritual que implicó filmar y que implica seguir, fotograma a fotograma, su maravillosa película de 2016 «Mimosas».
Por Rodrigo Haydar Osegueda/PS
Estrenada en 2016, la película de Mimosas de Oliver Laxe nos permite intuir uno de los conceptos más complejos del sufismo y el chiismo: la «wilayat» o amistad divina.
En el filme aparece un misterioso personaje urbano llamado Shakyb, quien es enviado a auxiliar a Ahmed en su misión de acompañar a un sheij para morir en su tierra natal al otro lado de las montañas del Atlas en Marruecos. La misión y encomienda de Shakyb es designada por otro sujeto, con quien parte a bordo de un taxi desde lo que pareciera ser una agencia en la que todos colaboran para que el destino ya escrito alcance su concreción.
Shakyb pareciera ser aquello que en el sufismo se conoce como «abdal», una categoría de santo o amigo de Dios que se distingue por cumplir una función en el sostenimiento del mundo. Si bien para el musulmán el fundamento último de la existencia es la existencia de Dios, el abdal funge como el medio a través del cual se garantiza la continuidad de la creación, pues es la conexión entre el mundo espiritual y el de la materia. La imagen puede parecer metafísicamente excesiva, casi mágica, pero deja de serlo si, por ejemplo, se le compara con la creencia que algunos pueblos indígenas de México tienen con respecto a los volcanes, de los cuales piensan son parte fundamental del ciclo del agua, al grado de creer que las fuerzas que posibilitan los temporales residen en la cima.
Todo esto nos apunta a la conexión que hay entre todas las cosas en la realidad. Alguien podría estar sentado en su escritorio escribiendo una bella poesía sin saber que del otro lado del mundo un noble trozo de pan que yace en el horno ha posibilitado que el poeta perciba la fuente de su inspiración. No hablamos del fenómeno causa-efecto, pues de acuerdo con los maestros del sufismo, los abdal ocupan un espacio fijo durante su existencia y son sucedidos por otra persona al morir. Hablamos de pilares metafísicamente necesarios para que el mundo perciba la compasión y la misericordia, aún en las épocas más crudas. Son las montañas y cerros a través de los que se generan las más bondadosas lluvias, sin que ellos sean causa de ellos mismos.
Se dice que hay todo tipo de abdal, cuyo título proviene del singular «balil», que literalmente quiere decir sustituto, pues hace referencia a que no se trata de un personalidad concreta, sino a la necesidad de que su lugar en el cosmos se ha ocupado, del mismo modo que las aguas fluyen para que puedan existir los ríos. Asimismo, existe una jerarquía de los abdal, tal y como muestra la película, aunque se cree que no puede tratarse de una jerarquía vertical en torno a un proyecto, sino del sostén de unos a otros; el amigo o amiga de Dios que tiene mayor amplitud en su corazón acoge al otro e incluso le prepara para convertirse en su sustituto al morir. Su amor por su sucesor es tal que incluso es capaz de aparecer en secreto al otro lado del mundo para ayudarle a alcanzar sus cualidades espirituales, del mismo modo que una madre da de beber de su pecho al recién nacido del cual no sabe nada. Los abdal son hojas de un árbol en el que cada pequeña hoja que cae se vuelve abono para que nazcan nuevos frutos.
Otra características de los balil es que en su gran mayoría desconocen su estado, pues sólo Dios sabe quiénes son los que sirven al mundo con su amor y existencia. Aunque existen geografías asociadas a estos santos y santas, estos se extienden por toda la tierra, pues algunos sostienen su mundo de forma local. Por ello, podríamos decir que estos seres iluminados no necesariamente se manifiestan como musulmanes, pero sí que manifiestan las mejores cualidades del musulmán, es decir, anteponer la compasión ante el rigor.
La mayoría de las escuelas sufíes aceptan que el principal de los abdal es el «qutub» o polo, que a veces asocian a un maestro específico. Por su parte, los chiíes consideran que el garante de la existencia es el Imam Mahdí, quien habría nacido en el siglo IX y habría alcanzado un estado interior profundo en un sótano en Samarra, Iraq. De acuerdo con las narraciones, los poderes mundanos intentaron acabar con la vida de este ser iluminado, pero las personas designadas para ello no pudieron acercarse, presenciando milagros antes de verlo por última vez. Desde entonces, algunos han narrado encuentros milagrosos con él (as), otros dicen que para verlo hay que purificar el corazón, el órgano que es el abdal de nuestra alma. Tanto si se cree que el principal abdal es el Mahdí o el «Qutub», en ambos casos se nos invita volver al interior, a la cueva donde todo empezó, como bien mencionaba una admirada hermana.
Sobre su número se han dicho ciertas cantidades distribuidas en rangos. Sin embargo, puede que se trate de algo meramente simbólico, ya que sin duda, todo está impregnado de la Misericordia Divina, todo existe por Ella y todo fenómeno ocupa un lugar esencial y necesario en este universo. Quizá no sea necesario viajar tan lejos para el encuentro con el Mahdí, quizá simplemente baste con mirar y tratar con cariño cada uno de los seres con los encontramos y que están cumpliendo de la forma más perfecta su papel en esta vida. Es posible que esta actitud incluso sea la más correcta para honrar a estos seres, pues son ellos quienes garantizan el fluir del cosmos y no podría existir duda en que lo aman, por eso son compasivos y generosos.
Vale la pena querer ver con el corazón, pues quizá la gota de brisa que cae guarda todos los secretos de la existencia. Si miramos con atención, sin olvidar la particular belleza de cada ser y sin exigirnos tanto, es posible que dejemos de ver categorías, entonces contemplaremos en cualquier lugar, incluso en nosotros mismos, el centro del universo; volcanes, lluvias y lagunas de compasión.
*PS