3 mayo, 2021
José Emilio Burucuá, uno de los intelectuales más disruptivos y consultados del país fue un férreo opositor a las restricciones de las cuarentenas. Aun así, dice que el debate sobre el tema es imperioso y que no aportan conceptos como el de infectadura. Señala que la grieta empobrece la producción cultural.
En una sustanciosa entrevista, reflexiona sobre el vínculo entre políticos y pensadores, un ítem también pendiente en la cultura institucional del país.
—En otro reportaje usted dijo: “En Argentina se usa la palabra ‘erudición’ con cierto dejo de desconfianza, como que uno ha dejado de lado el compromiso social y político para adquirir conocimientos. Lo que pasa es que yo sé un poco de todo. Suponen que eso es producto de la erudición, pero no es así. Es curiosidad”. ¿Cómo considera el imaginario colectivo la erudición? ¿El antiintelectualismo es una rémora del “alpargatas sí, libros no”? También se percibe algo parecido en algunos dirigentes de Juntos por el Cambio.
—La erudición está muy relacionada a orígenes laicos, una vez que se independizó del viejo saber filológico, necesario para leer e interpretar las escrituras. Cuando se produjo ese desprendimiento, en el siglo XV en Italia al comienzo y luego se extendió por Europa y más tarde por América el conocimiento de las fuentes clásicas, la filología erudita apareció como una herramienta de libertad del espíritu. Un instrumento para el cambio cultural y el social. Me resulta paradójico que finalmente se transformara en sinónimo de la persona que se encuentra leyendo y estudiando en una torre de marfil.
—¿Cuál es su propio vínculo con la política?
—La de un ciudadano común. Estuve afiliado a un partido político en el pasado, el Socialista. A partir del 83, ya no. Tuve mis simpatías políticas.
—¿Por qué apoyó la fórmula de Macri-Pichetto?
—Porque entendía que la otra fórmula era una mala combinación.
“Toda mi vida fui muy opositor del partido peronista”. “Tengo mucho respeto por Miguel Ángel Pichetto”. “Voté sí a algunos peronistas, como José Octavio Bordón o Roberto Lavagna”.
—¿Era el mal menor?
—Tengo un gran respeto por Miguel Ángel Pichetto. Es paradójico, pero toda mi vida fui muy opositor del partido peronista. Aunque alguna vez voté a candidatos peronistas: José Octavio Bordón o Roberto Lavagna. Ahí paró mi amor.
—Pero fue frente a otros candidatos peronistas.
—Frente a Carlos Menem y a Cristina Kirchner. De manera que no tengo grandes simpatías con el peronismo.
—¿Pero Pichetto le despertó algo particular?
—Encuentro políticos sabios en este momento en el viejo peronismo. Miguel Ángel Pichetto, Julio Bárbaro, son personas por las que siento un gran respeto. Trato de escucharlos y podrían abrir una puerta para una solución de muchos problemas argentinos.
—En sus “Cartas berlinesas” (Adriana Hidalgo Editora), un tanto irónicamente usted habla de su propia sencillez socialista. En un reportaje como este, Juan José Sebreli definió a Mauricio Macri como “liberal de izquierda”.
—Lamentablemente no podría decirlo. Por eso me entusiasmé tanto con el actual presidente cuando dijo que era un socialista liberal o un liberal socialista.
—Un socialdemócrata.
—En un momento dijo un socialista liberal. Soy muy entusiasta de una solución o una propuesta que se abrió camino en la Italia de los 30, que fue la del llamado grupo Justicia y Libertad, que buscaba un socialismo respetuoso a rajatabla de las conquistas del liberalismo, parlamentarias y de conquistas respecto a derechos fundamentales.
—La división de poderes.
—Ahí hubo grandes personalidades, entre ellas Leone Ginzburg, el padre de mi querido amigo y modelo de historiador, Carlo Ginzburg.
—La socialdemocracia alemana se funda con el principio de “tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”. ¿Alrededor de ese núcleo reside el futuro de la política o es un tema del pasado?
—Desearía que residiese el futuro. Pero no podría decirle si veo que tenga grandes posibilidades.
—¿Leyó “Primer tiempo”, de Mauricio Macri?
—Leí prácticamente todo lo que escribieron ex presidentes argentinos. Leí La fuerza es el derecho de las bestias, La comunidad organizada (N de R: de Juan Perón), Petróleo y política (N de R: de Arturo Frondizi), Mi testimonio, del general Alejandro Agustín Lanusse. También leí el libro de Cristina Kirchner (N de R: Sinceramente) y ahora estoy leyendo también el libro de Macri.
—Háganos su crítica comparada, del de Macri hacia atrás.
—Con el de la señora de Kirchner, uno lee veinte páginas y es siempre lo mismo. Es bastante aburrido. El del ex presidente Macri al principio parece tomar otro rumbo, pero también termina en las reiteraciones. Ninguno de los dos es una lectura demasiado estimulante.
—¿Apelan a las repeticiones propias de la propaganda política?
—Hubo grandes memorias y escritos de políticos eminentes. No es esa la fórmula, la de la publicidad.
—No son memorias de presidentes longevos; son planfletos.
—Pensemos en Winston Churchill. Ganó el Premio Nobel de Literatura por las crónicas que escribió sobre la Segunda Guerra Mundial en el período entre sus dos gobiernos, durante la guerra y después el que continúa al gobierno laborista elegido en 1945. Es un ejemplo extraordinario de un libro de memorias en pleno fragor de la lucha política.
—¿De los argentinos cuál le parece el más elogiable?
—Realmente es un monumento el de Arturo Frondizi. Ahí hay realmente una toma de posición acerca del problema de la producción energética en el país y de las facetas políticas excepcional. Es un gran libro de pensamiento económico y político argentino.
—Dijo: “Lo primero que hizo mi viejo cuando yo nací fue comprarme ‘El tesoro de la juventud’”. ¿Cómo fue su formación en la infancia?
—Fui a una escuela primaria del Estado. En esa escuela tuve maestras excepcionales. No tuve un maestro. Era absolutamente fuera de serie la cultura de mis maestras y el temple con el que nos trataban a todos. Éramos nada más que varones, una falencia. La escuela José María Ramos Mejía que todavía está en 33 y Don Bosco. Ahí hice toda la escuela primaria. Y fíjese que la maestra de 5º grado, la señora De Angelo, tengo congoja cada vez que la recuerdo, nos preparó a ocho muchachos que estábamos ahí para el Nacional de Buenos Aires. Lo hizo absolutamente gratis. Íbamos a su casa dos veces por semana y cuando se acercó el momento del examen, casi todos los días. En ese sistema escolar, no era excepcional la señora De Angelo. Ella era extraordinaria, pero era de la constelación de maestros que había en esa escuela primaria. A eso siguió el Nacional de Buenos Aires.
“A las ciencias sociales les faltaría una categoría más englobante que la de cultura.”
—Sobre el Buenos Aires, dijo que le hacían bullying y que sus profesores los preparaban como los salvadores de la patria, y que usted nunca se lo creyó. Beatriz Sarlo dijo que ella consideraba al Nacional de Buenos Aires claramente el mejor colegio de la Argentina. ¿Cuál es su propia experiencia?
—Es enorme lo que debo desde el punto de vista intelectual al Colegio Nacional de Buenos Aires. Sobre todo el aprendizaje del latín. Para mí fue una herramienta fantástica. Desde el punto de vista de la educación emocional, yo no lo consideraría un gran colegio. Por lo menos en aquella época. No había una intención de cultivar la inteligencia emocional. Era la inteligencia clásica. No la pasé bien. Por eso puedo distanciarme y hacer un juicio lógico. Contábamos con grandes herramientas. Tiene una de las mejores bibliotecas de la Universidad de Buenos Aires; los laboratorios, los profesores eran excepcionales. Pero como forma, como sistema de organización, no fue lo mejor para el adolescente que yo era. Ahora veo que muchos compañeros tenían el mismo sentimiento.
—Usted donó su biblioteca a la Biblioteca Nacional. En su momento, siendo funcionario del gobierno de Cambiemos, Pablo Avelluto escribió que aquella institución “no cesa de recibir donaciones, archivos y bibliotecas personales de escritores intelectuales de enorme relevancia: Alejandra Pizarnik, Elizabeth Jelin, José Emilio Burucúa, Uki Goñi, Eduardo Berti, Carlos Lohlé, Liborio Justo y muchos más. Y continúa también el proceso de donación de 17 mil volúmenes que componían la biblioteca de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo”. ¿Por qué se da ese fenómeno de las donaciones?
—Mi mujer y yo heredamos varias bibliotecas: la de mi abuelo, la de mi padre, la de un tío que había sido profesor de Matemática en la Facultad de Ciencias Exactas y la de mi suegro, una biblioteca extraordinaria. Estaba todo en casa. Era francamente ya imposible la vida, estábamos entre libros. Esa fue una de las razones por las que decidimos trasladarlo a algún lugar. Ya estaba en nuestra cabeza que fuera a parar a un repositorio público y estuviera a disposición del lector común.
—¿Cuál será el futuro de los libros?
—Tienen un gran futuro. No solamente es wishful thinking, lo que deseo, sino que creo que lo tendrá. Umberto Eco lo dijo, y con muy buenas razones: el libro objeto no va a desaparecer jamás. Fíjese que las inscripciones en las piedras de los edificios públicos se siguen haciendo como en el Egipto faraónico. La humanidad rara vez abandona aquellos instrumentos, los reemplaza en algunos aspectos, pero conviven con lo nuevo.
—¿Qué diferencia hay entre memoria e historia? ¿Y entre escribir cartas y escribir memorias?
—La historiografía como un género literario y científico al mismo tiempo implica la recolección de datos. Una recolección amplia, equilibrada, en la que uno es consciente de que existen muchas voces, muchos participantes. Se recogen, compulsan y analizan con criterio de verosimilitud. Hay un trabajo arduo, intelectual, que implica conocer filología, hacer análisis de textos. La memoria es una cosa que no procede científicamente con esta selección. Tiene que ver más que nada con el mundo de la experiencia privada.
—¿Hay una memoria colectiva?
—Sí. Es la de los grandes acontecimientos que producen impactos colectivos. Nos damos cuenta de que nuestra visión de esos grandes procesos coincide con la de nuestro prójimo o con parte de la de nuestro prójimo. Ahí podemos hablar de memoria colectiva.
—Usted dijo sobre José Nun, el ex secretario de Cultura: “Demostró la inevitable existencia de una marginalidad radicalmente no funcional en los países en desarrollo de América Latina a fines de los años 60. Pronosticó su crecimiento en el caso de que no se modificase el curso de la modernización capitalista y vislumbró la extensión del fenómeno, no solo a otras naciones del llamado Tercer Mundo, sino a las sociedades más prósperas del centro mismo del sistema”. ¿Los políticos prestan poca atención a los intelectuales?
—No lo sé. Además, hay períodos. Hubo un momento de la vida de la señora de Kirchner en que prestó mucha atención a los intelectuales. Fue su momento de mayor apertura, de mayor inteligencia, porque realmente leyó de todo. Así fue como leyó a Joseph Stiglitz. Eso explica un poco la deriva que tuvo la presencia de su discípulo en la Argentina (N de R: se refiere a Martín Guzmán). Antes de su primera presidencia era una persona que leía mucho. No le hubiera disgustado tener un equipo de intelectuales, que no forzosamente pensaran lo mismo que ella. Me desilusionó tanto porque después no hizo nada de ese tipo.
“No se puede sacar nada bueno de la pandemia.”
—¿Lo ilusionó inicialmente el profesor de la UBA Alberto Fernández?
—En ese plano no estaría tan seguro. Sí me ilusionó que hablara de social liberalismo. También sus discursos: el del 10 de diciembre de 2019, el del 1º de marzo de 2020, me parecieron de un hombre de Estado. Pero después no, realmente. También hay una fortísima desilusión. No lo voté, pero igual uno puede ilusionarse.
—¿Votó a Roberto Lavagna?
—No. Voté a Macri en 2019. A Lavagna lo voté en 2007. Después ya no, porque me parece la sombra del kirchnerismo.
—¿Fue optar por Mauricio Macri una forma de voto útil?
— No voy a decir que me aterrorizó la sombra del kirchnerismo, pero no estaba tranquilo.
—¿Qué diferencias hay entre aquellos mecenas del Renacimiento y los megamillonarios de hoy, especialmente en Silicon Valley y en las empresas tecnológicas en cuanto al estímulo de la cultura y el arte?
—Figuras como Bill Gates se parecen a las de los antiguos mecenas. Está comprometido e interesado por poseer él mismo ese conocimiento. Piensa mucho y muy bien acerca de las condiciones generales de la sociedad, de las posibles evoluciones. Los grandes mecenas del Renacimiento estaban muy involucrados en esas discusiones. Les interesaba enormemente la filología. Hasta 1440, los cancilleres florentinos fueron los mayores filólogos y humanistas del llamado primer humanismo y del Renacimiento italiano. Esa relación entre la filología y la política de la república la podemos ver hasta en el propio Maquiavelo. Los mecenas, esos grandes príncipes que empezaron siendo figuras consulares de las repúblicas para terminar convirtiéndose en príncipes cuando defeccionan de los ideales de la burguesía y se aproximaron a los de la antigua nobleza, continuaron con una pasión comprometida por los libros. No era una solo cuestión de tenerlos, algo de coleccionista y de posesión. En la actualidad hay algunos personajes que se les parecen.
—¿Por ejemplo?
—Steve Jobs era una persona que conocía lo que hablaba. Se introducía en el pensamiento abstracto. Bill Gates nos da pruebas todos los días de que eso es así. No quiere decir que uno esté de acuerdo, pero siempre es interesante escuchar lo que dice o prevé sobre el futuro. En la Argentina hay un ejemplo extraordinario que fueron los Di Tella. De esa familia de grandes empresarios, mecenas y coleccionistas salió también un intelectual importantísimo, como fue Torcuato, o su hijo, que es un gran cineasta.
—Dijo que “el concepto de civilización carece de buena prensa”.
—Hay una vieja contienda que viene de fines del siglo XVIII entre la noción de civilización y la de cultura. La primera apunta más a los universales; la segunda, más a lo local, en diferentes escalas. Pero la palabra “civilización” estuvo demasiado vinculada al imperialismo y a la expansión colonial europea. Un motivo para justificar ese movimiento y hacerlo aceptable a las sociedades de los países centrales fue hablar de la misión civilizatoria. Cuando se vio que apenas se escarbaba aparecía el sistema de explotación de cuerpos y recursos, ese concepto entró en franca y merecida decadencia. La idea de cultura venció. Además, fue tomado fuertemente por los antropólogos, los grandes cultores de lo que podríamos llamar la grandeza del conocimiento local. Parece que ese concepto ganó la partida. A las ciencias sociales les faltaría una categoría más englobante que la de cultura.
—¿El covid-19 cambia la civilización occidental o la civilización en conjunto?
—Fue y sigue siendo un golpe inesperado y feroz, terrible, equivalente al golpe de una guerra, por el tendal de muertos que dejó. Una verdadera tragedia. Cuando a veces me preguntaron: ¿y qué sacás de bueno de la pandemia? Nada, realmente nada.
—Hay guerras que quedan fuera de las líneas de tiempo; otras, como la Primera o la Segunda, sí lo están. ¿Será más grande que una guerra o pasará al olvido con la generalización de las vacunas?
—Espero que sirva como un aldabonazo de advertencia. Lo que me da nuevas fuerzas para seguir es la demostración del extraordinario poder de la ciencia. En menos de un año se consiguieron decenas de vacunas. Es la primera vez que ocurre. Hubiera preferido que fuera el fruto de un trabajo colaborativo y no de la competencia. Todavía hay tiempo de que exista algo así en la administración de las vacunas. No deja de asombrarme que una unión tan sólida en apariencia como la Unión Europea no haya tenido una respuesta común, más allá de la economía, también la libertad de movimiento. Me deja estupefacto.
—Arturo Pérez-Reverte dijo que la situación actual podría implicar el fin de la civilización occidental. Para él, los occidentales le daban mucha importancia al individualismo, mientras que los orientales priorizan el colectivismo. ¿Son civilizaciones diferentes?
—Quiero reivindicar el concepto de civilización. Sé que nace en Europa. Pero hay que despojarlo de eurocentrismo. Hay conceptos equivalentes en otros horizontes culturales como India o China. La China tuvo algo muy parecido al concepto de civilización unos 2 mil años antes que en Occidente. Hay algo común a estas grandes unidades, que abarca culturas semejantes, culturas primas hermanas.
—¿Una civilización es un ecosistema de culturas?
—Es muy interesante lo que dice. Una clave está, ante todo, en la domesticación de los guerreros. Sin la domesticación de los guerreros no puede haber paz social ni florecer una civilización. La domesticación de los guerreros implica dar un papel fundamental a las mujeres en la cultura incipiente. En la vida cotidiana se alcanza la posibilidad de crear un tiempo del ocio. Al principio será muy restringido. El ocio se expande como mancha de aceite. Luego, en el siglo XX se supone que todo el pueblo de una nación tiene derecho a ese tiempo de ocio y lo consigue. En el tiempo del ocio aparece lo superfluo, la expansión de lo superfluo. Pero no en su sentido frívolo. Va al corazón mismo de la experiencia humana. Cuestiones como el cultivo de las flores o la gastronomía. No se cultivan las flores con una utilidad, con un fin. En la gastronomía, se busca que lo que se come sea una delicia, una ocasión de convivialidad y de goce. Otro elemento es la irrupción de la poesía lírica. Desde el punto de vista de lo colectivo no tiene ninguna utilidad. La poesía dramática sí, porque es una autorrepresentación de la sociedad, esencialmente de los poderosos. La poesía lírica es la del mundo íntimo. Es una creación femenina en Occidente. Su cabeza es Safo y se contrapone a La Ilíada y a La Odisea como grandes poemas épicos. En Japón, también es la literatura femenina de los años 980 a 1020. Surge esa maravilla absoluta de la literatura mundial que es La historia de Genji, escrita por la dama Murasaki Shikibu, la dama de la corte japonesa, en el año 1000. Lo lírico es una instancia de civilización. A eso se suma la traducción. Que haya ya un conglomerado de culturas que se ponen como objetivo la traducción de lo otro, de lo que está más allá de sus fronteras, para enriquecerse, para conocer. Y por último, algo que se observó en la pandemia es la organización social de sistemas que administran la piedad: los hospitales, los albergues para los desheredados. Una organización sistemática para administrar la misericordia. Son rasgos que están en todos los grandes conglomerados de cultura. Los primeros hospitales públicos que aparecen en la humanidad estaban en Ceylán, en el siglo III antes de Jesucristo. Son rasgos que me permitieron de manera casi militante encontrar que la civilización europea es una más. Una en una cantidad no demasiado grande.
“La cuarentena reforzó ciertos mecanismos autoritarios.”
—¿En Latinoamérica hay alguna civilización que alcance esa categoría?
—La domesticación de los guerreros fue fundamental en la historia latinoamericana. El poder militar formado para la independencia fue estudiado magníficamente por Tulio Halperin Donghi. Pero en el ultimísimo libro de Hilda Sabato (N de R: Repúblicas del Nuevo Mundo), una joya, se observa que parte del gran esfuerzo fue organizar ese poder militar que ocupaba el centro de la escena, organizarlo y someterlo a una vida en común. Eso está. Y ni hablemos del cultivo y de la gastronomía.
—¿El subdesarrollo implica que no se pudo domesticar todavía a parte de los guerreros, quizás a aquellos guerreros que no portan armas?
—Cuando aparecen todas esas manifestaciones de movimientos, de autonomía y de mayor libertad, es porque ya se pudo domesticar a los guerreros. No llamaría guerreros a los que usted menciona, sino grupos de poder.
—¿La civilización finalmente consiste en domesticar a los que hacen abuso de poder? ¿Guerreros literales en una época y metafóricos en otra? Cristina Kirchner habla de generales mediáticos.
—Es demasiado metafórico. Se aleja demasiado de la vida concreta del guerrero, vinculada a la violencia física.
—¿El primer paso es domesticar a los guerreros reales?
—Usted me preguntó si la sociedad latinoamericana podía ser considerada una civilización. Creo que sí, porque en algún momento logró domesticar a sus guerreros. El problema, sobre todo a partir de los 30, es que esos guerreros vuelven como tales a la palestra. Fue lo sucedido en Argentina entre el 30 y el 85 del siglo pasado. Pero recuperamos ese rasgo civilizatorio porque sentamos a los guerreros en el banquillo de los acusados y los domesticamos. Terminamos con su poder político.
—¿Existe esa “patria grande” latinoamericana, la idea bolivariana, algún rasgo que unifique a todas estas geografías?
—Si uno deja de lado Brasil, lo que nos lleva a pensar la cuestión de la traducción, la comunidad de lengua implica una comunidad de cultura.
—¿Hay lenguas más afines para determinado tipo de producción creativa? Para la ópera y la lírica, el italiano. El francés para las negociaciones políticas. El inglés para los negocios…?
—Toda la magnífica plasticidad del castellano podría demostrar que en el pensamiento político se desarrolló mucho más. El libro de Hilda demuestra que se desarrolló más en las repúblicas latinoamericanas del siglo XIX que en la propia España. Ahí hay un pensamiento político robusto, original, juvenil del XIX y buena parte del XX expresado en castellano. Es un atributo que consiguió el castellano, especialmente gracias a la experiencia latinoamericana.
—¿Por qué la crítica cinematográfica suele estar en los suplementos de espectáculos y la de libros y artes plásticas en los suplementos culturales?
—¡Qué buena pregunta! Podría estarlo. Debe haber algo de inercia.
—Usted mencionó la cocina. En su momento, Ferran Adrià decía que no entendía por qué había suplementos, por ejemplo, de espectáculos, cuando la gente iba al cine dos veces por mes, y no suplementos todos los días de gastronomía, dado que la gente come 14 veces por semana.
—Claro, eso son cuestiones de inercia.
—¿Qué define a las ideologías del peronismo y del no peronismo? ¿Hay cuestiones estéticas más importantes en la diferencia?
—No soy politólogo.
—¿Pero la estética es más importante que la ideología?
—Difícilmente se pueda hablar de una estética peronista y una estética no peronista.
—Me refiero a la estética como elemento de identidad, elemento cultural. A un sistema de representación del mundo.
—Me cuesta dar una respuesta taxativa. Hay que suponer el fenómeno del primer peronismo y la cultura en ese tiempo. Del 45 al 55/56 hubo una cultura robusta muchas veces cercana al oficialismo y otras en contra. Raúl Scalabrini Ortiz es una figura inmensa para el ensayo político y sociológico. Ni hablar de Leopoldo Marechal como poeta y como escritor y novelista. Es una de las grandes figuras argentinas. También fue la época, aunque no lo parezca, de gran afirmación de Sur y de la gente de Sur como la opuesta al régimen. El arte abstracto, moderno, de vanguardia, no fue una predilección del peronismo. Está ese famoso discurso de Oscar Ivanissevich en que prácticamente trataba a todos estos movimientos modernos como expresiones de un arte depravado. Sin embargo, después hacia al final, hubo ya muchos envíos a bienales internacionales y participaciones en los que está la vanguardia de las artes en la Argentina.
—¿Hay en las tres presidencias kirchneristas también una producción cultural robusta?
—El problema es la grieta.
—¿La grieta produce cultura o, al contrario, embrutece?
—Los productos culturales de la grieta, que Dios me perdone y me perdonen mis colegas, son bastante pobres. Están determinados por la existencia de la grieta, precisamente.
—Usted dijo: “Estoy seguro de que hay fuerzas que se oponen a los procesos por los que una sociedad se ve a sí misma como civilización. Es decir, hay fuerzas que llevarían aun a civilizaciones maduras y bien establecidas a la descivilización”. ¿Donald Trump o Jair Bolsonaro serían un ejemplo de eso?
—Por supuesto que sí. El gran ejemplo es el nacionalsocialismo en Alemania. Una sociedad que alcanzó esas cumbres del pensamiento de la estética, de la presencia de la cultura y de la educación hasta en los capilares de la sociedad, y que produjo semejante monstruosidad, es el ejemplo más dramático.
Vacunas: “No deja de asombrarme que una unión tan sólida en apariencia como la Unión Europea no haya tenido una respuesta común, más allá de la economía, también la libertad de movimiento. Me deja estupefacto”.
—¿Se arrepiente de haberse colocado la estrella de David, la metáfora de los campos de concentración, para significar en los momentos de extrema cuarentena algo comparable?
—Me arrepiento por una razón circunstancial. Hice eso el día anterior o el mismo día del aniversario del levantamiento del gueto de Varsovia. De haberlo recordado, jamás hubiera hecho eso. Porque ese tipo de usos del pasado termina siendo frívolo y termina banalizando.
—Luego criticó otras formas de confinamiento que se produjeron. Ahora que estamos en una segunda ola, ¿cuál es su visión sobre lo que significan las prohibiciones compulsivas?
—Parecía una necesidad imperiosa el primer mes. Después, ya cuando asume formas autoritarias, hay que prender las alarmas porque ocurrió lo que en definitiva fue anunciado desde el comienzo de la pandemia: el fortalecimiento de los mecanismos autoritarios con una pérdida importante de la institucionalidad democrática.
—¿Qué le sugiere el concepto de infectadura?
—No lo usaría. No hubiera dicho eso. Jamás lo usé. Tampoco hablaría del control social al que se refirió Giorgio Agamben. Si fui a veces un poco exagerado y crítico con los médicos, lo hice con la intención de que nos sentemos a conversar. No de convertirme en árbitro.
—¿Se vacunó?
—Fui voluntario en el ensayo de Pfizer y estuve en el grupo de los vacunados, no de los que recibieron el placebo. Así y todo, se nos garantizó que también a los del grupo placebo se los iba a vacunar, cosa que se hizo de inmediato.
—¿Sintió alguna molestia en el momento de la vacunación?
—En la segunda dosis tuve algunas líneas de fiebre, pero estaba perfectamente previsto.
—¿Qué le despertó el episodio denominado Vacunagate y toda la situación en torno a Beatriz Sarlo?
—No hubiera hecho una campaña publicitaria con figuras de famosos. Me parece hasta infantil. Pero era una cosa posible, factible. Además, se hacía a la luz del día.
—¿Usted hubiera rechazado el ofrecimiento, como ella?
—Sí, pero no hubiera hecho de eso un casus belli porque era público, no por debajo de la mesa. La hubieran fotografiado para que se dijera que se vacuna una figura crítica del régimen. Pero el sistema que denunció Horacio Verbitsky es realmente una vergüenza. No voy a decir criminal, pero es realmente terrible. Uno se siente violentado, humillado. La confesión de Verbitsky no es inocente. No puedo creerlo.
—Usted escribió sus “Cartas berlinesas”. ¿Cambió el género epistolar a partir de la irrupción del e-mail o incluso con WhatsApp?
—Sí. Eso es ya evidente. El Ministerio de Cultura de Francia es uno de los más avanzados en lo que se refiere a recopilación y conservación de archivos, de personas, de hombres y mujeres, de letras. Tienen un castillo fabuloso donde están estas grandísimas bases de datos. A ellos les llamó la atención que de los últimos veinte años no hay ya prácticamente material epistolar. Todo se hace a través de e-mails. Escribo largos e-mails, pero jamás se me ocurre imprimirlos y guardarlos. Hay un género que languidece. Debe hacer años que no escribo una carta manuscrita. A veces recibo mails de una gran belleza, pero me temo que no los guardo. No me doy cuenta de que hay que hacer una operación adicional allí. Con el papel se archivaba en una carpeta.
—¿Qué pueden enseñar los historiadores del arte a sus colegas de la política y la economía?
—Basta con que pensemos en la validez que ha adquirido por derecho propio la teoría de la representación. Las artes son las que construyen ese terreno y son los actores principales de lo que podemos llamar la fábrica de representaciones. En esa autoconciencia de una sociedad es imprescindible que los historiadores tout court consulten y marchen junto a los historiadores de la representación. Pepe Nun, de quien hablamos, era una persona exquisita en su apreciación tanto de la literatura como de la pintura. Estaba muy atento a eso.
—¿Hay señales en la producción artística y cultural del mundo actual que nos puedan indicar algo del futuro?
—Las expresiones más contemporáneas son de un elitismo enrarecido. En eso veo una disociación terrible tanto para el devenir de las artes como para el devenir general de la cultura. Hay un gran divorcio.
—¿Hacia dónde nos lleva?
—Para Juan Pueblo, si queremos usar esa metáfora, aparecen como ejercicios finalmente frívolos que no pueden cambiar la vida de nadie. Al ser profesor en la Universidad de San Martín, del conurbano bonaerense, con otros profesores hemos planteado muchísimo la necesidad de que estos chicos fueran a los museos. Que los vieran y se interesaran por los movimientos artísticos. Lo ven como algo que no les pertenece. Pero es todo lo contrario.
—¿Los medios de comunicación acercan a la alta cultura?
—Muchas veces lo hacen. Pero hay que romper esa pared de cristal del Museo de Bellas Artes. Porque todo lo que está allí nos pertenece a todos. En particular les pertenece a quienes han sufrido en su vida por condiciones sociales adversas. Nada de todo eso se hubiera podido hacer sin el dolor de los de abajo. Entonces, hoy los de abajo tienen no solamente el derecho sino también la obligación de apropiarse de lo que es de ellos.